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José Antonio Primo de Rivera y el 18 de julio

Hay que volver a pensar la historia reciente para salir de ella. El futuro se logra deshaciéndose de mucha parte del pasado. Las lecciones de la historia valen sólo cuando son recientes, pues la sucesión de las generaciones hace que las lecciones aprendidas en las propias costillas se desvanezcan pronto. En vano intento trasmitir mi lección, pues se me éstá convirtiendo en letra, en adoctrinamiento escrito en estas frases que confio al papel con amargura, sin poder comunicar la ejemplaridad terrible de lo visto y experimentado.Un escritor extranjero a quien debemos otros esclarecimientos, lan Gibson, ha traído con su libro En busca de José Antonio a la actualidad la figura ya tan lejana del fundador de la Fálange. Gibson ha estudiado con cuidado y, con simpatía una figura que el paso de los años y la interesada mitificación por los que la utilizaron políticamente han hecho poco comprensible.

Lejano y difícil de comprender para las generaciones actuales ha de ser el fundador de un movimiento fascista muy directamente inspirado por Mussolini. La gigantesca catástrofe de la segunda guerra mundial, provocada por la locura de Hitler y caracterizada por la cruel aniquilación de pueblos y naciones, hicieron ver lo que el fascismo tenía de desmesurado y de criminal. Los que en la crisis de aquella época nos sentimos más o menos pronto atraídos por lo que parecía una novedad (algunos no la aceptamos sino irremediablemente, después de comenzada la guerra civil), nos convencimos, al poder hacer un balance de la ciega provocación de la guerra mundial y de la insensata conducción de ella, de que el fascismo no era la solución que pretendió ser en la crisis política de hacia 1930.

En efecto, el fascismo surgió como un intento en la Italia de la primera posguerra, cuando la industrialización y el crecimiento la transformaban inconteniblemente. Benito Mussolini, un antiguo socialista que se había dejado arrastrar por la estética de la violencia, aplicó la novedad leninista del partido único a su pacto con capitalistas y conserva dores, y creó así lo que parecía un modelo político nuevo. La fórmula del partido único con el monopolio de la violencia fue desarrollada por Hitler en un país mucho más industrializado, y así surgió, en poco más de diez años, el eje Roma-Berlín.

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José Antonio Primo de Rivera, hijo del dictador y marcado por una airosa lealtad a su padre (con quien no había estado conforme políticamente), sucumbió a la tentación de ensayar en nuestro siempre difícil y agitado país la fórmula. En su movimiento vinieron a convergir, como era inevitable en los fascismos, simples reaccionarios (bien antiguos leales al general Primo de Rivera, bien gente rica que subvencionaba poco generosamente) con doctrinarios y demagogos. En la elaboración de unos principios, con sus correspondientes «consignas» y demás, hay que reconocerle su parte a Ledesma Ramos, inquieto personaje con curiosidad intelectual, y a Onésimo Redondo, abogado vallisoletano de estricto catolicismo y con experiencia en la lucha cooperativa de remolacheros contra la gran empresa capitalista. Cierto que, en conjunto, la doctrina política de Primo de Rivera no era muy original y que en sus componentes figura la parte de sus cofundadores y la de Ortega y Gasset y otros pensadores y escritores dominantes en la época. Pero José Antonio no era un hombre vulgar, a pesar de que así lo dice más de un critico del libro de Gibson. De temperamento aristocrático, doblado de esteticismo, atraído por la acción directa, es decir, por la violencia, capaz de aceptar, aun en parodia rural y pobretona, la teatralería fascista, José Antonio Primo de Rivera era un hombre sincero. Cuando llegó a radicalizarse, allá por los finales de 1934, se desengañó de las posibilidades de apoyo que podía recibir de la interesada derecha (que no pedía de él más que unos pistoleros y unas partidas de la porra) y llegó a convencerse de la necesidad de una auténtica reforma agraria y de la carga, revolucionaria que habla en principios más teóricos, como el de la nacionalización de la banca, estampado en los puntos de 1934. Pero entre la retórica fascista, los conflictos internos (a veces suscitados por sus protectores » de la derecha) y la difícil lucha política en el ambiente inquieto de la República, nunca se quedó Primo de Rivera a solas con sus inteligentes dudas. Cuando la escisión de Ledesma Ramos (que en poco estuvo no fuera seguido por Redondo), todavía le quedaba a José Antonio para seguir con la manta liada a la cabeza, en medio de las circunstancias ingratas y difíciles, suficiente leal: los escritores como Sánchez Mazas o los terroristas, que ya en todas partes eran muchos. El carácter indeciso e irónico de José Antonio fue otra vez dominado por las circunstancias, lo mismo que cuando al principio pedía «sin fe y sin respeto» un puesto en las cortes republicanas para defender la memoria de su padre, o al final, en Alicante, acusado de haber conspirado con los generales rebeldes a la República, se empeña en separarse del movimiento que ya él veía como inequívocamente reaccionario y ferozmente represivo, y en el que sus partidarios de la «zona nacional» estaban irremediablemente implicados.

