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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

España, la OTAN y la política exterior

LAS DECLARACIONES del ministro de Asuntos Exteriores que hoy publica EL PAIS suponen una notable clarificación de la posición española en la política internacional, independientemente de los calificativos que dicha clarificación merezca. La anunciada decisión del Gobierno de entrar en la OTAN en el próximo año resulta un anuncio de excepcional importancia cara a la visita del presidente Carter a Madrid, y de inusitada gravedad si se tiene en cuenta que nuestro país ha de ser en el próximo otoño el anfitrión de la Conferencia de Seguridad Europea.En efecto, la decisión unilateral del partido del Gobierno de ingresar en la Alianza Atlántica, sin una amplia mayoría parlamentaria que apoye dicha decisión, y el hecho de hacerlo público meses antes de la tercera fase de la conferencia que comenzó en Helsinki ha de contribuir a enrarecer el ambiente de hostilidad internacional y presagia mayores dificultades que las ya existentes para la celebración de la propia conferencia. Paradójicamente, esta declaración se produce en momentos en que los países euroccidentales se esfuerzan en buscar vías de mediación y diálogo que aminoren la tensión y el ambiente prebélico que la crisis iraní, la invasión soviética de Afganistán y el boicoteo propuesto por Carter a los Juegos Olímpicos desencadenaron en el mundo.

Minimizar la cuestión de la OTAN en una situación como ésta, o no dar la importancia que merece a la declaración del ministro, sería suicida. En repetidas ocasiones hemos manifestado el criterio de que el ingreso o no de España en la Alianza Atlántica merece un debate nacional y hasta una consulta popular. Es indudable que España pertenece al área occidental y defiende los modelos y sistemas políticos y de sociedad en ella imperantes. En ese sentido, España se encuentra indudablemente alineada con la defensa de Occidente y contribuye y contribuirá activamente a ella en caso de conflagración. Pero el reconocimiento de este hecho no obvia otras consideraciones.

La primera pregunta a hacerse es si la política de bloques contribuye a aumentar o no las posibilidades de guerra. Si contribuye, y nosotros creemos que lo hace, independientemente de constatar que al fin y al cabo esta política de bloques es una realidad con la que es preciso contar, habrá que asumir la evidencia de que todo lo que sea reforzar los bloques será también distanciar las soluciones de diálogo y de convivencia o coexistencia pacífica. En estos momentos, la anunciada decisión española resulta tanto más significativa cuando Yugoslavia se debate en una comprometida situación política después de la muerte de Tito y son muchas las fuerzas que presionan desde Moscú y su área por la inclusión del postitismo en el Pacto de Varsovia. El ingreso de nuestro país en la Alianza daría desgraciadamente argumentos, o al menos pretextos de peso, a los soviéticos a la hora de incrementar esas presiones.

La segunda consideración que debe hacerse es el hecho de que España no ha participado en ninguna de las dos guerras mundiales, y grandes zonas de nuestra población son muy sensibles a un espíritu de cierta neutralidad que acompañó la política exterior española, tanto durante la monarquía alfonsina como durante la república o la dictadura franquista. Desconocer este ambiente que se extiende a la derecha y a la izquierda del espectro político y que afecta a zonas de las propias Fuerzas Armadas y otros sectores de influencia social, constituiría un grave error político.

Un tercer punto es la propia contemplación de nuestros problemas de seguridad.

Las fronteras peninsulares de España han sido inamovibles desde hace varios siglos y no se ven amenazadas directamente por el expansionismo que venga del Este. Nuestros problemas de seguridad se concentran, en cambio, en el Mediterráneo y, en particular, en el norte de Africa. El descarado apoyo estadounidense al reino de Marruecos en el contencioso saharaui, mientras España ha pretendido llevar una política de equilibrio entre Rabat y Argel, las reclamaciones sobre las plazas de Ceuta y Melilla, la propia presión internacional sobre las Canarias, son cuestiones que permiten hacer dudar de la oportunidad indudable de integrarse en la Alianza.

La argumentación de que la integración en organismos supranacionales de este género consolidaría las libertades democráticas en nuestro país, es altamente engañosa. El Portugal de Salazar fue miembro de la OTAN, y los coroneles griegos dieron su golpe de Estado precisamente utilizando uno de los planes de alerta y defensa establecidos por la Alianza. Por último, la suposición de que ingresando en ésta marchará mejor la negociación con la CEE resulta infundada, si se contempla el propio caso de Portugal. La exigencia única de que Gran Bretaña devuelva a nuestro país la soberanía sobre Gibraltar a cambio del ingreso en la Alianza equivale, nos tememos, a pagar un precio demasiado alto, y hasta quién sabe si innecesario, a cambio del reconocimiento de un déreclio que la comunidad internacional nos debe brindar al margen de cualquier chantaje o cambalache.

Todo ello no quiere decir necesariamente que España no deba ingresar en la OTAN, sino que se trata de exponer que existen verdaderos problemas -y no sólo ni primordialmente ideológicos o económicos- a la hora de hacerlo. Y este resulta el peor momento para decidirse a ello. El ingreso en la Alianza, si se produce, debe venir precedido de un amplio apoyo político en el Parlamento y en la calle. Hacerlo de otra manera sería una ofensa a los sentimientos pacifistas de millones de españoles.

Por lo demás, hay cosas positivas en las declaraciones del ministro Oreja. La aparente promesa del reconocimiento de Israel desbloquea un tema ya irritante en un país que predica la universalidad de las relaciones internacionales. Y por vez primera vemos a un miembro del Gobierno español hablar con energía y claridad de la tolerancia francesa respecto al terrorismo vasco español.

Además, estas extensas declaraciones del señor Oreja tienen el valor añadido de que vienen a sacar ante la opinión pública los problemas de nuestra diplomacia, hasta ahora celosamente guardados del Parlamento y los ciudadanos.

No obstante, y en el tema de la «pausa» establecida por Francia a nuestro proceso de adhesión al Mercado Común, tanto el señor Oreja, en sus declaraciones de hoy, como el señor Calvo Sotelo, hace 48 horas, pecan como mínimo de irrealistas; no cabe decirle a los españoles que hemos parado el golpe francés o que en la cumbre de Venecia se ha «parado el parón». La «pausa» francesa indica que va a ejercer el veto que le otorga el Tratado de Roma. Arropar la decisión francesa en los matices del presidente «consultivo» de la Comisión Europea, Roy Jenkins, o en la ausencia del tema en los comunicados oficiales es confundir los deseos con la realidad. La única declaración pública del ejecutivo comunitario y la única operante es la de Giscard; no conocemos otra de alguno de los nueve que la rectifique o contradiga. Por otra parte, lo que está en cuestión no es sólo el ingreso español en la CEE, sino el mismo diseño de las Comunidades, que podría sufrir una seria descomposición de no reajustarse política y económicamente. Así las cosas, las perspectivas de nuestro ingreso en la CEE empiezan a escaparse de todo calendario pactado. Más vale hacernos a la idea que autoengañarnos.

Finalmente -e insistimos sobre el anuncio de nuestro ingreso en la Alianza Atlántica a golpe de mayoría simple parlamentaria-, las declaraciones de nuestro ministro del Exterior transilucen el continuado giro derechista del nuevo Gobierno de UCD, que busca irremisiblemente alivio a su soledad política en los arropamientos interiores e internacionales más conservadores.

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