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La policía utilizó botes de humo en él desalojo de tres pisos de La Elipa

La Policía Nacional tuvo que disparar al menos dos botes de humo, a mediodía de ayer, para dispersar a un grupo de vecinos de la colonia de Santa Genoveva, en el barrio madrileño de La Elipa, que trataban de impedir el desalojo de tres familias que ocupaban una casa de la antigua Obra Sindical del Hogar. Al final, dos de estas familias consiguieron una moratoria de tres días, mientras que José Carlos Quintera, su mujer y su hija, veían sus muebles en la calle, a la espera de que unos vecinos les habilitasen una tienda de campaña en la que pasar la noche.

Al extremo del barrio de La Elipa, la colonia de Santa Genoveva está limitada por los cascotes y el, cementerio. Hace veinte años, la Administración construyó unas casas lineales y simples, como cajas de cerillas, y se las asignó a los beneficiarios del departamento antiguamente conocido como Obra Sindical del Hogar. Hoy, los vecinos saben que el nuevo negociado tiene un largo nombre que responde a las siglas APSUR, que apenas nadie acierta a traducir, y que muchos de los pisos, sobre los treinta, según la asociación de vecinos, están desocupados porque sus dueños declinaron la protección oficial y se fueron a vivir a otro lado.Hace algún tiempo comenzaron las ocupaciones de viviendas vacías. Como siempre, los colonos de las nuevas casas llegaron por instinto o por confidencias; en una colonia como la de Santa Genoveva, en la que los niños son una garantía permanente de ruido y de movimiento, se escucha mejor el escándalo de una casa vacía que el de otra compartida por dos familias numerosas. Cuando alguien se va, una voz innumerable se encarga de llevar la noticia hasta los jóvenes matrimonios que inauguran la familia en chabolas, hasta parejas realquiladas en otros barrios o simplemente hasta ciudadanos que viven entre calle y calle.

Maribel Navarro, por ejemplo, tiene a su marido haciendo la, mili en Tenerife, y a su hija de diecisiete meses en brazos, mientras espera que las órdenes de desalojo que pesan sobre ella sean cumplidas.

A las diez de la mañana de ayer, la autoridad tenía que ejecutar tres desalojos, con una hora de intervalo, de modo que si el programa se cumplía cabalmente, al mediodía tres familias habrían de estar en la calle con una mano delante y otra detrás. Maribel era, es, una de las cabezas. «El dueño del piso que estoy ocupando se marchó y se llevó los muebles».

Otra es José Carlos Quintera. «Vivía en una habitación con mi mujer y mi hija, en casa de mis suegros. Vinimos el 13 de diciembre del año pasado. Sabemos que el dueño anterior también se llevó los muebles».

El asunto de José Aguado es peor: es más viejo que sus convecinos y tiene seis hijos, casi todos pequeños, que es preciso alimentar y educar con un sueldo inferior a las 25.000 pesetas. Vivían realquilados en otro piso cuyo dueño o realquilante «cometió abusos deshonestos con una de las niñas». Tenían que irse a otra parte. Cuando al fin se enteraron que en cierto barrio de Madrid había pisos desocupados desde hacía más de seis años se dijeron que tal vez su suerte iba a cambiar.

Llegan a la colonia furgones de la Policía Nacional, jeeps de la Policia Municipal y ambulancias. El jefe de la fuerza escucha gritos y susurros, y se retira a consultar «a instancias más altas». Los chicos del barrio bordean los cascotes y la ropa tendida, objetos arrojadizos y banderas preautonómicas en el parlamento del patio. Pasan las horas lentamente. Y pasa entre irónicos aplausos, don Justo, el administrador. Acaso alguien está buscando una solución. Sobre las dos de la tarde llegan nuevos furgones. Ahora son ocho, nueve diez. «Vendrán por el relevo». Algunos se van muy pronto. Acaso alguien ha encontrado una solución. Pero el jefe de la fuerza comunica que todas las gestiones han fracasado. La plaza debe ser desalojada inmediatamente.

Súbitamente, algunos chicos empiezan a apedrear desde una de las esquinas. Se oye una voz, «¡Viva la revolución! », y los guardias montan los botes de humo en sus fusiles embudo. Disparan dos veces.

No hay heridos, sino un espeso silencio como el de una casa deshabitada, y otros guardias comienzan a instalar provisionalmente muebles en los pasillos. Se oyen ofertas de algunos vecinos solidarios. «Yo tengo una tienda de campaña; si hace falta...».

Finalmente, un emisario anuncia que dos desalojos han sido aplazados. Las gestiones han tenido éxito: las dos familias que se han salvado podrán dormir intranquilas durante tres días más, justo los que han dado de plazo los señores del ministerio. José Carlos Quintera, no tuvo ayer su día de suerte, y esta última noche la pasó en una tienda de campaña.

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