La actuación independiente del ministerio fiscal
Olvidado por las Constituciones clásicas, irrumpe el ministerio fiscal en las modernas como una pieza clave para la construcción, de un Estado de derecho. Defensor de la legalidad, depositario de la acción pública para la persecución de Ios delitos, tutelador de los derechos fundamentales de las personas, los criterios que se le señalen para el ejercicio de esas funciones y el tratamiento que reciba su organización van a afectar muy directamente el grado de libertad y seguridad jurídica de los ciudadanos.En efecto, de que el fiscal actúe sólo cuando la ley se 16 impone, y tal como la ley lo impone -principio de legalidad-, a que someta el cuándo y el cómo de sus intervenciones a criterios pragmáticos o de conveniencia política -principio de oportunidad-, va la diferencia que hay entre constituir una garantía para los ciudadanos a ser un instrtimento de distorsión de la legalidad democrática. Igualmente, entre ejercer sus funciones con órganos independientes, elaborando imparcialmente sus criterios de actuación, a ser un órgano subordinaoo al ejecutivo, que sirva para hacer prevalecer en los tribunales los criterios del Gobierno, va la diferencia que hay entre ser un eficaz medio de realización de la legalidad a ser un mero instrumento de los intereses del partido en el poder.
La opción constitucional es inequívoca a ese respecto: ejerciendo sus funciones por medio de órganos propios y sujeto «en todo caso» a los principios de legalidad e imparcialidad, parece que el futuro fiscal español deberá estar exento de todo influjo extraño o partidista y sometido sólo al mandato de la ley, por cuyo cumplimiento ha de velar. Lo que indudablemente representa la ruptura con una larga tradición histórica, que hacía del fiscal el «representante del Gobiemo ante los tribunales» (artículo 1º del estatuto del ministerio fiscal, promulgado bajo la dictadura de Primo de Rivera), u «órgano de comunicación entre el Gobiemo y los tribunales» (artículo 35 de la LOE, dictada por el anterior régimen). La voluntad de las Cortes constituyentes no pudo ser más expresiva, ya que, tratándose de configurar en el borrador de Constitución, y aun en el texto de la ponencia, al ministerio fiscal, como un «órgano de relación» entre el Gobiemo y el poder judicial, los plenos de ambas cáínaras, rechazaron tal naturaleza para los fiscales de la democracia, suprimiendo en el texto definitivo toda referencia a la relación del ministerio fiscal con el Gobiemo.
El contenido del articulo 124 de la Constitución confirma esa naturaleza independiente del ministerio fiscal: dispone que éste ha de actuar de «oficio o a petición de los interesados», pero nada dice de que haya de hacerlo siguiendo instrucciónes, y, menos aún, órdenes del Gobierno, y señala como una de las misiones del fiscal la de «velar por la independencia de los tribunales», lo que sería incongruente con cualquier intento de instrumentalizar al ministerio fiscal como medio de presión del Gobiemo dentro del poder judicial, e incluso está reñido con cualquier clase de dependencia, pues mal podrá velar por la independencia de otro quien no es por sí mismo independiente.
Esa independencia, que viene también impuesta por imperativos del principió de imparcialidad -quien depende de otro no puede sustraerse a la defensa de los intereses -de la parte que representa, aparece resaltada en la sistemática de la Constitución, al hacer figurar al ministerio fiscal, en su título VI, referente al poder judicial, y no en el IV, que se ocupa del Gobierno y la Administración, señalando así que el ministerio fiscal no es un órgano gubernátivo, sino que pertenece al ámbito de la jtisticia, aunque igualmente subraye su independencia dentro de ella, al no prever su regulación por la ley orgánica del Poder Judicial (artículo 122.1), sino que vendrá regido por su propio estatuto orgánico (artículo 124.3).
Mantiene, sin embargo, la Constitución un vestigio de la antigua vinculación del ministerio fiscal al Gobiemo, en la forma de designación del fiscal general del Estado -pieza clave en una institución que, jerárquicamente, sigue sometida a los viejos principios napoleónicos de unidad y dependencia-, el que será nombrado por el Rey, a propuesta del Gobierno, oído el Consejo General del Poder Judicial. Aunque esa fórmula represente un avance frente al sistema anterior de nombramiento directo por el Gobierno, al elevar el rango de la designación y al hacer entrar en juego la audiencia previa del Consejo General del Poder Judicial, al carecer ésta de carácter vinculante, no es garantía que pueda atenuar la libertad del Gobierno en la elección del designado. Ua desarrollo ulterior de esa norma constitucional, que fuera congruente con el espíritu y el contexto del artículo 124, parece que debiera conducir a la fijación de un plazo para el mandato del fiscal general del Estado y a la previsión de unás causas taxativas para su remoción, tal como se ha hecho ya, respecto del presidente del Tribunal Supremo en la ley orgánica del Consejo General del Poder Judicial. Ese sería el único medio de mantener las posibilidades de independencia del máximo jefe del ministerio fiscal frente al Gobierno que lo propuso, y a los que puedan sucederle, independencia que, de otra suerte, se hará difícil, quedando comprometida la de la propia institución que aquél debe dirigir.
Pero es una constante histórica la tendencia del ejecutivo a buscar mecanismos de hegemonía sobre. los otros poderes del Estado. Por ello no puede sorprendernos que, correspondiendo al Gobierno la iniciativa legislativa, el proyecto de estatuto por él elaborado -y en el que a los fiscales sólo se les ha dado una intervención tardia y mínimano vaya por la vía antes señalada e intente «recuperar» en lo posible al ministerio fiscal para la órbita del ejecutivo. Intento que afloró inconscientemente cuando, en la referencia del Consejo de Ministros que dio cuenta de la aprobación de aquel proyecto, se volvió a hablar del fiscal como «órgano de mediación» con los tribunales, e intento que subyace a lo largo de ese proyecto, en el que, mientras los principios vinculantes y jerárquicos de unidad y dependencia se desarrollan en todo un capítulo, los más liberales y trascendentes de legalidad e imparcialidad aparecen apenas enunciados en el mismo artículo en el que, y pese a la heterogeneidad de la materia, se impone al fiscal la obligación de promover ante los tribunales las actuaciones que el Gobierno interese del fiscal general del Estado.
Si a lo anterior añadimos que se han debilitado en el proyecto, ya enviado a las Cortes, los mecanismos de gobierno que tradicionalmente poseía el fiscal, y se mantiene su vinculación al ejecutivo en materia de nombramientos, designación para cargos de jefatura, corecciones disciplinarias, etcétera, se obtiene un cuadro que poco tiene que ver con el que debiera deducirse de la voluntad constitucional antes analizada, y que representa una regresión a posiciones que parecian superadas, incluso por la ley de Bases de la Justicia, dictada en el anterior régimen y que, paradójicamente, reconocía al ministerio fiscal un autogobierno que ahora se le regatea.
Que eso pueda ser así sin cóntradecir los principios del artículo 124 de la Constitución resulta difícil. Que las Cortes lo acepten, comprometiendo el éxito de la propia legalidad democrática, hemos de confiar que sea improbable.
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