El papel de la justicia
La sentencia del Tribunal Supremo condenando al director del diario madrileño EL PAIS, Juan Luis Cebrián, ha tenido el efecto mágico de suscitar, por fin, un debate público sobre la justicia española. Esta importante consecuencia, ciertamente, no significa que esa sentencia sea una arbitrariedad sin precedentes ni tampoco que constituya el fruto más exótico de los muchos que diariamente nos ofrecen los tribunales en este país. Los casos más escandalosos de los últimos meses, en los que se ha visto con demasiada claridad una justicia parcial, al servicio de intereses reaccionarios, sólo han servido unas veces para detenerse en la crítica de la jurisdicción militar (la película El crimen de Cuenca, el caso de la «operación Galaxia», los procesamientos de periodistas, la sanción al capitán Pitarch) y otras veces han sido entendidos como problemas gubernativos (torturas policiales, atentados de la extrema derecha, secuestro de libros) o como cuestiones marginales (Herrera de la Mancha, la represión contra la lucha de los parados, los objetores de conciencia). Pero nadie se atreve a señalar el factor común presente en todos estos problemas: una Administración de justicia tan inservible para defender la convivencia en una sociedad democrática como propicia a castigar cualquier gesto nuevo de quienes precisamente se distinguen en la lucha por los derechos democráticos.En los últimos años del franquismo se repetía el tópico de que la Administración de justicia había sido la Cenicienta del desarrollo español. Ahora podríamos decir que es la madrastra de esta democracia.
El problema no se reduce a una miseria de medios materiales que ya resulta proverbial, ni a una corrupción de menudeo que por otra parte existe también en otros sectores de la Administración, ni tampoco el número de solapas penetradas por ciertas insignias. La cuestión está en que es un sector del aparato del Estado que se ha conservado intacto desde el franquismo y que es el que tiene la fuerza coactiva. Su funcionamiento deriva con toda facilidad hacia el servicio de intereses que es fácil imaginar, y no es necesario que ningún Fanjul venga a exci tar su celo. Y si nadie osa hablar de su poder, ello nos da la medida de su soberbia.
No se puede decir, de ningún modo, que al Gobierno de UCD le preocupe excesivamente esta situación. Si durante la dictadura los ministros de Justicia se elegían para mantener buenas relaciones con la Iglesia, ahora tenemos ministros que mantienen la misma secular (del siglo) inepcia gobernante. Cualquier incitación a tomar medidas es rechazada cínicamente con el pretexto de la «independencia del poder judicial», pero cuando el ejercicio de esa independencia debería traducirse en actitudes positivas de defensa de los derechos y libertades constitucionales frente a los excesos del ejecutivo, nuestros jueces permanecen inactivos.
La legislación de excepción aprobada en el último ano en materia penal y laboral ha venido a agravar las cosas hasta un punto tal que nosotros, en cuanto abogados, empezamos a preguntarnos si la concepción teórica de la figura del abogado como auxiliar de la justicia no estará quedando reducida al sentido más cómplice del término, desterrada definitivamente la idea de justicia corrió la posibilidad de oponer la verdad al poder. Sabemos también que hay amplios sectores de la judicatura y de personal administrativo de los juzgados y tribunales que comparten nuestra preocupación y quizá aún estemos a tiempo de reunirnos todos para emprender el análisis serio de la situación, al margen y por encima de las estructuras jerárquicas o corporativas que sólo han servido para ampararla.
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