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España y el sueño de la unidad europea

Juan Luis Cebrián

Las recientes declaraciones del ministro Oreja a este periódico, la próxima visita del presidente Carter a Madrid, en una gira que comienza hoy en Roma, las actitudes francesas respecto a la negociación española con la CEE y los problemas y contenciosos que con países vecinos mantiene nuestro Gobierno, han puesto súbitamente de actualidad el debate sobre la política exterior española. Este resulta más interesante cuanto que de manera incomprensible estuvo ausente en las recientes y maratonianas discusiones de las Cortes sobre la política general del Gobierno. Los españoles deben saber, sin embargo, que en un alto porcentaje, su nivel de vida individual, el disfrute de las libertades y la definición final del modelo de convivencia que impere entre nosotros depende de la manera como se resuelva la actual crisis de las relaciones internacionales. Para el viajero que viene de Estados Unidos o de Europa occidental resulta por eso asombroso la poca sensibilidad que el ciudadano español muestra respecto a estas cuestiones y contrasta la polémica interna de nuestra política -en alguna medida teñida de un lamentable y paleto provincianismo con el ambiente prebélico que empieza a enseñorearse de algunas de las capitales occidentales. La situación de España en Europa adquiere matices especiales toda vez que no es miembro de la Comunidad Económica Europea ni tampoco de la OTAN. El hecho de haber estado aislada durante largo tiempo del resto del continente y de haber mantenido, por su parte, lazos específicos con Estados Unidos, demanda por eso una meditación específica sobre el caso español.

España no ha participado en ninguna de las dos guerras mundiales, se encuentra en una situación estratégica de extraordinaria importancia en el Mediterráneo, y tiene lazos históricos y políticos de signo particular con los Estados árabes. Es además el único país del área occidental europea que no mantiene relaciones con Israel, mientras se haya envuelto en los contenciosos entre Marruecos y Argelia respecto al antiguo Sahara español, y a la par mantiene dos provincias -las islas Canarias- en territorio africano y está presente en el norte del Magreb con dos plazas de soberanía (Ceuta y Melilla). Desde principios de los años cincuenta España se encuentra vinculada a la defensa del mundo occidental por un acuerdo bilateral con Estados Unidos de Norteamérica y ocasionalmente el Ejército español realiza maniobras conjuntas terrestres o navales con fuerzas de la OTAN.

España se siente, además, unida sentimental, lingüística, histórica y económicamente al continente suramericano. Esta unión no es sólo un símbolo, ni fruto de una actitud superficial. El reciente encuentro de los cancilleres del Pacto Andino, en Madrid, ha puesto de relieve las estrechas conexiones de todo tipo que existen entre los países que forman dicho acuerdo y la nación española, y es demanda de muchos Gobiernos latinoamericanos que España sirva en algún modo de puente entre aquellas naciones y el continente europeo. Cualquier análisis que se haga de la posición española en el concierto internacional tiene que partir de los hechos anteriormente expresados y del factor añadido de la situación interna de nuestro país, inmerso aún en un curioso período de transición. de la dictadura a la democracia, sin que medie un proceso revolucionario y dirigido en gran parte por personas que en su día detentaron responsabilidades de Gobierno durante el franquismo.

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La llamada de Carter

Las actitudes recientes del presidente Carter en los conflictos internacionales de Irán y Afganistán, su solicitud de boicoteo a los Juegos Olímpicos de Moscú, y de apoyo en las sanciones económicas y de cualquier otro tipo contra el régimen del ayatollah Jomeini, han situado a sus aliados europeos en una posición extraordinariamente difícil, y la propia España no se hurta a esas dificultades.

En lo que respecta a la sugerencia de no ir a la Olimpiada, la actitud americana, contestada por los muchos comités Olímpicos europeos, y seguida sólo a medias por los Gobiernos occidentales, más parece tratarse de una maniobra propagandística electoral que de otra cosa. Sin necesidad de justificar lo injustificable -la invasión soviética de Afganistán-, resulta una evidencia que el boicoteo de los Juegos, además de ser inútil respecto a sus pretendidos objetivos -nadie podría pensar que los rusos se retirarían-, puede significar un grave aumento de la tensión internacional y un deterioro difícil de reparar en las relaciones de Occidente con la Unión Soviética. Víctima primera y principal de ese deterioro será, probablemente, la propia Europa, lanzada a la aventura del boicoteo por la decisión unilateral y apresurada del presidente americano.

