Isidoro
Toda la marcha verde de Felipe González a través de la democracia, la reforma, el socialismo, las elecciones, los consensos, las rupturas, los congresos del partido y los otros, el «Marx ha muerto » y las cabalgadas a lomos del caballo de Pavía, con Alfonso Guerra en la grupa, como jinetes del espacio y extraños en la noche de los tiempos, todo eso, digo, no ha sido sino un lento, penoso y periférico reencuentro de Felipe con Isidoro.Isidoro era aquel capa socialistilla, aquel novillero sin suerte sevillana, aquel laboralista de las capeas del antifranquismo por el hondo Sur, aquel quinqui ideológico y adolescente de las pintadas relámpago en la Universidad, donde respondía, al pasar lista el catedrático (algunos catedráticos de cuando el Régimen pasaban lista) al nombre de Felipe González. Con el desembarco de la democracia en España y las primeras elecciones generales, no sólo el país se parte en dos, que es lo suyo, derechas e izquierdas, socialistas y reformistas conservadores de la ucedé, sino que el propio líder González también se parte en dos; Isidoro por un lado, el niño bueno y malo de la clandestinidad, y el líder Felipe González por el otro lado. Isidoro es, o era, a Felipe lo que el olvidado e inolvidable Blasillo a Forges, o sea, el niño interior y salvador. Todos llevamos dentro ese niño y a medida que nos vamos separando u olvidando de él, vamos siendo su padrastro lejano, su verdugo o, sencillamente, nosotros mismos, unos señores adultos que quieren mejor despacho y más moqueta. Lo peor que puede pasarle a uno es creer que es uno mismo. En un artículo mío escrito e impreso antes de que Felipe volviera a encontrarse clamorosamente con Isidoro, en el primer capítulo del serial televisivo que estos días continúa (artículo del que ahora reniego), señalaba yo ese desdoblamiento Felipe/Isidoro. Felipe González dejó a Isidoro para siempre en el reformatorio deniños-privados-de-ambiente-familíar, al cuidado de algún rastrillo de izquierdas.
O sea, que lo que hay que celebrar, más que la moción de censura, más que el acto de implícita preinvestidura, más que la revelación parlamentaria de un parlamentario como Felipe González, que estaba ya tan revelado, es el reencuentro de Isidoro consigo mismo, de Felipe con González, de las dos o tres personas en una, con o sin Marx, pero bajo la mirada bonancible, sorprendida, complacida, televisiva y un poco socialista del pueblo en general. Ha sido, sí, como un recurso folletinesco y galdosiano de Fortunata y Jacinta, donde Suárez no sabía si era Fortunata o era Jacinta, pero Felipe ha sabido de pronto y por fin que él era y es Isidoro. Los halagadores inversos o admiradores dañinos, que los hay, dicen estos días por los pasillos del Congreso:
-Hay que ver cómo ha madurado este Felipe, lo que ha crecido este muchacho.
-Usted que lo diga. Y lo alto que está. Hecho todo un parlamentario.
Felipe no ha ido acuñándose parlamentariamente con el tiempo y los consensos, sino que, en un viaje hacia atrás, a la busca del tiempo perdido, dejando tras de sí una estela de votos de menos, ha recobrado proustianamente, mediante la memoria colectivo/involuntaria, al niño que fue, el Isidoro silvestre, rupestre, campestre, que es quien está hablando estos días en el templo parlamentario, niño perdido entre los doctores de los peores y mejores doctorados políticos. La sinceridad, la emocionalidad, la crucialidad, la verdad, la legitimidad, la juricidad que trasciende de sus intervenciones, no es tanto cosa del líder Felipe González como de Isidoro, pastorcillo andaluz, remoreno, adolescente y rebelde, que se ha hecho una flauta con una caña, a punta de navaja cabritera, y viene de pronto a Madrid para encantar con su flauta la ciudad del desencanto.
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