Joaquín, amigo mío
Aquella noche de las elecciones, el 1 de marzo de 1979, su voz me llegaba extraña en la conversación telefónica desde Murcia a Zaragoza. Muy pocos días después conocimos el diagnóstico de su enfermedad, y desde entonces hablábamos siempre como si el hecho terrible no existiera, pero sabiendo, cada vez con más certeza, que existía. Nos engañábamos mutuamente y ya no éramos los mismos. Por eso prefiero dejar inmóvil su recuerdo final aquella noche, como si todo lo sucedido después hubiera sido una larga pesadilla, una tortura atroz imaginaria.Era nada menos que un verdadero liberal. Es decir, creía en la capacidad del hombre para decidir sobre sí mismo, en el valor de la iniciativa propia, en el respeto a la opinión ajena.
Habíamos hablado durante años, horas y horas interminables, sobre los grandes temas de nuestra patria, desde la prehistoria de la oposición democrática hasta el miércoles pasado, para enjuiciar un otoño que no veríamos juntos. El resultado de esa colaboración fraterna se encuentra en el germen de los partidos democráticos de centro, en el hecho insólito de las entrevistas conjuntas de dos ministros, en decenas de mítines y actos comunes, en el esfuerzo por ayudar a construir un espacio político donde pudiera reconocerse e identificarse un sector de nuestro país que es moderno y democrático y que cree que podemos levantar en España la vieja costra de nuestra inercia histórica. Curiosamente, este tiempo de dolor se ha llevado entre sus dedos aquella leyenda de la frivolidad de Joaquín Garrigues. Este tiempo ha servido para dejar -a qué precio- las cosas en su sitio.
Ha existido así una cierta biografía común de la que él se lleva su secreto, y yo me quedo con el compromiso de ser fiel a tanto tiempo de amistad, a tanta esperanza compartida, quizá a tanta ilusión decepcionada.
Yo también puedo escribir las «páginas» más tristes esta noche. Porque la política seguirá dando vueltas a su escenario giratorio, donde se pronunciarán miles de discursos por oradores sucesivos y se aprobarán cientos de leyes y las cosas irán unas veces mejor y otras peor. Pero nadie sustituirá nunca su forma de pasearse por la vida, su ironía sin hiel, su lucidez critica, su utopía liberal inimitable, y nadie me devolverá nunca en el desierto helado de nuestra vida pública el ancho pedazo de amistad que ahora me falta.
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