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FERIA DE SAN ISIDRO: DECIMOSEPTIMA CORRIDA

Ruiz Miguel el grande y el toreo total

Con Ruiz Miguel y los Victorino ha llegado no sólo la mejor corrida de la feria, sino el toreo total. Corrida cumbre la de ayer, memorable, completísima, sencillamente porque hubo toros, toros de casta, toros fuertes y astifinos, y frente a ellos -cada cual con las limitaciones que pudiera tener-, toreros de una pieza.Cuando Ruiz Miguel salía a hombros por la puerta grande, entre aclamaciones, teníamos la sensación de que la corrida acababa de empezar. Nos había sabido a poco. Y, sin embargo, no podría decirse que habíamos visto faenas de muleta antológicas. Lo que ocurrió, en cambio, fue mucho mejor: que en cuanto apareció el primer toro por el chiquero, la lidia prendió nuestra atención y la mantuvo en tensión hasta que rodó el último de la tarde.

Plaza de Las Ventas

Decimoséptima de feria. Toros de Victorino Martín, magníficos de tipo y comamenta; fuertes, emocionantes, encastados, mansurrones; el segundo, premiado con vuelta al ruedo. Ruiz Miguel: bajonazo (oreja). Pinchazo y estocada (dos orejas, dos clamorosas vueltas al ruedo y gritos de « iTorero! »).Antonio José Galán: golletazo, pinchazo y estocada (bronca). Golletazo enhebrado y estocada caída (bronca). Tomás Campuzano: estocada (palmas). Pinchazo, estocada atravesada, aviso con un minuto de retraso y descabello (oreja). Lleno. Ruiz Miguel salió a hombros por la puerta grande.

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Lidia, hubo lidia: esta es la noticia. Como había toros, podía y debía haber lidia. En cada tercio, la emoción era creciente. Toros encastados, que aunque tuvieran nobles embestidas transmitían la emoción consustancial a los de su raza. Cada lance, cada pase, incluso cada par de banderillas conllevaba el peligro de ejecutarlo a un toro verdadero, a un toro de casta, agresivo, fuerte y astifino.

Y con este interés y esta emoción, la suerte de varas, que se hizo, siempre completa, en prueba de bravura de las reses, y a su vez para ahormarlas, porque necesitaban castigo. Toda una feria viendo mimar toros! Nos encontrábamos al límite del temor de que la fiesta brava se hubiera perdido para siempre. Pero los Victorino -presencia, agresividad, fortaleza- nos han reconciliado con ella. Hubo toro que llegó a recibir hasta cinco puyazos, ¡y no se cayó ninguno!

Esta es la fiesta auténtica, la fiesta única que llevamos pidiendo durante años, contra el derrotismo entre salvaje y estúpido de todo el taurinismo que ha querido convertir -ha convertido- este espectáculo singular, el más bello y completo del mundo para muchos, en un suceso lamentable, aburrido e injusto, donde los tunantes suplen a los valientes, los mediocres a los artistas, y todo converge en el supremo fin de que unos pocos se lleven el dinero de todos.

Y no es que coincidieran ayer los más quintaesenciados hitos de la fiesta, porque, por ejemplo, los Victorino no salieron bravos; el premiado con vuelta al ruedo no merecía tanto; hubo mansos declarados, y entre los diestros, algu no se preocupó de aliviarse, en lugar de torear, caso Galán, y el otro se llevó una orejita que le pus

en la mano el signo triunfal de la tarde más que su propio arte muletero, caso Campuzano. Fue aún más extraordinario que todo eso: fue que el espectáculo de la lidia se producía tal cual era siempre antes de que el taurinismo hortera mandara aquí, y se demostró que arrebata igual que el primer día en que el toreo se configuró como fiesta.

Pero la tarde nos tenía reservada una página gloriosa para la historia de la tauromaquia. La tarde nos tenía reservado a un Ruiz Miguel en el mejor momento de su vida, lidiador y valiente, en vena de aciertos para poner los toros en suerte, para los quites, para mandar en la plaza, para cuajar faenas asombrosas, de las cuales la segunda fue de época.

Al primero, que se revolvía con enorme codicia, lo muleteó con mucho mando y pasándose los pi tones muy cerca, y le cortó una oreja, a pesar de que mató de un bajonazo. Al cuarto... Era un toro precioso el cuarto, cárdeno claro, mas manso . y reservón, deslucido, incluso de cuidado, que escondía la cara entre las manos. Se fue a bus carlo a los medios y, tras unos pases de tanteo, lo citó con la derecha. La muleta adelante y abajo, tiró del toro, se lo pasó por la faja con tem ple impecable, mandó en el viaje hasta colocar al Victorino en el sitio exacto para el siguiente muletazo Al primer pase -un olé profundo brutal- puso la plaza en pie; al segundo, las gargantas enronquecían gritando: « ¡Torero, toreo!», al tercero, la petición de oreja era clamorosa. El de pecho, tres redondos más y desplante rodilla en tierra. La faena estaba hecha, el triunfo, consumado. No llevaba la espada, y esa fue, como tantas otras veces, su equivocación. Acababa de pedir la muerte del toro, ya absolutamente dominado,- la pedía el público, la pedía la lógica. Recordamos esas faenas de los mil pases al borrego, el martirio de las figur, tas que aturden con cantidad lo que son incapaces de ofrecer en calidad. Torear no es dar pases. Torear puede ser -fue ayer- media docena de muletazos, ínstrumentados a ley a un toro difícil. Con media docena de muletazos, Ruiz Miguel el grande, torero de época, alcanzó un éxito memorable.

«¡Torero, torero!», era el grito. Lloró el diestro, se nos hacía un nudo en la garganta. En la corrida se habían producido altibajos: dos grandes pares de Manolo Ortiz, violencias y precauciones de Galán con dos toros violentos, voluntarioso Campuzano con uno de media arrancada y otro pastueño. Bueno, es irrelevante que no se alcanzara la perfección. Habían triunfado el toro de casta, la lidia, un torero excepcional. El triunfo clamoroso de Ruiz Miguel era el triunfo de la fiesta misma.

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