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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

La alternativa socialista

TRAS su brillante intervención parlamentaria en el debate sobre política general del pasado 13 de mayo, el secretario general del PSOE expuso, en la segunda vuelta del Pleno del Congreso, su programa de gobierno. Lo hizo mediante la lectura de un interminable discurso al que le sobraron detalles y disgresiones técnicas y al que le faltó cierta pasión por las ideas y esa indispensable reinterpretación personal y política que todo líder debe hacer de los argumentos suministrados por sus equipos de asesores para darles vida y hacerlos accesibles a sus oyentes. Aun así, fueron abundantes los aspectos positivos del documento socialista, que arranca del propósito de abordar «los problemas que nos afectan en el momento presente, más uniendo voluntades que empleando la fría aritmética de los números». Felipe González, que pierde cuando lee y gana cuando improvisa, y que dispone todavía de un activo intacto de credibilidad personal, autoridad moral y sinceridad política ante la opinión pública, fue fiel a la tradición socialista europea contemporánea, tan alejada de las nostalgias románticas y de la fraseología revolucionaria de sus críticos, al encarar los problemas de la España de hoy.No les falta razón a los escépticos que señalan que un programa debe ser juzgado no tanto por los fines enunciados como por las medidas instrumentales propuestas. Sin embargo, en la intervención de Felipe González, pese a sus lagunas e inexactitudes, hubo también ofertas llenas de realismo y buen sentido. Así, su discurso propuso restaurar la confianza de los inversores privados mediante el «funcionamiento de un sistema de economía mixta cuya base reguladora es el mercado». Todavía más notable y concreta fue la promesa de proceder a la reforma de la Administración pública, auténtico cuello de botella donde se estrangulan todos los buenos propósitos de nuestros gobernantes, y que UCD parece congénitamente incapaz de realizar. En la crítica situación económica actual, el líder socialista no sacó de los arcones la vieja parafernalia caballerista, sino que se mostró partidario de un «acuerdo nacional sobre el empleo y un programa de mejora de la productividad». En suma, Felipe González no propuso la desarticulación del sistema de producción e intercambio a través de un mercado protagonizado por la iniciativa privada y regulado por el sector público, sino que sugirió medidas para su mejor funcionamiento y su revigorización.

A la intervención de Felipe González se le pueden objetar, sin embargo, varias críticas. Su creencia en la superior legitimación de un Gobierno socialista para suscitar el entusiasmo y la disciplina de la población trabajadora y para frenar las reivindicaciones salariales por encima de la productividad sólo podrá ser verificada por los hechos. También suscitan cierta inquietud las referencias a maquinarias institucionales, como el Consejo Económico y Social o el Consejo de Política Fiscal y Financiera para armonizarlos desarrollos regionales, que tan sospechosamente recuerdan a los armatostes del corporativismo. Pero sería injusto no señalar, al tiempo, que una parte del empresariado español se siente mucho más a gusto con estos artefactos semigironianos que con el rigor de los mecanismos del mercado libre. Finalmente, el discurso del secretario general del PSOE también ofreció alguna que otra falacia económica merecedora de un suspenso hasta septiembre, como los que el señor Lluch extendió contra algún ministro del Gobierno. Por ejemplo, exhortar al crecimiento de la productividad y pedir, a la vez, el ajuste de los salarios al índice del coste de vida, que incluye las repercusiones de las alzas de los crudos, es un doblete resueltamente incoherente.

Frente a la calculada oscuridad y la mazorral jerga jurídico-administrativa utilizada conscientemente por el Gobierno para tratar de sacudirse la patata caliente de las expectativas autonómicas defraudadas, los planteamientos del PSOE no ofrecieron tampoco una alternativa digna de crédito por su viabilidad y por su racionalidad. La impresión de que la clase política no dice lo que de verdad piensa sobre las autonomías, sino que se limita a expresar los mínimos de sinceridad compatibles con los deseos de un electorado artificialmente encrespado no se limita a las gentes de UCD, sino que se hace extensiva a los socialistas.

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La armonización entre libertades públicas y seguridad ciudadana es, evidentemente, bastante más fácil de resolver en el engrasado de las palabras que en el imprevisible mundo de los hechos. Respecto al terrorismo, lo valiente no quitó lo cortés en la intervención de Felipe González. La aplicación de «una respuesta penal y policial que exige la defensa de los ciudadanos y la salvaguardia del sistema democrático» fue compatible, al menos en el nivel del discurso, con la exigencia, a la vez políticamente racional y éticamente humanista, de «analizar las raíces políticas, económicas y sociales de algunas formas de terrorismo». La confianza de los socialistas para abordar con mayor legitimación democrática la terapia política y policial necesaria para erradicar la violencia terrorista marcha en paralelo con la presunción de que la defensa de las libertades públicas, la protección del honor y la vida privada de los ciudadanos, el respeto a la circulación de las ideas y a la libertad de Prensa y la erradicación de aquellos reductos que, dentro del aparato del Estado, sabotean la democracia, pueden ser acometidas con mayor eficacia y credibilidad por quienes nunca colaboraron con el régimen anterior.

En cualquier caso, el buen hacer parlamentario de Felipe González, le volvió a instalar en una elevada cota de estimación pública y popularidad política. Tras las derrotas electorales de los socialistas en el País Vasco y en Cataluña, Felipe González ha logrado recuperar su imagen de presidente potencial si algún día así lo decidieran los votos de los electores y ha confirmado sus dotes para el liderazgo.

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