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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Marinaleda

UNA RELECTURA veraniega de la historia de las rebeliones campesinas andaluzas, o del nacimiento del anarquismo andaluz, o de las andanzas de personajes como Fermín Salvochea o Sixto Cámara (que hoy tendrían tanta justificación histórica como la que alcanzaron en sus días) aportarla algo más de atención pública hacia lo que está pasando en Marinaleda, la solidaridad extendida por los pueblos de los alrededores de este municipio sevillano, la probabilidad de que los campesinos procedan a la ocupación de fincas y la posibilidad de que alguno de los huelguistas de hambre (niños y gestantes entre ellos) sufra alguna desgracia irreparable.En lo que no debiera caer la opinión pública, por más que la Administración tienda a contemplarlo así, es en tener los sucesos de Marinaleda como un fenómeno más del «folklore andaluz» o de la atrabiliaria adjudicación a sus gentes de visos teatrales del carácter. Parece tan sabido el hecho de que en Andalucía se presentan bolsas de hambre física más amplias que en cualquier otra zona de España de su amplitud y riqueza potencial, que ya no se presta atención a fenómeno tan sonrojante en una sociedad que se reclama como perteneciente a las potencias industriales.

Habrá que empezar a suponer que en este país decenios de deformación «folklórica» han anestesiado al país respecto a los gravísimos problemas del pueblo andaluz, que son, en primer lugar, de orden material, que atañen a la mera subsistencia de sus gentes y a la dignidad de sus vidas. A este respecto, los andalucistas del PSA han sabido utilizar al máximo la desvalorización que el Gobierno del Estado ha hecho -en la dictadura y en la democracia- de las más elementales y justas reivindicaciones andaluzas. Sobre el ánimo político de lo que entiende por «Madrid» aún sigue pesando más un estornudo en Cataluña o Euskadi que una pulmonía en el Sur. La izquierda, que hubiera podido aportar alguna solución a niveles estatales, o no ha tenido oportunidades de desarrollar una política para Andalucía o bien se ha visto contaminada de ese curioso centralismo español, siempre ocupado en satisfacer a las burguesías vascongada y catalana.

Así las cosas, tanto la izquierda como la derecha quedaron sorprendidas ante los resultados de un referéndum como el del 28 de febrero, sin acabar de entender que sobre Andalucía pesan algo más que reivindicaciones tartesianas o moriscas, agravios comparativos en una tabla general de autonomías o lecturas escasamente analíticas de los textos de Blas Infante. Sobre Andalucía pesa una justificada desconfianza de que un poder central -del signo que fuese- pretenda seriamente resolver desigualdades sociales difícilmente presentables en un medio físico que alberga múltiples riquezas, o simplemente un paro endémico entre el campesinado, que ha llevado periódicamente a este pueblo paciente a episodios dramáticos de desesperación.

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La indignación de los hombres y mujeres de Marinaleda ante las 400.000 pesetas que el Fondo de Empleo Comunitario decidió distribuir entre trescientos parados para resolver su subsistencia en el mes de agosto no es sólo comprensible, sino que debiera conducir a más profundas reflexiones sobre la embocadura en la que entre todos estamos metiendo al pueblo andaluz.

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