Ana Torrent
Ana Torrent, mi vecinita de enfrente, el espíritu de la colmena de oro de la infancia, niña criada entre los cuervos del cine, que ahora le han dado otro premio de interpretación, en Montreal o así, la niña de aquí al lado, que fui a verla hace cuatro años para una entrevista -Rosa Rivas lo ha recordado en este periódico-, sintiéndome un poco el hombre del saco, el hombre de los caramelos envenenados, el hombre malo de los atardeceres infantiles, porque no se trataba sólo de sacarla en una serie mía de mujeres famosas (mujer de nueve años, entonces, Ana Torrent), sino que yo estaba temblorosamente firme por conocer a esta criatura de mirada espesa y rostro débil.-Los niños no los traen de París, ¿sabes?, pero no lo digas muy alto, porque mi hermano no está enterado.
Algo así me dijo entre todo lo que me dijo en una tarde de comprarle ganchitos, mirindas, pipas, regaliz, helados, más ganchitos, coca-colas, patatas fritas, más ganchitos. Uno, que jamás ha creído que hubiera mujeres sobornables, sobornó aquella tarde mediante bolsas y bolsas de ganchitos a la criatura más adorable de Madrid, que encima era vecina y quizá lo sigue siendo (cómo era, Dios mío, cómo era), y ahora veo por los periódicos y el premio que tiene trece años, nada me hubiera costado bajar hasta la esquina, ver si sigue viviendo ahí, hacerle unas preguntas, que uno es reportero matalón hasta la muerte. Nada me hubiera costado, salvo un infarto.
Hay cosas para las que ya no está el alma infartada de quien ha hecho un barroco infarto de cada encuentro así, en esta vida. «Ya has terminado, ¿verdad?», me preguntaba aquella Anita diminuta a cada bolsa de ganchitos, sin ocultar su impaciencia y su indiferencia como no la ocultan ellas -ay-, más tarde, cuando de la crueldad de la mentira pasan a la crueldad de la verdad. Uno de esos ingleses sequizos y pajizos dijo que ser sentimental, en literatura, es tener éxito. Bueno, pues voy a ser sentimental, que el éxito ya no lo busco para nada y el mejor escritor inglés es una inglesa, V/W, sentimental a tope. Sentimentalmente digo que mis cuarenta y muchos años no se tendrían en pie ante esos trece años de Ana Torrent, ante una Ana Torrent crecidita -crecidita, Señor, crecidita-, que uno supo ver venir para sí mismo (como mucho antes a Marisol), ejerciendo durante una tarde periodística, mediante el trámite de la entrevista, de vampiro de Düsseldorff, estrangulador de Boston y tío postizo de la niña. Hombre del saco que robé una tarde a la niña, o más bien robé una sola tarde de su larga infancia a la patacoja, siempre he pensado que no lleva otro saco, el merodeador nocturno de Lolitas crecidas- crecidita, Señor, crecidita- que el propio corazón abultado de sangre y amor confuso. ¿Cuál si no va a ser el saco?
Creo que las veo venir en esto del arte, creo que habría servido yo para cazatalentos de Hollywood o, cuando menos, de Cifesa. Creo que no me engaño ni me engaña mi mirada corta de ver largo. Aunque ella quería seguir en su isla de patacoja, en su infancia -«isla de oro», poeta-, como me dijo con esa sensata decisión infantil que no se vuelve a tener en la vida, yo me fui convencido de que teníamos niña para rato, de que teníamos niña rota, porque en sus ojos de muñeca de Goya, mirada de tapiz, estaba naciendo ya la adolescente venidera y verdadem.
Que no se podía tener esos ojos a los nueve años, leñe. Perdona, curioso lector, nada me habría costado bajar a la esquina, preguntar por ella, si sigue viviendo ahí, subir a verla y contarle algo de lo que ella seguramente no cuenta. Nada me lo habría impedido, salvo el corazon carroza. que otra vez se me pone de perfil en el pecho, a estas alturas. Si estuviese ya crecidísima, mujeraza, adulta, me daría asquerosamente igual. Pero precisamente crecidita, lector. Crecidita.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.