Juanita Reina y señora
Ella es... ésa. Ahí está, Juanita Reina, milagrosamente en pie, pálida todavía, nerviosa, surgida de las profundidades oxidadas de la férrea posguerra, removiendo la cálida estancia de la gran sala Windsor, parpadeando con devota bravura ante la luz infiel y anaranjada. Mariposa de alas azules, da la vuelta, muy erguida y briosa, al redondel del escenario alzado. Y mira rectamente a los ojos de sus respetuosas compañeras: Lola Flores, Pilar Franco y Marujita Díaz. Ella es la zarza inextinguible, el fuego verde de la raza, la cantaora de una tierra morena y bravía «que sabe reír con pena/y llorar con alegría». (Ni Mao ni monseñor Escrivá sacaron tantas chispas de lo contradictorio en apariencia).Por eso y por mucho más le dicen blancos y agitados labios: «¡Guapa! ¡Guapa!» Y ella, reina y señora, aunque sabe que aquí nos han cambiado las maneras de ser y de decir, repite con el brillo de la espada: «Que me quiten lo bailao; /yo no cambio porque sí». Eso es dureza de España, y no la de Malasaña. Se desmayan los hijos cuarentones, mas, antes de caer, se aferran con sus manos ensortijadas a los pliegues marchitos de los espejos vengativos.
Volamos a través de una fragancia que sale de esa fuente cantarina: «Háblame con fantasía,/ no me cuentes realidades». Nada que ver con Borges, zapadores: desea chamusquina de palabras, que el aliento del otro entre más dentro, que su boca parezca, al mismo tiempo, brisa, montaña y río. ¿Qué puede el chicle frente a tanta sed? Insaciable, ella añora, en verdad, aquella boca que conoció otra noche de tormenta. Y sigue por su angosto sendero, atusándose el pelo, tratando a la mejilla como al cráneo del general caído, buscando aquella boca de lobo a la que le promete infinita cordura: «Porque voy a aprender/lo que te gusta a tí. /Yo... te lo prometo». Y esa promesa misteriosa, dicha con morros golositos, es hilillo de voz y alarido fanático, además de peonza y espejismo interior de Mater Dolorosa. Arroja la jauría, nocturna y casi huérfana, rojigualdos claveles.
Hay claveles y cascabeles. Y un coro nacional que canta: «¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!» Porque ella se la ha puesto en bandeja: «... Y las hembras cabales/cuando nacen ya vienen/pidiendo guerra». Lo repiten ancianos y donceles, travestidos, guardianes y llaveros, Manolo Escobar, Fernando Sancho y José Vélez, Mikaela y un doble de Julio Iglesias: «¡Guerra! ¡Guerra! ¡Guerra!» Ella, Juana de Arco, con la Giralda al fondo del combate, sufre alucinaciones bélicas: «Esta noche te oía/que, con voz apagada,/me llamabas a mí,/a mí, a mí, a mí...» Y se muerde los dedos con tal furia que Irene Papas retrocede a las ondas sombrías de algún grupo rockero apodado Iceberg o Tequila. Luego, púdicamente, como recién casada, Juanita Reina solicita unos minutos de paciencia, pues tiene que cambiarse de vestido.
Vuelve la mariposa, de rosa y negro. Con esbelto cansancio, en plan tajante y desde el luto histórico, va y se lo dice a ellas, Lola, Pilar y Marujita: «Soy siempre la reina, porque sí». Tranquilidad, que todo tiene un límite: « ¡Qué difícil ser la reina/sin tener reino ninguno!» Pero tiene coplas de sangre caliente, flores blancas en la cabellera y una pregunta mítica que siembra amargura y dolor en la sala: «¿Pa'qué quiero mi alegría/si se ha muerto Joselito?» Ella, cristiana y decente, tiene el llanto en las pestañas y es, como España, valiente.
Lola de España sube a consolarla. Se besan, se abrazan, se limpian las lágrimas. Alguien lo proclama: «¡Sois las dos grandes! » Pero reina no hay más que una.
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