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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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Una tesis para UCD

Latente durante varios meses -más de los que a veces se piensa-, ha estallado ya a los cuatro vientos la crisis de UCD. Nadie se ha llamado a engaño: la reciente remodelación del Gobierno no ha solucionado tal crisis, ni acaso pretendía tampoco hacerlo; antes bien, una vez despejadas las insólitas y duraderas brumas que en su transcurso se levantaron, ha servido para poner al desnudo, en toda su profunda dimensión, la verdadera crisis, que no era la del Gobierno: que era y es la del partido que sostiene a aquél -sigamos por comodidad el tópico-; que era y es la de la forma de actuar de UCD, no sólo en el área gubernamental propiamente dicha, sino también en cuanto a lo que podríamos denominar su peculiar estilo de afrontar las responsabilidades que hace un año echaron a sus espaldas más de seis millones de españoles.La crisis de UCD tenía que venir. Si todo partido político atraviesa, pronto o tarde, su crisis de identidad, las circunstancias que determinaron el nacimiento de aquélla conducían forzosamente a un rápido planteamiento de cambio. Por muchas y muy fuertes que fueran las exigencias políticas y sociales que llevaron hace tres años a intentar otra vez en nuestra historia la creación de un partido «de centro» -y así lo creía y así sigo creyéndolo-, hay que reconocer que UCD fue fruto del maridaje entre el poder y la oportunidad, y semejante origen, aun cuando los progenitores subsistan, no podía sino producir un fruto raquítico y parasitario, que o busca su propia identidad al margen de aquellos condicionantes o muere con la previsible extinción o, cuando menos, profunda transformación de aquellos factores. Para que UCD cobre por sí misma la convicción de que constituye una pieza indispensable en el juego de un sistema democrático consolidado, la crisis era necesaria y urgente. Alegrémonos quienes, con una voluntad y un entusiasmo no siempre fáciles de alimentar, optamos un día por formar parte de ella.

Pero de lo que ahora se trata es de que UCD salga de esa crisis: salga bien y además salga pronto. En pleno corazón de tal crisis, los signos -hay que reconocerlo- no son alentadores, y el recurso a la utopía constituye el mayor engaño, empezando por los propios miembros de UCD. Aquel partido que el 1 de marzo de 1979 recibía, por voz de las urnas, el exigente mandato de gobernar continúa sumido en la sombra del olvido, el rincón del apartamiento, la burocracia que se alimenta tan sólo de su propia inanición. Las tensiones a nivel regional son numerosas, y aun cuando con razón se aduzca que ello es normal en cualquier partido democrático, hay que reconocer que la cuantía y la intensidad de algunas de aquéllas, en particular últimamente, exceden con holgura los límites de tal normalidad. La comunicación entre sus órganos y -lo que es más importante- entre aquéllos y las bases ha abocado a un largo paréntesis, produciendo como efecto lógico el desinterés, la desconfianza y hasta el rechazo, en un ritmo progresivamente creciente. Y no en último extremo saltan a la calle disidencias de fondo y hasta la puesta en cuestión de su líder...

Las reacciones a tal estado de cosas, hoy tan patentes como la crisis misma, vienen en buena parte lastradas por la consecuencia natural de una situación que se pudre en su misma pasividad: el oportunismo, decuplicado, también por razones fáciles de comprender, en un sistema que si, gozando del poder, por cierto con la irrebatible legitimidad que le dio una victoria electoral. No debe engañarnos la machacona apelación al II Congreso Nacional del Partido: cuanto de razonable, de correcto y de obvio tiene queda oscurecido, a poco que bien se mire, por los verdaderos móviles de quienes encabezan tal demanda, que no son otros que recuperar (sic) la posiciones que creían tener culando, en mayo de 1977, integraron sus grupúsculos a la coalición centrista, subiéndose al carro del vencedor a cambio de un asiento en el Gobierno, que ahora se les ha antojado un simple «transportín» indigno de su ejecutoria. Cuando los llamados «barones» de UCD re¡vindican su pasado, ¿lo extienden muchos de ellos, a la etapa anterior al 22 de noviembre de 1975? Pero sobre todo, cuando reivindican las fuentes ideológicas, ¿no paran a pensar que el «humanismo» (cristiano), la «concepción liberal progresista» y el «sistema de economía de mercado corregido y socialmente avanzado» son bienes mostrencos que a nadie en exclusiva pertenecen y que UCD hizo suyos, con el beneplácito de todos aquéllos, con ocasión de su primer congreso?

Nadie tiene autoridad, ni menos legitimidad histórica o moral, para retirar como suyos los principios en que se asienta la ideología de UCD, y sólo puede y debe, si en verdad los comparte, exigir que tales declaraciones informen en la realidad la trayectoria de aquélla en todos los ámbitos de su actuación, comenzando por el propio Gobierno. La base ideológica de UCD no puede ser secuestrada, sino tan sólo reafirmada y -si preciso fuera- corregida en un congreso democráticamente organizado y democrático también en su desarrollo. Sólo desde la coherencia moral de cada uno se puede afrontar la apremiante tarea de consolidar y relanzar UCD. Y sólo cuando y cuantos muestren tal coherencia podrán denunciar otros secuestros mucho más solapados y arteros, cual es el intento de mediatizar los foros naturales de la discusión interna o sustituir éstos por organizaciones paralelas, sin otro fin que la perpetuación de los dirigentes ni otro cimiento que las antaño conocidas «adhesiones inquebrantables». Síntomas preocupantes de esto tampoco faltan en los últimos tiempos, pero si resultasen ciertos no faltarían quienes, con legitimidad de orígen, pero además con legitimidad de ejercicio, se levantarían unidos tanto contra unos «padres fundadores», que mantuvieran tercamente la propiedad exclusiva y excluyente de sus dogmas, como en contra de una asónada que, desde círculos íntimos y herméticos, pretenda servir el caramelo envenenado de una concepción carismática y solipsista del liderazgo que excede los límites de la tolerancia de cualquier sistema democrático.

Sin el menor deseo de escándalo a los creyentes ni propósito irreverente, yo me permitiría, como colofón, traer aquí algunas palabras de la primera epístola paulina a los corintios, donde, a propósito de la «variedad en la unidad», pueden leerse: «Pues a la manera que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, constituyen un solo cuerpo, así también Cristo, porque en un mismo espíritu todos nosotros fuimos bautizados, ya judíos, ya griegos, ya esclavos, ya libres... y a todos se nos dio a beber un mismo espíritu. Si dijere el pie: «Puesto que no soy mano, no soy del cuerpo», no por eso deja de ser del cuerpo. Y si dijera el oído: «Puesto que no soy ojo, no soy de cuerpo», no por eso deja de ser de cuerpo. Si todo el cuerpo fuera ojo ¿dónde estaría el oído? Y si todo oído, ¿dónde el olfato?... Mas ahora muchos son los miembros; uno empero, el cuerpo». La traducción -y la moraleja- me parecen innecesarias, pero no por ello evitables.

José María Martín Oviedo es diputado de UCD por Avila.

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