La solicitud de sanciones contra Irán, que sólo en cierta medida está siendo apoyada por los Gobiernos de los nueve, aporta otras interrogantes al papel que la Comunidad Europea y las naciones del viejo continente pueden jugar en los conflictos internacionales. El alto grado de dependencia que algunos de los aliados norteamericanos mantienen respecto al petróleo iraní no puede ser paliado solamente con promesas, como las hechas por Carter a los japoneses. El deterioro creciente de las economías europeas occidentales puede verse irremisiblemente empeorado si un nuevo aumento de los crudos o una mayor restricción en el consumo se produce como consecuencia de las sanciones contra el ayatollah. Y, lo que es peor, cualquier posibilidad de mediación europea entre éste y el Gobierno americano amenaza con desaparecer.

Ambas cuestiones, la invasión de Afganistán y el mantenimiento de los rehenes norteamericanos en Persia, ponen de manifiesto la escasa capacidad política del presidente Carter para hacer frente a provocaciones de este género, sin duda, entre otras cosas, porque el protagonismo internacional de la Europa del Oeste ha desaparecido o mermado considerablemente desde que Kissinger ocupara la secretaría de Estado. Una Europa alineada menos incondicionalmente con los intereses americanos, más capacitada para la reflexión ' moral y para la ideación política que lo que es ahora, más unida en sus decisiones y más decidida en ellas, podría, quizá, en un futuro próximo, servir de algo si las tensiones se agudizan entre los dos grandes y sobre todo, podría evitar ser la primera víctima inevitable de la confrontación. Paradójicamente, una Europa menos americanizada le serviría más a América.

Estados Unidos, desde la época de Nixon a esta parte, no aparecen tanto envueltos en la defensa de un modelo de sociedad como en el combate a ultranza del expansionismo soviético. Y si éste, efectivamente, debe ser parado y desarticulado en lo posible, la vieja Europa no puede perder de vista su antiguo papel iluminador del pensamiento y la acción en los grandes momentos del mundo.

La enunciación de la política de Carter como el resultado de la defensa de los derechos humanos no sirve por sí sola cuando se hace un balance de su ejecución. Los americanos han fracasado en sus proyectos de establecimiento de democracias de nuevo cuño por toda la faz de la Tierra. Llegaron tarde a Irán, llegaron tarde a Nicaragua y han llegado tarde a El Salvador. Prácticamente sólo España y Portugal son las excepciones de entre aquellos países que, sometidos hasta fecha reciente a férreas dictaduras que contaban con el apoyo yanqui, han podido evitar el movimiento de péndulo que les llevara a un nuevo sometimiento a dictaduras de otro signo con el apoyo soviético. Por lo demás, la sospecha de que no todo en las actitudes de la URSS se debe a un feroz deseo de expansionismo y de que existen razones que en modo alguno justifican, pero que, en cierta medida, explican desde el punto de vista político o estratégico dichas actitudes, debe ser más analizada. Según este otro prisma, la invasión de Afganistán habría sido una respuesta a la decisión de instalar los misiles Pershing en Europa Central, y no el inicio de la búsqueda del Indico por el Ejército rojo. La eventual inclinación del régimen jomeinista hacia las autoridades de Moscú se debería igualmente a razonamientos de pura táctica y un hecho de que la «revolución o al islámica» no resulte también un peligro serio para los soviéticos. El deseo excesivo de simplificación de que hace gala numerosas veces el Pentágono no debe Impregnar a la opinión pública europea y ésta debe ser consciente de que el maniqueísmo expresado por el ex presidente Nixon en su último y reciente libro no conduce a nada provechoso. Europa no puede emprender una acción creativa en la política partiendo de la absurda tesis de que todo lo que pasa es que en el mundo de hoy existe un malo -la URSS-, y un bueno -EE UU- En todo caso, los europeos podemos y debemos todavía aspirar a ser algo por nosotros mismos y a no dejamos identificar exclusivamente por nuestras amistades.

¿Una unión de mercaderes?

