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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Lección de historia

LAS FLORES del mal fueron quienes inauguraron, en la época contemporánea, la larga cadena de censuras y condenas con que los sistemas establecidos han intentado por todos los medios oponerse al avance de las artes, las letras y la cultura, que sólo reflejaban los avances mismos de la sociedad en la que brotaban. La reciente muerte de Henry Miller, el último perseguido, vuelve a poner el tema sobre el tapete.El recuerdo de Baudelaire quedaba ya lejano, así como el de Flaubert -cuyo centenario se acaba de celebrar-, defendiendo ante los jueces las virtudes de su Madame Bovary, que, evidentemente, no eran las mismas que las de sus juzgadores. Pero hasta en las sociedades en apariencia más modernas y democráticas del mundo actual este tipo de censuras y procesos se han repetido casi hasta anteayer, y aún colean algunos. David Herbert Lawrence murió sin poder ver sus libros -El arco iris y la tercera versión de El amante de lady Chatterley- circular libremente en Gran Bretaña, su patria; país que tampoco aceptó el Ulises, de James Joyce, pieza clave de la cultura contemporánea, y que tuvo que esperar treinta años antes de perforar el puritanismo anglosajón. Casi el mismo plazo sufrió la obra de Henry Miller, a quien de poco le sirvió ser miembro del Instituto Nacional de Artes y Letras norteamericano cuando, a principios de los sesenta, un tal Daniel Parker lo denunció por obscenidad ante los tribunales.

Al final, todos ellos, Baudelaire, Flaubert, Lawrence, Joyce y Miller han triunfado, y alguno de ellos hasta llegó a la situación de gloria nacional en vida. Pero es que, además, el viento de la historia en este terreno es un concepto que funciona mucho más claramente, desde luego, que en los torcidos senderos políticos donde se le ha querido encerrar. La evolución de las costumbres en el mundo contemporáneo, la ruptura sucesiva de barreras, las metamorfosis de una ética social todavía en busca de sí misma, dejan atrás a todo ejemplo histórico, por paradigmático que pueda parecer. Hasta el paroxismo helado y didáctico del marqués de Sade pasa a través de Pasolini a las pantallas de los cines sin excesivas conmociones. Sobre todo cuando se le coloca al lado de la refinada crueldad de El imperio de los sentidos. Los testimonios literarios y periodísticos sobre las costumbres juveniles de nuestro tiempo han convertido en cuentos de hadas las obsesiones eróticas del divino marqués o del autor de los Trópicos. ¿Puritanismo anglosajón? Habrá que buscar otros criterios.

Los censores, jueces y escribanos de todas estas historias no han pasado a la otra historia como no sea para formar parte de los cuadros de honor de la pobreza intelectual. Libraron una batalla perdida de antemano. Lo que ha quedado de los jueces de Henry Miller ha sido solamente los insultos que el torrencial escritor les dedicó. El resto es silencio.

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