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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Una vileza

LA AFIRMACION de Hassan II ante las cámaras de la televisión francesa de que «España es la responsable en gran parte de toda la sangre que actualmente se derrama» en los territorios del antiguo Sahara español es, por lo pronta, una vileza. Vileza, por lo demás, que hunde sus raíces en suelos tan diferentes como la voluntad marroquí de rechazar sus responsabilidades en las operaciones genocidas en las arenas del desierto, el desaliento de Rabat por sus reveses militares y su temor ante una confrontación abierta con Argelia y la necesidad del rey alauí de exportar hacia las tinieblas exteriores -localizadas en este caso en la antigua potencia colonial de Saguía el Hamra y Río de Oro- los conflictos internos que sacuden la estabilidad de su régimen como consecuencia de su incapacidad para ganar una guerra de conquista en pos de los fosfatos saharianos.Tal vez las sórdidas motivaciones que animan siempre la realpolitik de los Estados -y quien esté libre de pecado que arroje la primera piedra- pudieran aconsejar tomarse a beneficio de inventario esa burda maniobra de inculpar a la diplomacia española -en términos que recuerdan desagradablemente a todas las teorías de la «conjura exterior» que en el mundo han sido- la sangre, la desolación y la muerte en el sur del Magreb. Sin embargo, la abyección cortesana con la que el rey de Marruecos ha adulado a la política exterior francesa -híbrido de la añorada grandeur de tiempos pasados de los beneficios que para la balanza comercial produce la exportación de armamentos, del intercambio desigual entre los diamantes de Bokassa y el apoyo giscardiano a sangr¡entas dictaduras centroafricanas- puede producir una sensación de náusea incluso a los más curtidos, escépticos y desengañados observadores.

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España fue, al fin y al cabo, un socio menor y casi mendicante, instalado en la trastienda jalifal del Protectorado de los suculentos negocios que la Francia republicana, aun con socialistas y comunistas en el Gobierno, realizó en Marruecos hasta 1958, parapetada tras la Declaración de los Derechos del Hombre, las responsabilidades del peso de la púrpura de la civilización occidental y la carga del hombre blanco. Los franceses pueden reivindicar en solitario el sangriento honor de haber librado y perdido una cruel y deshonrosa guerra genocida con esa otra parte del pueblo magrebí -el argelino- que conquistó su soberanía derrotando a la poderosa máquina militar de una sociedad industrial avanzada que basa su legitimidad en los lemas de la Revolución de 1789.

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Los españoles, por debajo y aparte de su Estado, pueden en verdad registrar con vergüenza, en su pasivo nacional, deudas históricas hacia Marruecos, pagadas por lo demás en 1936 a un precio muy elevado, y hacia el Sahara, cuya ocupación y abandono no se inscriben precisamente en las páginas más gloriosas de nuestra memoria colectiva. Sin embargo, habría que ser muy torpe para asociar los recuerdos de Marruecos y el Sahara como partes de un único agravio. Porque el abandono de hecho de Saguía el Hamra y Río de Oro en favor de la soberanía de la monarquía alauí no fue la congruente decisión de una potencia colonial arrepentida que devuelve a su dueño parte de su dominio, sino la vergonzosa y desordenada retirada, previa a una consulta democrática que registrara los deseos y las preferencias del pueblo saharaui, a la que dieron alas las incertidumbres y debilidades creadas por la agonía de Franco y la prueba de fuerza de la Marcha Verde.

En alguna ocasión hemos señalado que el conflicto en torno al Sahara, seguramente más determinado por la lucha por la hegemonía en el Magreb entre Argelia y Marruecos que por los esforzados sacrificios de los combatientes del Frente Polisario, no es una película del Oeste protagonizada por infames cuatreros y nobles indios. En el norte de Africa, en torno a los yacimientos de fosfatos y las prospecciones petrolíferas, no sólo entran en conflicto los Estados de la región, sino además la estrategia geopolítica mundial de las dos superpotencias. Y, por supuesto, también una potencia europea, venida a menos desde la época de los «cinco grandes» pero todavía influyente en Africa, como Francia.

La diplomacia española, tironeada entre la necesidad de proteger el archipiélago canario amenazado, desde Argelia y de buscar el tiempo y el contexto precisos para dar una salida honorable y garantizadora de los derechos y los intereses españoles al, contencioso planteado por Marruecos sobre Ceuta y Melilla, está esforzándose desde hace algún tiempo, con mayor o menor fortuna, por situarse en una posición de equidistancia en el conflicto del Magreb. Sería lamentable que precisamente en el momento en que la izquierda parlamentaria comienza a superar su sarampión proargelino y el partido del Gobierno su varicela promarroquí, las intemperancias, rabietas y adulaciones profrancesas del rey Hassan obligaran al Estado y a la sociedad de nuestro país a una toma de posición beligerante en la que tal vez poco tendría que ganar España, pero, por supuesto, mucho podría perder Marruecos.

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