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Reportaje:El paro, problema número uno de los madrileños / 1

El hambre ha llegado ya a muchas familias de los barrios periféricos

Los pequeños comerciantes saben que la crisis es mucho peor que lo que se dice por la televisión, porque cada vez son más las mujeres que piden artículos alimenticios a cuenta, para luego pagarlos a comienzos de mes. Otras no pueden pagar ni siquiera entonces, y el tendero sabe que las cosas en su casa están ya muy mal, porque la señora en cuestión deja de acudir al mercado, donde a lo mejor lleva comprando durante años. Le da vergüenza y sabe además que no puede seguir comprando de prestado donde ya conocen que no va a pagar.En las parroquias, la gente acude al cura para preguntarle si conoce algún posible trabajo, a que le firme un escrito que le avale ante una demanda de colocación o, los menos, directamente a pedirle algún dinero.

A no ser que ocurra algún acontecimiento excepcional (el debate de la moción de censura en el Congreso, un partido de fútbol particularmente interesante), las conversaciones giran al final siempre sobre el mismo tema: lo caro que está todo, lo difícil que es encontrar trabajo para los hijos, la posibilidad de despido porque en la fábrica se rumorea que van a flexibilizar plantillas, y, al final, la constatación de que no hay luces de esperanza en el horizonte, y la admonición, preocupada y preocupante, «no sé qué vamos a hacer si esto sigue así».

No hay dinero

Y lo malo es que ya no queda nada por intentar. Las ocupaciones estrambóticas, casi aventureras, están ya copadas también. En. cada bloque hay un parado que se encarga de las pequeñas chapuzas de sus vecinos más directos, ya no hay cartón en Madrid para tantos buscadores, y lo que hace apenas un par de años parecía la panacea, la venta de artículos buenísimos y baratísimos por las casas, está totalmente desprestigiada, sencillamente porque no hay dinero para comprarlos.A las nueve de la noche, Florentina, la mujer de Paco, está sola en casa. Su marido salió a las 7.30 de la mañana a trabajar al Club Alameda de Osuna. Ellos viven en la colonia de San Agustín, en Palomeras, lindando con el seudocampo que rodea cada vez más tímidamente la ciudad. Es en la periferia madrileña donde los estragos del paro se sienten con más crudeza. En el centro, la mayoría de la gente mantiene aún sus ocupaciones, allí están los comercios con sus reclamos de rebajas, y junto a ellos instalan sus grandes cartelones los desesperados que cuentan que en su casa están pasando hambre y llaman a la solidaridad -la caridad como concepto está devaluada y, aún más, repudiada, porque trae amargos recuerdos de muchos años atrás, cuando la posguerra.

Para llegar a casa de Paco y Florentina hay que andar casi media hora desde Portazgo o dejarse llevar por el autobús 10 a través de un recorrido que al entrar en el gran Vallecas se hace tortuoso y casi, eterno, un incesante doblar esquinas por el entramado de calles imposibles de Palomeras, de bloques modestos y casas bajas, pintadas de un blanco ya sucio, amalgamadas sin orden ni concierto. Su calle, de la Virgen del Monte, es tan marginal que no tiene ni rótulo municipal, y el visitante sabe que esa es la dirección que busca porque algún vecino ha clavado un cartel pequeño que lo anuncia.

Su casa es la última de la última calle. Más allá hay un descampado en el que se han clavado palos largos, unidos por cuerdas, utilizados como tendederos. Después hay una suave pendiente y, muy lejos ya, las vías de algún tren. Geográficamente, son los últimos de Madrid, y gracias al trabajo de los hijos no son los últimos también económicamente. Paco trabajó quince años en Fundiciones, SA. Era machero, y en septiembre de 1976, cuando regresó de vacaciones, se encontró con una suspensión de pagos, gestionada por uno de los Arias-Salgado, como abogado de la empresa, y se encontró en la calle, con 30.000 pesetas de liquidación y 200.000 de indemnización. Menos mal que uno de sus hijos, Paco, trabajaba como electricista. Para Paco, en aquel otoño, el problema no era angustiosamente económico, sino de frustración personal. ¿Qué puede hacer un parado de 49 años cuando ya el mercado de trabajo empieza a fallar? Tres años más tarde, cuando hacía uno que Antonio, otro de sus hijos, había encontrado trabajo, también como chispa, en la misma empresa que su hermano, Paco seguía invirtiendo su tiempo en no hacer nada, salvo alguna pequeña chapuza que caía de cuando en cuando. «Pero las chapuzas sólo son solución para gente con pocos escrúpulos, que te cobran 10.000 pesetas por ponerte un grifo. Yo no podía clavar tanto a mis vecinos, trabajadores también».

