Suárez, ¿borrón y cuenta nueva?
Y de pronto -se viene a la cola del avión, invita a comer a un grupo de periodistas, mira a los ojos de cada uno en el momento oportuno, encandila a los nuevos, hace vacilar a quienes lo conocen- el presidente Suárez toma una decisión que maduraba durante dos meses y se lo comunica a todo los periodistas minutos después de despegar el avión del aeropuerto de Lima, ya de regreso a Madrid.Luego pasan semanas veraniegas semivacacionales, los periódicos mediointerpretan las revelaciones off the record, especulan con la millonésima versión del cambio de «modo de gobernar» que el presidente piensa inaugurar en el otoño, que será caliente como lo iban a ser todos los otoños desde que el mundo es mundo. Se le ve con la misma fe que Pantaleón en su Servicio de Vísitadoras, a juzgar por el entusiasmo de la conversación en la catedral, digo en el avión, de regreso de Lima.
Quienes habían perdido la confianza, muchos de los que ya no daban un cuarto por el Suárez-político se ponen a reflexionar y deciden concederle tres meses -los del otoño- de margen para que demuestre definitivamente si tienen razón los socialistas, que lo descalifican olímpicamente, o no la tienen.
Quienes le abren ese nuevo y tal vez último crédito de confianza no lo hacen sólo por darle la oportunidad de recuperar un año y medio perdido y agarrar con mano firme el timón de la nave, con un rumbo y con un proyecto claros y definidos, sino porque no ven en el horizonte ucedista una «alternativa» mejor que la del encantador de Cebreros.
El audaz ex secretario general del Movimiento anda rumiando los grandes errores cometidos más acá de la promulgación del texto constitucional, durante los dos últimos años, tiempo en que ha dado la razón a quienes afirmaban que Adolfo Suárez fue un excelente desmontador del tinglado político del franquismo y no tanto del entramado personal y de intereses y que carecía de un proyecto de Estado, lo que le llevó a grandes bandazos y a espectaculares vacilaciones a la hora de «construir» la plataforma institucional del nuevo régimen político.
Es ese Suárez que sucumbió alos interesados cantos de mucho fresco y de mucho sinvergüenza, que se rodeó de gentes que sólo sabían decirle «sí, bwana», que se cabreaba sordamente con aquellos que hurgaban en la brecha que le abrió no ya la erótica sino la pornografía del poder, que caía en los lugares comunes del franquismo -sólo faltaba lo de la conjura judeo masónica-, que se derretía con los halagos neodogmáticos de ciertos neoliberales recién llegados de la extrema derecha conservadora.
Es ese Suárez sin grandeza, ese Suárez achatado por los martillazos desangelados y avaros de sus propias flaquezas y de las mezquindades de tantos de sus hombres que no buscaban nada más que la conservación y el incremento de sus privilegios de clase, con un desprecio insultante y visible hacia el pueblo que ingenuamente les había votado.
Es ese Suárez que llegó a envanecerse, a endiosarse de tanto escuchar y leer eso de que «eres el más grande», de boca y de pluma de los pícaros y de los parásitos que sólo buscan medro y prebendas, que no creen una palabra de lo que dicen y que estarían dispuestos a decir exactamente todo lo contrario si ello conviniera a sus intereses egoístas.
Para esa compañía más vale la soledad, pues soledad total es lo que de verdad acompaña al presidente Suárez desde que rompió el encanto del consenso y no supo llenar aquel vacío con otras fórmulas imaginativas y enganchadoras. Nunca sabremos cuál es la cuota que hay que atribuir a Adolfo Suárez en el proceso del desencanto, pero será una cuota muy elevada en todo caso.
Si Suárez conservara aquella capacidad receptiva de sus primeros tiempos y estuviera dispuesto a escuchar consejos leales, yo le diría que tuviese la valentía de tomar la escoba y barrer sin piedad para restablecer el equilibrio ecológico, para quitar de enmedio toda la basura acumulada en, estos años y comenzar de nuevo. Que no vacilara en barrer y borrar todo aquello que le reste credibilidad, eficacia y maniobrabilidad para poner en marcha una gran operación política a la que se había mostrado dispuesto, una operación que le reconcilie con sus electores y con la democracia, que le devuelva una razonable confianza popular y que sirva para canalizar soluciones reales a los grandes problemas de España.
Hace falta un Gobierno fuerte y estable, eso lo sabemos todos. Pero un Gobierno más progresista que el actual y en el que figuren los mejores hombres del centrismo político, sean o no del partido UCD. El parcheo de las últimas crisis ministeriales hay que inscribirlo entre los grandes fracasos de Adolfo Suárez, al ponerse en evidencia la falta de un rumbo, de un proyecto.
Y un proyecto capaz de movilizar las sensibilidades dormidas, de concitar la esperanza y la confianza, de animar a las demás fuerzas políticas a la cooperación sin perjuicio de la oposición vigilante y exigente. Crisis, paro, inflación, terrorismo, autonomías, libertades públicas, calidad de vida, profundización de la democracia, corrupción, son cosas que no pueden seguir esperando a que venga un Mesías. Son problemas que tenemos que resolver entre todos, pero en un clima propicio que el poder está más obligado que nadie a crear.
Si el presidente tiene en la cabeza ese proyecto de Estado que dice tener, que se deje de historias, de dudas, de remilgos, de cautelas, de timideces, de cominerías, de complejos, de «qué dirán», de celos. Que se lle la manta a la cabeza, agarre con fuerza la escoba y proceda a esa gran operación remodeladora, regeneradora, reconstituyente, reestructuradora, reconfortante y revitalizadora.
Lo que tenga en la cabeza tendrá que demostrarlo de aquí a fin de año como máximo. Atrás queda la conmoción catártica de la moción de censura, el pacto del reequilibrio con los notables de su partido, la larga reflexión de junio, julio y agosto, la decisión de transformar a fondo el contexto político, parlamentario, humano, procedimental y teleológico del poder ejecutivo. Todo eso para nada serviría si no fuera una simple introducción, un anuncio de aquella gran operación, si todo se quedara en una finta de buenos deseos.
Suárez, tres meses, la última oportunidad. O borrón y cuenta nueva o languidecer en la mediocridad del «ir tirando» hasta la consunción.
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