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Tribuna
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La filosofía del cochero

Cuando la política se adueña del ambiente, en períodos históricos de transición, o de inestabilidad, o de crisis, lucen «los salones políticos». Francia, que es el país más polémico y más dialéctico de Europa, tiene la más rica tradición de salones políticos. Pero lo que en Francia es una predisposición, en nuestro país es una reacción frente a lo que no satisface del Gobierno, del Parlamento, de los periódicos, o de la cultura provocadora, que, en Francia, tuvo a Sartre en la posguerra, y a otros a lo largo de estos años, y nosotros llevamos así medio siglo sin expresiones o símbolos de esa naturaleza.En Madrid hay ahora mismo varios salones. Yo frecuento dos o tres. El otro día me correspondió ser moderador de uno de ellos, por ausencia de su titular, que es Antonio Garrigues; me refiero al salón de una célebre mujer peruana-española, Mona Jiménez. Y allí se dijeron cosas de mucho interés, y que merecen escapar de las paredes del salón, por otra parte no obligadas a la discreción y al sigilo. El tema central que propuse fue el de la demanda de cambio político que está en la calle, y que han postulado algunos políticos relevantes.

Ramón Tamames señaló que cualquier esperanza de cambio parte de una unión de la izquierda. Efectivamente, y desde los objetivos comunistas, Ramón Tamames sabe, y cualquiera que haya seguido los episodios electorales de la transición, que la izquierda global tiene en nuestro país, cuando menos, la mitad del censo electoral. La mitad de España es de izquierdas. Yo pienso que un poco más. Sin la intervención del método proporcional d'Hont, y con un nuevo Frente Popular, la izquierda podría estar entre el 50% y el 60%. La Historia volvería a ofrecernos aproximadamente los resultados de febrero de 1936.

Pero Enrique Múgica salió al paso, con una gran decisión, y hasta con irritada sinceridad, afirmando «que haría todo lo que estuviera de su parte para evitar eso». Se refirió al último episodio francés, donde los comunistas hicieron imposible la esperanza socialista, a lo que habría que añadir que el socialismo europeo, en estos instantes (acaso como en ningún otro momento por la -incidencia de1a confrontación Rusia-EE UU), no está para estas integraciones o asimilaciones. Se lamentó Múgica de que cuando por primera vez, después de un siglo de escaramuzas insalvables entre las dos Españas, se había llegado a una situación constitucional y política de convivencia, la situación introducía esta exigencia del cambio político, haciendo responsable al Gobierno. A estos efectos estuvo también contundente y seguro respecto a que una coalición o un pacto con UCD exigía una mudanza de los personajes capitales del Gobierno actual. Con esa gente -vino a decir- los socialistas no debemos tratar, porque no han sido serios, ni veraces, nunca.

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Como puede verse, la conversación era atractiva. Pero allí estaban también dos relevantes miembros de UCD, Ignacio Camuñas y Orteya Díaz Ambrona.

Se adjudicaron -y en buena parte es razonable- el recorrido desde el antiguo régimen a la democracia, y llevaron las cuestiones hacia lo que procede hacer, y no a lo que pueda escindir o separar. En el tema de las autonomías, Díaz Ambrona recordó la larga gestación italiana de los veinticinco años, y aquí me estremecí, porque la historia de nuestro país no ha digerido jamás períodos de indecisión, de inestabilidad y de perplejidades tan largos. Luis María Ansón se lamento de las grandes extensiones de mediocridad en la nueva clase política, y Trillo y Fernando Suárez hicieron unas observaciones a los diputados, como las que hacían algunos ciudadanos cultos, mezclados con el populacho desde las tribunas de la Convención a los ciudadanos Dantón o Robespierre.