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Trabajo y edad

En agosto de 1979, el dueño de la empresa de sus hijos se ahorcó en el almacén de material, nadie sabe exactamente por qué. La pequeña industria -eran algo más de veinte trabajadores- cerró, y las perspectivas comenzaban ya a ser muy negras. Todas sus tentativas de lograr empleo se estrellaban con el problema de su edad, y hacía tiempo que los dieciocho meses del subsidio (10.800 pesetas al mes) se habían agotado. En el intervalo, Paco Mora estuvo nueve meses convaleciente de una operación.Florentina cuenta lo que pasó entonces: bajar un escalón más, hacerle otro agujero al cinturón, comprar pan y chorizo y renunciar a las golosinas, que son muy caras y no alimentan. Paco, el hijo mayor, no es problema, porque está en la mili, y Antonio todavía está cobrando el paro (15.000 pesetas al mes), pero Florentina sufre un poco, tampoco conviene dramatizar cuando los otros tres chicos pequeños le piden dinero los domingos y tiene que decirles que no. Su porvenir en los años próximos está ya previsto: seguirán en el colegio hasta los catorce años y luego, si pueden, se pondrán a trabajar.

Robar para comer

Aparte de la angustia que atenaza a un hombre que sabe que su vida depende de su trabajo y éste le falta, su relativa calma externa está amenazada por la falta de médico. Y otra vez la misma pregunta aplicada a otra circunstancia adversa. ¿Qué hacemos si uno de los críos se pone enfermo? Florentina sabe lo canutas, por decirlo suavemente, que lo está pasando su vecina, algunas puertas más allá, Cándida, con cinco hijos y el marido en paro. Y sabe también que la delincuencia está creciendo en el barrio hasta límites que rayan en lo increíble. El otro día, un muchacho entró en la farmacia, con la dependienta y un par de clientas allí presentes, pasó a la trastienda sin decir nada -el gesto amenazador era suficiente- y se llevó varios frascos de no sé qué, seguramente droga, luego abrió la caja, cogió el dinero que había y se marchó. Y nadie dijo nada, por lo que pudiera pasar.La delincuencia juvenil en Vallecas no es admitida, pero sí disculpada en cierto modo, porque no se puede tener a miles de jóvenes sin hacer nada todo el día. Paco tiene las ideas claras en este aspecto: «Mientras en casa haya algo para comer, yo les digo a mis hijos que no se les ocurra robar. Cuando no haya, iremos todos al primer almacén que veamos y cogeremos la comida que nos haga falta. No dinero, ni drogas, que quien roba en ese plan es simplemente un vicioso, pero no voy a dejar que mi familia pase hambre».

Paco está cansado ya y habla secamente, pero bajito y un poco por cortesía. A las siete y media cogió el 10 hasta Pacífico, el Metro hasta Diego de León, transbordó hasta Canillejas y luego unos diez minutos andando hasta la Alameda de Osuna. «Allí hago de todo un poco, cuido las pistas del club, pinto algo, hago de albañil, y así. A las ocho, vuelta a casa, y llego a las 9.30». Ni Paco ni Florentina se fían ya de los partidos políticos ni las centrales sindicales. «El Estatuto de los Trabajadores es mucho peor que cuando Franco, los pactos de la Moncloa fueron un engaño, hemos perdido lo conquistado, hay más paro que antes, y la gente está muy desengañada, porque los diputados y todos los demás lo primero que se han planteado es su sueldo». Florentina no sabe leer, y si en las últimas elecciones votó a la Sauquillo es porque la conocía de verla visitar el barrio, incluso cuando hacía mal tiempo. Es muy dudoso que voten en las próximas.

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