Quemar un libro
Era muy de los románticos quemar manuscritos y cartas de amigos, quemar incluso a los amigos -Byron quemando el cadáver de Shelley-, y publicar las cenizas en la Minerva o el viento. Era una representación del suicidio, supremo sacramento del dandismo romántico, como dijera Crépet. Románticos de antes y después del Romanticismo -Sade, Kafka- dejan orden de que les quemen sus libros después de muertos. Como nadie los va a quemar, es una manera romántica de promocionarse más allá de la muerte.Eugenio d'Ors tenía por costumbre de humildad /vanidad quemar su mejor página del año el día de fin de año. Henry Miller propugna incendiar todas las bibliotecas del mundo, pero lee incurablemente, con esa desesperación lectora del autodidacta. Los nazis quemaban libros y judíos porque todo libro es heredero de las culturas más remotas -la hebrea, entre ellas- y porque todo judío es un libro abierto que renueva el pasado religioso y sangriento de la humanidad. En los judíos, en las mujeres y en los homosexuales -tres razas turbadoras por eso mismo- puede leerse muy clara y profundamente al hombre. Son casos extremos de la condición humana, situaciones límite -la Biblia, la maternidad, el sexo como gratuidad-, que nos remiten a nuestros propios límites. Aquí, después de la guerra, en un colegio de jesuitas se organizó, en el jardín, una quema/ ordalía de Platero y yo, y que el autor, árabe-judío, estaba en el exilio, y no se le podía fusilar en Víznar con aquel joven amigo y discípulo, que le llenaba la casa de grillos, en travesura poética para turbar su silencio sagrado y acorchado. Ahora mismo hay en España una juventud de Ray Bradbury, que vive su Fahrenheit epicolírico y quema libros y librerías. Don Ricardo de la Cierva, mutilando la Feria del Libro de veinte o treinta editores importantes, «por falta de espacio» en el tan espacioso Retiro, ha quemado burocráticamente unos miles de libros. El hombre sólo ha inventado la rueda y el libro (que es una rueda de páginas y tiende siempre a la circularidad de la novela perfecta), y quienes prohíben, queman, secuestran censuran o persiguen un libro son siempre ominosos y voluntariosos luchadores contra la Historia.
Yo he quemado ayer mi último libro, Los helechos arborescentes, en la discoteca El Sol, mientras Los Pegamoides le pegaban duro a su rock sucioniadriles, y expliqué por qué:
-Porque antes de que me lo quemen quienes queman libros, antes de que me lo quemen los críticos con sus críticas o su silencio (ninguna llama tan eficaz como la del silencio), lo quemo yo, siquiera sea un ejemplar.
No he quemado el manuscrito, que era lo romántico, porque ya no hay manuscritos. Todos hacemos una literatura de ciclostil. Andrés Amorós tiene en su casa una rica colección de manuscritos literarios: Pérez de Ayala, Juan Ramón, Rubén, Carrére, Manuel Bueno, Baroja, D'Ors, toda una basca, pero a mí, sobre la torpeza del pulso, el fantasma de la artrosis y otros males, se me agrega ahora la rotura del codo. Josefina Martínez del Alamo me hace una entrevista para el Blanco y Negro de mi querido y admirado Martín-Descalzo (el cura más marchoso de España, el único que puede salvarnos de agnosticismo a mí y a mis gatos, que son suyos), y le digo a Josefina:
-Esto es ya vertiginoso. Estoy viviendo la prisa como una segunda juventud.
Habría que volver, al «despacito y buena letra». Una forma de lentificar y alargar la vida sería volver a escribir a mano. En ese libro mío cuento las guerras civiles de España, España como guerra civil, Y he querido hacer metáfora visual del propio libro, trocándolo en llamas. Con el deseo paciente, impaciente, seguro e inseguro de que sea lo último que arda en España. Pero se dice que por Andalucía, ahora mismo están quemando cosechas bien aseguradas quienes prefieren cobrar el seguro a hacer escuela y despensa de este año 1980 de abundancias.
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