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Vallecas paró ayer por el asesinato de un sastre

Comercios y bares de Vallecas cerraron ayer para protestar por el asesinato de un sastre del barrio, Antonio Durán, que el sábado último cometió el error de salir en persecución de dos muchachos que acababan de robarle la recaudación del día, apenas 15.000 pesetas. Dos tiros acabaron con su vida, como unas semanas antes hicieran otros atracadores con la estanquera Pilar de Andrés. También en aquella ocasión los comerciantes vallecanos decidieron cerrar para poner de manifiesto su solidaridad.

Tras el cierre de todo tipo de establecimientos públicos, varios millares de personas se sumaron a una marcha silenciosa de duelo, iniciada después de la misa funeral en la iglesia de San Diego, para llegar, pasada la una de la tarde, al depósito de cadáveres de Santa Isabel. Desde aquí salió el cortejo fúnebre hacia el cementerio de la Almudena. A fin de evitar que los silenciosos manifestantes tuvieran que realizar otro trayecto largo a pie, un delegado del ayuntamiento que se encontraba en el lugar puso a disposición de todos varios autobuses de la Empresa Municipal de Transportes.La barriada madrileña de Vallecas está hondamente sensibilizada a los sucesos de sangre desde la arbitraria muerte de la estanquera Pilar de Andrés, en otro asalto. Como entonces, el asesinato de un convecino se les antoja un hecho injusto y, sobre todo, enormemente próximo, y les hace pensar que la vida de un pequeño industrial o de cualquier persona abocada al trato diario con el público depende de impulsos, muchas veces enfermizos, de un delincuente.

En ambos casos, las víctimas cumplían un horario comercial, como el de casi todos los residentes en Vallecas; en ambos casos, el atraco fue simple y cruel. A Antonio Durán, por ejemplo, lo mataron después de quitarle 15.000 pesetas recaudadas en su tienda de confecciones. Una vez que habían conseguido el dinero, uno de los asaltantes le disparó al pecho. Cansado de que le robaran impunemente, el sastre salió en persecución de los ladrones. Ese fue su error. Murió sobre la acera, de pronto, como Pilar de Andrés.

Seguramente cada uno de los vallecanos se sentía ayer Antonio Durán, como se habían sentido hace unas pocas semanas Pilar de Andrés. A las once de la mañana se congregaron en la iglesia de San Diego, situada en la avenida donde tenía su comercio Antonio Durán, con el propósito de ser muchos y de no gritar.

Entierro silencioso

El silencio había sido una consigna propuesta por los familiares de Antonio; la participación multitudinarla prometía ser la, mejor prueba de la solidaridad y la indignación del barrio. Después de la misa funeral, varios miles de personas, unas 6.000 según fuentes de la Policía Municipal y unas 12.000 según uno de los encargados de supervisar el acto de duelo, se pusieron en marcha hacia la glorieta de Atocha, lentamente y sin decir nada, seguros de que portaban un dolor íntimo, pero incontestable. En algún momento, pequeños grupos de jóvenes hacían en voz baja serios proyectos de venganza, grupos de jubilados hablaban de agruparse y, de cuando en cuando, tres o cuatro madres de familia defendían la resignación como única actitud posible.

Esta vez tenían siquiera algunos motivos de satisfacción. «El ayuntamiento colabora hoy estrechamente con nosotros. Las unidades móviles de la Policía Municipal que están a nuestro alrededor cumplen una misión de ayuda, y sólo esa. Las fuerzas del orden ni siquiera han comparecido, porque tampoco era necesario». Un jeep civil portaba media docena de coronas de flores, y un turismo familiar, otras tantas, como primeras entregas del propio coche fúnebre Cuando el féretro salió por la boca del pasadizo que lleva a las salas de velatorios, ningún grito, ninguna consigna. Apenas se oía la voz del delegado del ayuntamiento: «Varios autobuses de la Empresa Municipal han salido de la estación de Chamartín para servirles como edio de traslado». La gente, que había cerrado casi todas las tiendas, en un intento de ocultar toda señal de vida pública en el barrio, comenzó a ocupar lentamente las plazas de un primer autobús que fue desviado de su ruta normal.

El entierro fue sencillo y, a pesar de la alta concurrencia, recogido y familiar. Los madrileños que veían pasar la comitiva se contagiaban inmediatamente del dolor ajeno y apenas si acertaban a hacer cálculos sobre el número real de participantes. Uno de los deudos dio con la clave: «La indignación de los vecinos sólo es comparable a su abatimiento. Por eso, el quedarse en casa con la cabeza baja es hoy también un modo de manifestarse».

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