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Tribuna
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Desde mi puesto en el Consejo de Rectores

La decisión del Consejo de Rectores de Universidad del pasado día 19 de junio sobre los nombramientos de catedráticos por vía directa ha conmovido la opinión, y así han vuelto a airearse una serie de cuestiones referentes a la institución universitaria, ahora sobre todo desde el ángulo de su funcionamiento y de los planteamientos ideológicos.En contra de la reacción que ello ha provocado al parecer entre varios rectores, he de afirmar que a mí no me preocupa en absoluto que el episodio sea objeto de debate público. Al revés, y quizá por haber vivido tanto tiempo sin que los medios de comunicación se hiciesen eco de verdaderos problemas de la sociedad, creo que todos saldremos ganando, si otro aspecto de la universidad es discutido por quienes tengan algo que decir al respecto. Y que no se me achaque el haber guardado silencio hasta el momento presente. Como diré creo haber cumplido con mi obligación en la sesión del consejo, pese a ciertas reticencias de tipo formal, que también razonaré. Preferiría, sin embargo, se pronunciase antes la junta de gobierno de la Universidad de Barcelona, cosa que ha hecho en su reunión del 9 de los corrientes, con lo que mi actitud, al dejar de ser únicamente personal, queda fortalecida sobre manera.

La verdad es que la decisión del Consejo de Rectores es desconcertante. Desconcertante y, además, ¡lógica. Como se ha dicho y repetido, el consejo aprobó cinco propuestas de catedráticos por nombramiento directo y rehusó las cinco restantes. Todo en un clima muy tenso, y con amenazas de abandonar la sala si se hacía votación pública. La discusión fue larga, muy larga, hasta el punto de que, cuando llegó el momento de la votación, el ministro había tenido que ausentarse. Los resultados de la votación, desde luego secreta, se obtuvieron por mayoría, y, en el caso de las propuestas rechazadas, los votos positivos oscilaron entre catorce y nueve sobre 32 votantes. Digo, pues, que el veredicto desconcierta y carece de sentido. Si la mayoría del consejo no hubiese aprobado ninguno de los diez nombramientos propuestos se podría concluir que los rectores, por fidelidad al procedimiento tradicional de las oposiciones, se negaban a aceptar el ingreso al cuerpo de catedráticos por un camino distinto, y que desconfiaban ante la novedad. Que esto pesó es indudable, ya que ninguna propuesta se hizo por unanimidad, ni mucho menos. Pero no es menos indudable que se interfirió un criterio ideológico, como se ve, porque los candidatos rehusados unen a su gran categoría intelectual y profesional una manifiesta significación de izquierda. Nadie puede pretender. pues. que el consejo permaneciera al margen de determinadas actitudes.

Honestamente he de reconocer que yo expresé ciertas reservas en cuanto al procedimiento para nombrar catedráticos por vía directa. Reservas que no podían sorprender a nadie. Sabido es que quienes estamos hoy al frente de la Universidad de Barcelona propugnamos una política de profesorado que no lleve indefectiblemente a su funcionarización, lo cual quiere decir que aspiramos a poseer un profesorado contratado digno y prestigioso, por lo menos como una doble vía, que permita su coexistencia con el cuerpo de profesores funcionarios. Ahora bien, ante el peso de la legislación vigente se nos impone el realismo, y tanto este como la autonomía universitaria que defendemos con ahínco no dejaban ningún lugar a dudas: mi presentación de Manuel Sacristán, candidato de la Universidad de Barcelona a ser nombrado catedrático por nombramiento directo, se convertía así en su defensa ante el consejo, si éste se mostraba reacio. Hechas, pues. las reservas dichas (que el propio interesado no desconocía), me correspondió la honrosa y delicada tarea de hacer la apología de Sacristán en un medio que no le era favorable, y sólo diré que fue a propósito de él que la tensión de los reunidos alcanzó su cota más elevada y más violenta. Por cierto que, informado Sacristán por mí mismo del resultado aciago de la propuesta, su reacción fue para mí una profunda lección de humanidad.

Sin duda, algo pasa que no debiera pasar en nuestra marcha lenta y difícil, hacia la democracia en el país, hacia la autonomía en la universidad. Tanto si los rectores obramos en conciencia como si cedimos a prejuicios, convendría que analizáramos las posiciones adoptadas. Algo pasa. Algo que puede ser un obstáculo grave para sacar adelante la institución que nos ha sido encomendada. Creo que hay que ir, sin ambages, a una democratización de las estructuras de la universidad. Así, ello permitirá que la universidad sea, o vuelva a ser, centro de confluencia de profesores solventes y de profesionales de prestigio, sin distinción de ideológicas.

Antoni M. Badía Margarit es rector de la Universidad de Barcelona.

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