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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

El Consejo de Rectores dice no

LA DISCRIMINATORIA decisión del Consejo de Rectores de rechazar el nombramiento como catedráticos extraordinarios de Carlos Castilla del Pino, Manuel Sacristán, Manuel Castells, Miguel Sánchez Mazas y José Vidal Beneyto, todos ellos conocidos por su militancia o simpatía hacia opciones de izquierda, confirma los temores de quienes creen que la miseria de la vida académica bajo el franquismo no desapareció con el fallecimiento del dictador, sino que se ha instalado en algunas estructuras del edificio universitario y, sobre todo, en la cúpula que lo remata. El más estrecho gremialismo -incluso algunos de los nombres aprobados tuvieron votos en contra- y el horror corporativista a la competencia se han fundido, en la bola negra a los cinco candidatos suspendidos, con la mentalidad del Santo Oficio y la resuelta voluntad de trasladar al mundo de la cultura las marginaciones y exclusiones que dictan el sectarismo ideológico y los compromisos políticos.Se nos dirá que la aceptación por el Consejo de Rectores de Julián Marías, condenado al exilio universitario en la España de la posguerra, o de Juan Marichal, exiliado político que -entre otros notables trabajos- se ha ocupado de devolvemos la obra de Manuel Azaña, hubiera sido imposible antes de noviembre de 1975. Pero la sensibilidad liberal nada tiene que ver con el propósito de, ocupar cátedras para exponer en régimen de oligopolio las propias ideas, sino que se expresa en la voluntad de instalar el pluralismo y el rigor intelectual como fundamentos de la vida universitaria. Posiblemente las sectas ideológicas que con tan lamentable éxito se propusieron, bajo el anterior régimen, desde el Ministerio de Educación y el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, secuestrar en provecho propio y de sus disciplinados y obsecuentes miembros la vida académica, y que entregaron al brazo secular de la censura obras de Miguel de Unamuno y al trabajo denigratorio de los antípodas el pensamiento de Ortega, han comprendido ahora la necesidad del repliegue y la conveniencia de dar entrada en la fortaleza a algunos de sus viejos adversarios. Pero ese mundo académico que asistió impávido, a excepción las renuncias de José María Valverdé y Antonio Tovar, y de las protestas de un reducido puñado de profesores, a la vergonzosa expulsión de sus cátedras de José Luis Aranguren, Agustín García Calvo, Enrique Tierno Galván y Santiago Montero Díaz, no está dispuesto a ceder más que el mínimo terreno posible y a regañadientes. Precisa mente cuando algunos charlatanes de feria tratan de encandilar a la profesión periodística con la bisutería fina de la titulación universitaria, el Consejo de Rectores ha demostrado hasta qué abismos de egoísmo corporativista condujeron los responsables de la política cultural del franquismo y los padrinos de las mafias ideológicas, distribuidores de mercedes y represalias, a ciertos sectores influyentes y poderosos de nuestra vida universitaria, pese a la existencia de un significativo número de catedráticos de notable formación y acreditado talento que lograron pasar entre las mallas de los inquisidores.

Por lo demás, se plantea la cuestión, una vez más, de saber quién custodia a los custodios. En alguna ocasión señalamos que la debilidad del proyecto de ley de Autonomía. Universitaria no radica, como la oposición parlamentaria y un sector del estudiantado sostienen, en la aplicación de criterios de selectividad o la percepción de tasas a quienes puedan pagarlas, sino en los estragos que puede producir el aferramiento a sus privilegios gremiales del propio profesorado, a quien se regala la posibilidad de convertirse en señor de horca y cuchillo del feudo universitario.

Ahora sabemos ya que la «formidable y espantosa máquina» forjada a lo largo de cuarenta años por las camisas azules y los institutos seculares se propone, como objetivo básico, autoperpetuarse mediante un tacto de codos destinado a impedir cualquier renovación que no sea filtrada, a cuentagotas e inevitable. Si un psiquiatra de tan reconocido prestigio como Carlos Castilla del Pino o un profesor de tan prolongada y respetada docencia como Manuel Sacristán, ambos despojados durante la década de los sesenta de la cátedra en sonadas oposiciones que han pasado a la historia como modelos de cacicadas, no tienen entrada en la universidad por sus tomas de posición ideológicas y políticas, ya pueden ir perdiendo la esperanza sus colegas y discípulos.

En cualquier caso, la decisión del Consejo de Rectores es vinculante para el ministro de Universidades, tan sólo por un simple decreto del verano pasado, promulgado por la elogiable decisión el señor González Seara de acelerar el nombramiento de catedráticos extraordinarios. Tanto el partido del Gobierno como la oposición, sin embargo, tienen la oportunidad de instrumentar en el Congreso una ley que, a la vista del escandaloso precedente de anteayer, establezca procedimientos que satisfagan a la sociedad española y a los sectores dignos, tolerantes e intelectualmente valiosos del profesorado. Es de esperar, por lo demás, que los numerosos catedráticos que deben a su talento y a su trabajo su puesto docente, y que saben que la ciencia y la cultura se enriquecen con el pluralismo y mueren con la ausencia de debate, eleven su protesta y nos devuelvan la esperanza en una futura universidad abierta a todas las corrientes y que se constituya en hogar para la investigación, la transmisión de conocimientos y la convivencia ciudadana, basada en el respeto a las creencias y la ideología de los demás.

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