Chaplin: todo o nada
Una mujer de París
Según parece, Una mujer de París se estrenó en Madrid el 13 de mayo de 1925, en el Real Cinema. Más allá de efemérides, digamos que por entonces Hollywood iniciaba su carrera dorada, al tiempo que el cine mudo alcanzaba sus mejores y postreros momentos, que habrían de finalizar justamente dos años más tarde. Edna Purviance hacía suspirar a los varones desde que el mismo Chaplin la descubriera un día para hacerla su habitual compañera a lo largo de una década triunfante, antes de concederla un personaje trágico, según él pensaba, cercano a la tragedia. Adolphe Menjou, acuñado también por su acertada dirección, encarnaría, a partir de entonces, ese tipo de dandy muy dentro del estilo de la época, galán de moda con gardenia en el ojal que luego conocimos marchito y acabado.Chaplin, después de El chico, se hallaba dispuesto a llegar a la cima con un filme total, definitivo, innovador, capaz de incorporarle al Gotha de los grandes maestros. «Creo», afirmaba por entonces, «que Una mujer de París será la obra más importante de mi carrera», y ya se sabe lo que suele suceder cuando se parte de supuestos tales. En este caso, Chaplin, maestro en matizar sus habituales melodramas con ráfagas de humor que, a la postre, se alzaban en secuencias principales, intenta, como se ha dicho, la tragedia. El humor queda aparte; ni siquiera él mismo aparece salvo unos instantes, quizá para animar un poco tanto negro avatar, tal cúmulo de adversidades. Vista hoy esta historia de amantes fieles e infieles unidos y separados por el azar en un París hollywoodiano, a medias entre el romanticismo y los postreros coletazos de la belle epoque, conmueve más por lo que sugiere que por lo que dice, por lo que tibiamente evoca en la medida en que nos acerca al nacimiento de un medio de expresión no sólo independiente, sino auténtico. Así, este Chaplin, inédito o no, vale más para cinéfilos que para espectadores más allá de sus otras obras verdaderamente completas y universales. Aquellos que buscan los comienzos de la elipsis en la imagen, aquí pueden hallarlos, en la famosa secuencia del tren sin tren, sólo luces sobre el rostro de Edria Purviance; los que hoy desdeñan la psicología en cine pueden reconocerla convertida en reina y señora frente a tanto inútil celuloide rancio. Los personajes se definen por sí mismos o por detalles que alcanzan a veces esa rara perfección de lo exacto e inmutable. A fin de cuentas, el mismo Chaplin afirmaba que el fin del cine no era otro que el de arrancarnos de un mundo poco feliz y llevarnos al de la belleza. También -rasgo común al medio- en ocasiones añadía hallazgos demasiado elementales, pero el caso es que, maestro en su medida, fue capaz de adelantarse a todos manejando a su antojo el tiempo y el espacio, desde los planos cortos a las transiciones, hasta tratar la realidad como los clásicos: sin traspasar un ápice la barrera sutil que tantas veces lleva camino del fracaso. Por ello, por su valor precursor y a pesar de su anécdota, que no sabemos si llegó a hacer llorar a nuestros padres, a concienciarlos, como hoy se diría, o simplemente a preocuparles, este curioso filme merece la atención de aquellos que admiran hoy a toda una generación que a su sombra creció, con Lubitsch a la cabeza. Tales discípulos tomaron buena nota de que sugerir era, a veces, más rentable que decir, y mostrar gentes de hueso y carne,- el camino más seguro de llegar a convertir un juego de luces y sombras recién inventado en un séptimo, verdadero y definitivo arte.
Guión y dirección: Charles Chaplin
Fotografía: Roland Tolheroh y Jack Wilson. Montaje: Monta Bell y Charles Chaplin. Música: Charles Chaplin. Intérpretes: Edna Purviance, Adolphe Menjou, Carl Miller, Linda Knott, Charles French, Nellie Bly Baker, Clarence Geldert, Betty Morrisey, Malvina Polo, Charles Chaplin. Real Cinema.
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