La tesis de Gibson en su libro, de que la honradez y el talento de José Antonio Primo de Rivera hubieran podido ser útiles en la política española, es decir, en una política sin violencia y normal, es decir, democrática, les parece ahora a varios críticos del libro insostenible. Realmente, el fundador de la Falange fue toda su vida un prisionero de las circunstancias: su padre se impuso como dictador, rompiendo la vida constitucional del país, cuando él tenía veinte años, y la pasión política que arrastró a los españoles cuando cayó su padre, no le dejó tiempo para reflexionar. La gran crisis mundial que conmovió la economía e hizo dudar en todo el mundo de la viabilidad del pluralismo de partidos y de la democracia parlamentaria, lo arrastró a él a ensayar su imitación del fascismo. Del intento no saldría vivo.

Ian Gibson ha escrito un libro excelente, lleno de simpatía por la figura humana cuya trágica historia traza. Para mí, lo más nuevo y original del libro está en su próxima parte. El autor ha reunido allí, con cuidadosa crítica, textos de gran importancia, como la entrevista de Primo de Rivera con el periodista norteamericano Jay Allen, o preciosos documentos de interés histórico que conserva todavía la familia y que Gibson ha examinado y, en parte, transcrito el primero: allí tenemos su proyecto de una paz pactada entre los dos bandos, con la formación de un Gobierno lo más imparcial posible.

«El último José Antonio», sostiene fundadamente Gibson, ,«prefiere el restablecimiento de una república democrática a una España dominada por "un grupo de generales de honrada intención, pero de desoladora mediocridad política", una España en la cual la Falange no contaría para nada». Aun sin estar informado de que el «grupo de generales» ya se había reducido al mando único del más ambicioso, vemos a José Antonio desde la prisión procurando llegar a los políticos republicanos para hacerles llegar su plan de paz. La desconfianza frente a los militares rebeldes se exacerba al sospechar que la actuación de éstos, soberana en una guerra civil, reducía al papel de comparsas a sus falangistas. Desde la prisión en que le hablan encerrado sus pactos con los militares, pactos que ahora le iban a acarrear la pena de muerte, veía bien claro el funesto abrazo reaccionario, que desde el principio quitó toda la verdad a los movimientos fascistas.

Cuando llega el 18 de julio, así el que acaba de pasar, nos duele el viejo ritual que lo rodea. Las banderas, falsas banderas sindicalistas rojas y negras, que los falangistas neófitos de los primeros meses de la guerra civil imaginábamos que iban a ser nacionales, en vez de la rojigualda, esa de que abusan los neofascistas. Y los discursos, sin la chispa retórica ni los aciertos literarios ni la ironía inteligente que tuvieron los de José Antonio. Jefes proyectos y caducos, viejas carrozas vendidas a Franco a precios de saldo y en las que desfila la revolución pendiente.

El libro de lan Gibson nos muestra muy bien lo que el trágico intento en que quedó implicado José Antonio Primo de Rivera tuvo de único e irrepetible. Los iniciadores de la loca empresa fascista y nazi tuvieron imitadores y discípulos. Quizá el más inteligente y dotado de ellos es el que murió ante el pelotón que ejecutó la sentencia del Tribunal Popular de Alicante. Antes de que pudiera presenciar el trágico fin de sus maestros, en 1945, José Antonio Primo de Rivera sucumbía víctima de la guerra civil que él ya había declarado en el programa de Gredos, de junio de 1935. Y trágico es también el destino de sus banderas y sus consignas «revolucionarias», que la Historia, anulando todas las paradojas de su invención, ha reducido a guardarropía de oscuras fuerzas reaccionarias.

Antonio Tovar Llorente es ensayista y crítico literario. Licenciado en Derecho. Doctor en Filosofía y Letras. Profesor de lingüística. Miembro de la Real Academia Española.

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