El tema, sin embargo, era inquietante. Fernando Abril había dicho a un grupo de periodistas, titulado de Fígaro, y aunque no sé quiénes son temo, por Larra, una brillante colección de desatinos, porque si hubieran sido extravagancias habría sido menos desafortunado, ya que la extravagancia es siempre una actitud literaria. Para el vicepresidente del Gobierno para asuntos universales hay normalidad política y problemas. En cuanto a la normalidad política, resulta que es tan evidente que ni siquiera era aconsejable que el presidente del Gobierno fuera al Parlamento a dar explicaciones de nada, y en cuanto a los problemas, señaló de manera deliciosamente espantable que la crisis económica duraría quince años, y no dijo que todavía seguiría en Castellana, 3, de milagro. El novelista Víctor Cherbuliez me recordaba mucho a Adolfo Suárez. Decía el novelista de cierto personaje «que estimaba a los hombres por sus cualidades, y los utilizaba por sus defectos». Lo malo de este axioma es cuando los defectos repercuten sobre los demás. Las buenas cualidades indudables de Fernando Abril para Adolfo Suárez tenía que haberlas requerido para su único disfrute, y habernos librado a los demás de sus defectos.

El partido del Gobierno había perdido con estrépito, con cifras agobiantemente bajas, los pronunciamientos populares de Andalucía, del País Vasco y de Cataluña. La economía está produciendo esos mil parados diarios a que se ha referido Fernández Ordóñez, mientras que ya hay 62 Bancos enfermos; el terrorismo no ha cedido ni tiene trazas de ceder, porque quien únicamente no es ambiguo en el país es el terrorismo; en virtud de que la Constitución es farragosa y ambigua, como ha dicho uno de los redactores de la Constitución, Miguel Roca, y como acaba de asegurar en Nueva York esa cabeza privilegiada de Antonio Garrigues, no hemos cerrado el proceso constituyente, sino que vamos a abrirlo otra vez con el obligado desarrollo constitucional, y cuando nadie sabe cómo va a ser el esqueleto y la figura del nuevo Estado, oímos además que la izquierda no va a ir unida, la derecha está desunida de nacimiento y una nueva CEDA deseable es impensable, y que los socialistas tienen serios temores al tándem Suárez-Abril, pues entonces se impone seriamente un cambio político y, por supuesto, un mínimo instinto de los políticos les aconseja realizarlo con las mimbres actuales, pero fabricando otro cesto.

El pueblo, por otra parte, es bien simple. Cuando empiezan a afectarle seriamente los problemas, y resultan amenazados su estabilidad y su bolsillo, dice textualmente lo que Alfredo de Vigny: «No se debe sentir ni amor, ni odio, hacia los hombres que gobiernan. Sólo se les deben los sentimientos que uno dedica a su Cochero: conduce bien o conduce mal. Nada más».

Estamos acercándonos peligrosamente a esta situación. En la primavera de 1977 se producían los himnos, los carteles, la efusión por la libertad, la esperanza en las ideologías, las verbenas populares fraternas, la efigie de los líderes, las promesas de la justicia y del progreso, y en poco tiempo empieza a florecer la filosofía del cochero. Esta es la prueba física y pragmática del desencanto. Lo que la gente quiere, parece que ya no pasa por la política. Los políticos están en el divorcio, en Fontenla, en la libertad de enseñanza, en los componentes parlamentarios de Televisión (donde alguien ha votado a Robespierre, a Monzón, a Stalin, a Bakunin, etcétera) en la disputa del poder y la influencia, que son cosas que hay que hacer, pero a la gente les gustaría verlos más entretenidos, prioritariamente, y seriamente, y trascendentalmente, en las causas por las cuales todavía no tenemos Estado, nuestra economía va camino de la quiebra, el terrorismo no se acaba, la inseguridad ciudadana es creciente, nuestro desempleo crece y no se remedia, y nuestra productividad laboriosa es la más baja de Europa. Y como una democracia de nueva planta, con una Constitución nueva, no puede fabricarse en poco tiempo, lo que procede es que los políticos reordenen sus impaciencias, demoren lo que puede esperar, abandonen dialécticamente Bizancio, excluyan a los mentirosos, prestigien el Parlamento y recuerden que están donde están para hacer feliz al pueblo y no para hacerse felices a sí mismos.

Para Ramón Tamames, «el Gobierno está desahuciado». Para mí, también. Lo que ocurre es que desahuciar a algunos inquilinos tercos es difícil. Todavía recuerdo a aquel escritor que se amuralló en una casa de la calle de la Princesa, y no sé si todavía está. Es siempre mejor -en cualquier caso- desahuciar a un Gobierno, que desahuciar una situación.

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