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Tribuna:El debate sobre la moción de censura al Gobierno del presidente Suárez
Tribuna
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Los fantasmas del Parlamento

La feliz concurrencia de dos accidentes, la presencia de TVE en el palacio de las Cortes y la presentación de una moción de censura por parte del PSOE ha producido el milagro: los españoles han descubierto que el Parlamento existe y algunos -pocos- hasta han comenzado a creer que pueda servir para algo. Por eso conviene recordarles que el Parlamento, como todas las grandes instituciones, tiene sus fantasmas, y que los del nuestro son particularmente activos y obstinados: consenso, bipartidismo, mayorías estables, etcétera.El consenso es una de las categorías con peor fortuna entre nosotros. Y ello a pesar de la accesibilidad de textos como el reciente (1978) número monográffico de la revista Pouvoirs, sobre el tema. La mayor parte de nuestros políticos y de nuestros analistas la han maltratado sistemáticamente confundiéndola con el pacto coyuntural entre fuerzas distintas y antagónicas, que en una situación dada ha sido percibido como necesario para todas ellas y que está por ende limitado en el tiempo y en el alcance a la persistencia de dicha percepción. Cuando hablar, en puridad, de consenso significa referirse al marco que configuran las coincidencias profundas y estables (entre los partidos políticos y las fuerzas sociales dominantes en una comunidad) acerca de la formalización política del modelo de sociedad que todas ellas postulan. Coincidencias que tienen su correspondencia, como luego veremos, en la homogeneidad de la estructura social y que suelen ser causa y efecto de un pasado común que apunta hacia objetivos comunes.

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Parece claro, pues, que el consenso, en cuanto tal, ni ha existido ni puede existir, y que el acuerdo que liquidó formalmente la situación anterior, atribuyendo la iniciativa de la transición y el protagonismo de su ley fundamental a las instancias emanadas directamente del franquismo, a la par que introducía en la legalidad institucional y en la legitimidad político-social a sus enemigos, exigía altas cuotas de ambigüedad para que cupiera encapsular los antagonismos históricos y actuales existentes entre ellos y para que fuese posible simular convergencias básicas y fundantes. Es decir, un pacto eminentemente fungible y mortal.

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Pero las mismas razones que hacen imposible el consenso impiden que exista bipartidismo y alternancia. La polarización en dos grandes núcleos -sea en forma de partidos, sea de coaliciones- de las fuerzas sociales y políticas del país supone que entre ellas exista una compacta identidad en cuanto a los objetivos esenciales y una divergencia sólo parcial por lo que toca a los medios y a los modos, de tal manera que las propuestas políticas que ambas representan sean expresión complementaria de los intereses últimos del sistema y den respuesta global a las expectativas del orden social que las genera.

En Estados Unidos, Canadá, RFA, Gran Bretaña, etcétera, asistimos a la rotación prevista y pautada en el ejercicio gubernamental de dos grandes formaciones hegemónicas -solas o, según los casos, en intercambiables alianzas- que efectivizan y agotan las necesidades actuales de sus respectivas sociedades, porque en ellas la naturaleza de su estructura -estabilidad, cohesión, pertinencia, etcétera- limita la aparición -nivel de lo patente- del conflicto entre clases y grupos a los sectores.y problemas adjetivos y marginales, diluye la evidencia social de la significación antagónica del mundo del capital y del trabajo, y enmarca en límites muy exiguos la posibilidad de cambio, incluso en lo imaginario-social.

Esta fundamentación social del consenso tiene su traducción no sólo en el eficaz funcionamiento del bipartidismo, sino también en todos los otros órdenes de la articulación colectiva de la sociedad, y en particular en la organización del mundo sindical. En las sociedades donde existe un bipartidismo estructural, las centrales sindicales son unitarias, cuanto menos en su ejercicio; en aquellas, por el contrario, en las que se presentan divididas, si no opuestas, ni cabe el bipartidismo ni es posible la alternancia.

Se me dirá que un sistema electoral adecuado puede reducir considerablemente el número de partidos e incluso dejarlo en sólo dos, y los sabios estasiólogos del momento me remitirán al sistema mayoritario anglosajón o al escrutinio uninominal simple. Pero estos artilugios de procedimiento -como, en otro sentido, el que le hemos pedido prestado a D'Hont-, cuando no corresponden a la realidad sustantiva de una situación, se convierten en ortopedia insoportable, y sus consecuencias perversas acaban devorando sus capacidades e invirtiendo el signo de los efectos buscados.

Si en España no son posibles ni el consenso ni la alternancia, tampoco lo es la formación de mayorías estables. Por las mismas causas estructurales citadas, a las que vienen a añadirse razones, menores, pero insalvables, de carácter histórico-político y motivos derivados de nuestros estereotipos vigentes. Que España comparte, justo es decirlo, con casi todos los países de la Europa del Sur y con bastantes otros pertenecientes a las áreas del desarrollo intermedio.

En todos ellos, la construcción de mayorías parlamentarias implica el ensanchamiento por la derecha hasta casi su extrema, sólo practicable cuando ese extremo tenga algún principio de legitimación democrática o cuando no invalide totalmente la credibilidad social del conjunto como fuerza del progreso, y por la izquierda, hasta incluir al partido comunista, hecho absolutamente incompatible con la lucha por la hegemonía dentro de esa mayoría, con las grandes instituciones sociales de esos países, con Washington y con la Internacional Socialista.

Pero es que cuando logra imponerse mediante recursos técnicos en el Parlamento, siempre tiene tristes desenlaces. Piénsese en la operación centro-sinistra en Italia y en el precio que supuso para el PSI o en los sutilísimos enredos parlamentario-gubernamentales de la IV República Francesa, que acabaron, en menos de quince años, con ella. A lo que debe agregarse que es inevitable que así suceda. Porque aun cuando el Parlamento sea, en la actual versión de la democracia, el administrador de lavoluntad popular y el intérprete de la opinión pública, vía los partidos, y aun cuando esta administración y esta interpretación no estén sujetas a un mandato específico, sino a una delegación genérica, todo ello tiene que producirse dentro de ciertos márgenes. Y violarlos o manipularlos es abuso de confianza que los electores no perdonan.

Si la moción de censura que acaba de presentarse -más allá de la pertinencia o impertinencia del procedimiento por su vocación testimonial y moral se utiliza como ocasión y palanca para forzar a corto y a medio plazo una mayoría combinatoria, en provecho propio o en perjuicio ajeno, su intervención habrá sido lamentable. Si, por el contrario, sirve para abrir un proceso de clarificación y aquilatamiento de adónde van y cómo quieren ir las fuerzas políticas españolas, su utilidad será innegable. Es obvio que 1983 está a tres años vista, y que abrir hoy una campaña electoral sería ridículo. Es obvio también que esta Cámara (en relación con la aritmética parlamentaria de los partidos y con la fidelidad de los mismos a sus contenidos electoral-programáticos) no puede generar una mayoría estructuralmente coherente y estable, y tiene que situarse hasta su fin en la perspectiva del gobierno de la mayor de las minorías.

Por eso, lo decisivo en el debate oportunamente abierto por la izquierda, e inteligente y valientemente radicalizado por el PSOE, lo que cuenta no es presentarse como el único, el mejor o el conecesario gestor del pasticcio, sino explicar con la mayor precisión y claridad posible qué modelos de sociedad se nos proponen, qué distingue a unos de otros, qué políticas concretas son susceptibles v de instrumentarlos, con qué plazos y a qué costes. Todo lo demás es o impaciencia o ruido.

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