La creación de esta nueva Europa, capaz de no ser subsidiaria en todo y para todo de los grandes dictados de Washington, exige, sin embargo, algunas capacidades que los actuales líderes políticos del continente no exhiben. Los padres de la idea de la Europa unida no pensaron sólo ni primordialmente en un acuerdo económico que la sostuviera, y la reducción del proyecto a lo que la propia izquierda de muchos países occidentales llama «la Europa de los mercaderes» es hartamente dañina para la concreción de esa idea global de Europa que un día fuera soñada. La constatación de las numerosas dificultades que existen a la hora de configurar semejante planteamiento no debe hacer perder de vista, siquiera como sueño, el ideal propuesto. Sin embargo, la insolidaridad de los integrantes de la Comunidad hace temer definitivamente incluso por la formulación teórica de ese ideal.

Volviendo al caso de España, éste resulta del todo ilustrativo. En los dos frentes citados anteriormente -CEE y OTAN- encuentra resistencias e incomprensiones que a nadie benefician. En lo que se refiere a las negociaciones con la Comunidad Económica, las dificultades presentadas, principalmente por Francia, a la integración de España en'6ase a la discusión sobre la política de precios agrícolas y las exigencias inmediatas de la Comunidad respecto al degarme arancelario español en productos industriales hace temer ahora seriamente por el futuro de las negociaciones.

En nuestro país, todos los partidos políticos con representación parlamentaria, el comunista incluido, apoyan de forma decidida la integración en la CEE; pero ésta no ha de producirse a cualquier precio. Y, tras la reciente actitud francesa, hay que preguntarse si terminara o no por producirse algún día. El papel cooperador que España puede representar respecto a América Latina y sus especiales relaciones con los países árabes están siendo minusvalorados por los representantes de los nueve, mientras que el propio Gobierno de Madrid mantiene una incomprensible y censurable actitud de no reconocimiento del Estado de Israel. Sea como sea, las expectativas de una pronta integración de España en la CEE se desvanecen cada día más, y los españoles, que se sentían discriminados por motivos políticos durante el franquismo, se sienten ahora discriminados por motivos económicos y electorales, en un momento en que la democracia española afronta serios problemas de supervivencia.

Pero mientras desciende el interés europeo por la integración española en la CEE, aumenta la evidente presión de los Gobiernos del área y de Estados Unidos para su entrada en la OTAN. Estas presiones -a las que responden, sin duda, las declaraciones del ministro Oreja- desconocen del todo el carácter neutralista de gran parte de nuestros conciudadanos, que no guardan la experiencia de haber intervenido en las guerras mundiales y que se sienten bien en la actual situación. Desconocen también el hecho de que España será anfitrión, este año, de la tercera sesión de la Conferencia Europea de Seguridad, si finalmente se lleva a cabo, y desconocen que el Gobierno de Madrid ha pretendido mantener, hasta fecha bien reciente, buenas relaciones con el Movimiento de los No Alineados. Por último, desprecian la evidencia de que un súbito reforzamiento de los países de la Alianza con la inclusión de España daría imperdonablemente buenos pretextos a la Unión Soviética para intervenir de una forma u otra en Yugoslavia.

El carácter occidental y de aliado de Estados Unidos no va a' cambiar en España por su decisión de entrar o no en la OTAN, y el compromiso activo en la defensa de una Europa de la que se siente parte ha de seguir vigente en cualquier caso. Lo que los españoles demandamos es un poco más de respeto a nuestras posiciones y algún margen de actuación en la definición de nuestro destino. Exactamente le, que debería demandar ahora toda la Europa occidental. La sensación de subsidiariedad absoluta. respecto al coloso yanqui que los dirigentes europeos muestran -con la excepción de Giscard- es más que preocupante, y la meditación sobre los aspectos aquí señalados no debe resultar inútil. Abandonando la polémica sobre la existencia o no de una «tercera vía», Europa debe reencontrar el camino de su autonomía dentro de los conciertos de alianza y amistad con Estados Unidos. A veces, decir que no al presidente Carter no significa necesariamente decir que sí a los dirigentes del Kremlin ni negar la mano ni la ayuda a la nación americana. Significa quizá tratar de poner un poco de racionalidad y alguna ética en un proceso peligrosamente marcado por las irritaciones y los nerviosismos de la campaña electoral en Estados Unidos.

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