Saló o la inexorable perversión del poder
Es evidente que la realización de todo acto humano puede ser analizada desde una perspectiva psicologista y, haciendo referencia a la etapa infantil de formación del carácter, Justificar su valoración moral acudiendo a los fantasmas de la infancia, a las perversiones o deformaciones inevitablemente inoculadas en el individuo en períodos de tiempo en los que éste no puede conscientemente participar en su estratificación.Este modo de operar en el juicio de la conducta humana nos llevaría forzosamente a de responsabilidad moral todos los actos del hombre y, consecuentemente, a justificar tanto la actuación del violador maniático que asesina fríamente a una criatura de tres años como la del dictador que lleva a cabo un genocidio para permanecer en el poder. Tendríamos que convenir necesariamente en la inocencia de ambos individuos y admitir que sus comportamientos son, pura y simplemente, deformaciones o perversiones de su carácter adquiridas durante los tiernos años infantiles. Por este camino deberíamos concluir, para redondear el silogismo, que el género humano está constituido por una raza de irresponsables y que cualquier conducta humana, sea del tipo que fuere, debe ser siempre excusable y justificada por factores exógenos al propio individuo.
La tesis que acepta que el individuo no es ni bueno ni malo, sino sujeto pasivo de las circunstancias, no es nueva. Ya Platón, en su diálogo Timeo, manifestaba: «Nadie es voluntariamente malo. El malvado llega a serlo por algún hábito vicioso del cuerpo o por una crianza estúpida, y éstos son infortunios que le sobrevienen al hombre sin que él los escoja». Desde Freud, al menos, estas nefastas influencias quedan situadas sustancialmente en el mundo de la infancia y tienen todas ellas una clara referencia sexual.
Naturalmente, no voy a ser yo quien niegue esta tesis, con la que estaría en total acuerdo siempre que se utilizase con todas sus limitaciones. Lo que ocurre es que generalmente se suele emplear como único método para el enjuiciamiento de las conductas, y entonces es cuando no deja de encerrar una falacia. Principalmente porque usándola de esta forma no hacemos otra cosa que transformar al ser humano en un ente irracional, con un destino inequívocamente trágico, ya que nada podría hacer por variar las pautas de su comportamiento. Olvidaríamos así la capacidad del hombre para la reflexión, para el propio juicio y, en consecuencia, para la elección de uno u otro acto, para la elección de una u otra forma de comportamiento.
Pero además esta tesis, manejada sin las necesarias matizaciones, no deja de ser groseramente individualista, ya que olvida completamente el entramado social en el :que el hombre habita y se hace persona. Es decir, reconoce las influencias externas que inciden en el hombre, pero dando por supuesto que estas influencias le llegan únicamente de otros hombres tan miserables y desvalidos como él mismo, rechazando el conglomerado de instituciones -familia, escuela, Iglesia, Estado, etcétera- que el mismo hombre ha ido creando a lo largo de la historia, y que a estas alturas no han hecho sino convertirse en una maquinaria de la que el propio hombre es esclavo más que conductor. A título de ejemplo, podríamos aducir que si bien es cierto que no puede consolidarse una democracia sin hábitos democráticos en los individuos que la componen, más cierto es aún la imposibilidad de establecer esta democracia dentro de un sistema totalitario, fundamental me n te porque esto no sería sino una contradicción imposible de resolver..
Vienen estas reflexiones a cuento del artículo «Saló o la pregenitalidad de Pasolini ». publicado por Augusto Palomares en EL PAIS de hace unos días. Nada tendría que objetar yo a la exposición que el señor Palomares hace de la película del director italiano si se limitase a hacer una interpretación psicologista de los motivos y de las intenciones subconscientes de Pasolini al rodar esta cinta y, sobré todo, de la inclusión en el mismo de determinadas escenas que probablemente sean el fruto de! más puro inconsciente del autor, hecho, por otra parte, que suele producirse en la casi totalidad de las obras de arte.
Pero el señor Palomares no se detiene ahí y pretende sostener la tesis antes mencionada para llevar a cabo una interpretación total de la película. Y ahí es donde ya me parece errónea su actitud. Y me parece errónea porque, conocida la travectoria cinematográfica de Pasolini, Saló no puede ser juzgada unívocamente desde perspectivas psicologistas so pena de caer, voluntaria o involuntariamente, en la falacia de convertir la noche en día, justificando con ello todo tipo de conductas y, lo que es peor, de instituciones.
