El biquini del desencanto
Estaban los hermosos biquinis coloreados, estampados, rayados, jaspeados, adamascados, dentro de sus bolsitas de plástico, sobre escuetos maniquíes, en brillantes anaqueles. La muchacha anduvo manoseando la mercancía y escogió dos minúsculas piezas azulencas, aproximadamente treinta centímetros cuadrados de tejido confeccionado por las mejores industrias del país. Quiso saber el precio antes de probárselas y la vendedora contestó que 5.600 pesetas: estaban ya de rebajas. La muchacha abrió su bolso, comprobó que no llevaba tanto dinero encima y, se marchó a casa dispuesta a lucir en las playas de Alicante el biquini del año anterior, que era amarillo.Y mientras regresaba a su casa en un autobús, cuya tarifa era casi tan alta como un pasaje aéreo en Estados Unidos, teniendo en cuenta su nivel salarial de auxiliar administrativa de segunda, se dejó estúpidamente dominar por el desencanto. Había leído algo sobre el tema. Políticos, científicos y ensayistas luchaban con heroísmo contra el desencanto de las nuevas generaciones, sus peligrosas tendencias hacia un pasotismo comodón, anarquizante e irresponsable; su menosprecio de los establecidos valores de la sociedad y su entrega a vicios absurdos, como el desánimo, el ocio, la música y el porro vespertino. Ella se había defendido hasta entonces de tamaños pecados, pero de pronto, en el hirviente, retrasado y lento autobús, dejóse hundir en la tentación.
Tuvo que dedicar toda la tarde de aquel sábado y la mañana del domingo a reponerse de la súbita constatación de que estaba viviendo en el país más caro del mundo y a descubrir las justas razones para que aquello pudiese ella, tan frágil e ignorante, soportarlo. No tenía que desencantarse porque el ex muy honorable Tarradellas se hubiera asignado una jubilación, después de dos años y medio de trabajo, de más de medio millón de pesetas mensuales y vitalicias para él y su familia. No era causa de desencanto que el país sufriera un déficit de 500.000 millones de pesetas en el año en curso y que parte de ese dinero brotara como una rosa podrida del biquini que había deseado comprarse.
Al fin y al cabo, los gastos eran muchos, y la mies, poca. Una amiga suya que trabajaba en la Televisión de secretaria tenía coche oficial, conducido por chófer oficial, que la recogía y devolvía diariamente a casa. El partido político extraparlamentario PANCAL había «denunciado» hacía un tiempo que el presidente del Consejo de Castilla-León, señor Reol de Tejada, cobraba casi 800.000 pesetas mensuales por sus cargos públicos. El asesor fiscal de su padre había comentado a éste que al hacer la declaración de la renta de un señor diputado no había incluido su sueldo parlamentario porque estaba exento de impuestos y en el papel oficial se afirmaba que lo cobraba «como indemnización». También el padre había dicho que la representación olímpica española era la más numerosa de Europa occidental, aunque el país no fuera el más rico para pagar los gastos ni el más esperanzado en medallas.
Por lo demás, un periódico hablaba de los espléndidos sueldos que cobraban en su retiro los «260 ministros y asimilados». Y, hablando de ministros, le vino a la memoria lo que le contó otra amiga suya que era azafata. Toda la primera clase de un vuelo Madrid-Murcia estaba ocupada por un ministro, su esposa y funcionarios y funcionarias consortes, incluido uno de los veintitantos asesores (y señora) maravillosamente pagados de que aquel ministro disfrutaba gracias a la subida del precio de los biquinis. La azafata oyóle decir al ministro que se dirigían todos a presenciar una función teatral, a fin de que la primera actriz -doble o triplemente asesora del ministro, por lo demás- fuera consciente de que el señor ministro no estaba enfadado, ni mucho menos, con ella.
También la azafata conocía las multitudes paniaguadas que integraban los viajes presidenciales extrafronterizos y a algunos de los pasajeros de los Mystères que se movían por los cielos patrios como urogallos en fuga, siempre de un lado a otro llenos de ministros, ministras consortes, asesores, funcionarios, fotógrafos de cámara y periodistas subvencionados. Su novio, maître de restaurante de lujo, le habló también una tarde de los suntuosos menús que había ido anotando para una cantidad absolutamente terrorífica de comensales costeados en parte por la sección de biquinis, le habló de misteriosas cosechas de vinos secretos que fluían entre tantos servidores del contribuyente como los chorros del Niágara.
Eran de una palmaria y elemental justicia tanto déficit y los precios de los biquinis. Los peneuvistas vascos, que no aparecían por el Parlamento hacía meses, habían exigido al cajero que les enviase su salario -cosa de un millón y pico al mes- y se habían enfadado mucho cuando se filtró a los contribuyentes la noticia de que deseaban cobrar sin trabajar, porque la política debe ser siempre un arte de servicio, esclavo, secreto y bien remunerado. Por otro lado, era notorio que los parlamentarios tenían tres meses de vacaciones al año (más que un catedrático). Y que si ellos, los alcaldes y demás sacrificados por el pueblo se subían constantemente los altos sueldos era para abandonar otras tareas y mejor dedicarse al servicio de la comunidad. Claro que no había noticia de ninguno que hubiera abandonado su cátedra, su negocio, su asesoría financiera, su consejo de administración, con lo cual parecía que muchos cobraban cinco u ocho sueldos, entre públicos, privados y reptílicos. Eso sin contar con los privilegios del cargo, que a veces hacían extensivos a su familia, como aquel diputado alicantino que colaba a su hermano en los aviones de Iberia con el carné del Congreso.
Estaba el Estado lleno de políticos, funcionarios y gentes que necesitaban vivir holgadamente en base a su dedicación a los demás. Era, pues justo que los biquinis costaran más de mil duros y que la vida resultase tan difícil; que un país medio desarrollado fuese dos o tres veces más caro que cualquiera de sus vecinos, donde las gentes vivían mucho mejor y no caían en la torpeza del desánimo, la indiferencia, el absentismo electoral y la desconfianza hacia sus dirigentes.
La muchacha pensó que recordar tales informes podría ser sospechoso de mala baba y socavar los cimientos de la temblorosa democracia, y que pedir menos corrupción pública, legal o ilegal, se iba a interpretar como una llamada al general muerto. De modo que el domingo, por la tarde, se había curado de su desencanto -aunque jamás había estado encantada, para ser precisos- y se dispuso a correr a la playa con su biquini amarillo pasado de moda.
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