Saló no es «una alegoría de la sexualidad pregenital», como afirma el señor Palomares, o al menos no es eso sólo, y conviene decir toda la verdad para saber a qué atener nos. Saló, por el contrario, es, teniendo en cuenta toda la filmografía anterior de Pasolini -circunstancia que no es posible obviar-, una reflexión sobre el poder y, más aún, una reflexión sobre las perversiones del poder, sobre las inexorables perversiones del poder. Y hay hechos más que evidentes en la propia película para que esto sea así;
Pasolini sitúa la acción de la película en la Italia del Norte durante el período fascista, y esto no es una casualidad ni, por supuesto, una «alegoría de la tiranía familiar», sino, muy al contrario, un hecho concreto y evidente de cuál es el poder que principalmente Pasolini va a analizar. Hay, soldados fascistas, hay camisas negras italianos, hay persecución, rapto y barbarie; es decir, hay poder totalitario. Así, precisamente así, es como empieza la película.
Pero además los cuatro protagonistas adultos son cuatro representantes de este poder. Y no es posible aceptar a los personajes adultos como a niños, sencillamente porque en ningún caso lo son. Los cargos que ostentan son de, por sí representativos, pero además sus fisonomías, consciente mente elegidas y elaboradas por Pasolini, son repulsivas, abominables, porque encarnan ese poder totalitario del que venimos hablando, en contraste con la belleza de todos los niños. Hay una tan clara dicotomía en este aspecto que resulta imposible admitir una textura infantil en los adultos.
Esta dicotomía entre fealdad y belleza, entre repulsión y atractivo -que no son en modo alguno casuales- va a mantenerse y a manifestarse claramente también en las relaciones entre ambos grupos fundamentales de personajes: en todo momento a lo largo de la cinta hay unos personajes -los adultos- que adquieren el papel de verdugos, precisamente el papel que como encarnación del poder les corresponde, y otros -los niños- que toman el papel de víctimas. En ni una sola ocasión este papel es intercambiado, cosa que tendría que ocurrir si verdaderamente la película fuese una fabulación de la sexualidad pregenital. No; víctimas y verdugos perduran en su papel durante todo el filme, llegando a su culminación en las escenas finales, en que Pasolini presenta la más brutal de las torturas, torturas que son precisamente ley común en todas las dictaduras y regímenes totalitarios, pero que se manifiestan igualmente allí donde se constituye el poder, sea éste del tipo que fuere. Y es evidente que esas escenas de feroz tortura no pueden corresponderse de ninguna manera con las perversiones infantiles, con las depravaciones infantiles, porque si bien los niños son efectivamente depravados y perversos, no es menos cierto que también son inocentes, y este detalle jamás se le hubiese pasado por alto a Pasolini y a buen seguro que hubiese sabido salpicar la narración con algunas gotas de ternura.
Pero, por si todo esto fuese poco, queda un detalle, ajeno si se quiere a la propia película en sí, pero que no puede ser extraño al enjuiciamiento que estamos realizando: el anatema que desde las instancias de poder ha caído sobre esta cinta: prohibida, secuestrada y condenada en Italia, impedida su exhibida en Europa, incluyendo esta España nuestra, donde al final puede verse en difíciles circuitos de exhibición y condenada con el calificativo de «S», como si de una vulgar película pornográfica se tratara. ¿No significa esto en realidad que el poder -político en este caso, y seguramente el más pernicioso- se ha visto desagradablemente reflejado en la cinta y por ello se ha opuesto por todos los medios a permitir desvelar lo que debe estar oculto y bien oculto? ¿Hubiese ocurrido lo mismo si la película fuese sólo una alegoría de la sexualidad pregenital?
Evidentemente, Pasolini ha dado en el clavo. Ha sabido retratar de manera genial, y al mismo tiempo de forma repulsiva, la inexorable perversión del poder. Y si lo ha hecho amparándose en el tema del sexo es porque, sin duda alguna -y no es preciso recurrir a ejemplos históricos que todos conocemos-, es precisamente en el terreno sexual donde las perversiones y depravaciones del propio poder se manifiestan de una forma más sustancial, más primordial y, al mismo tiempo, más soterrada y oculta.
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