Luis Buñuel recibe la medalla de oro de la Universidad Complutense
A las 12.30, cuando la gente del rectorado estaba ya un poco nerviosa, llegó Buñuel, el primero de todos. Con aire perplejo, conteniendo el tradicional malhumor, aguantó las fotos y los flashes, pero se nos había advertido de antemano que mejor no le hiciéramos preguntas, que no le molestáramos mucho en caso de que viniera. Todos tenían miedo de que no viniera, y había la sensación de que también miedo a que viniera... Este Buñuel siempre imprevisible. Pero vino. Y también Alcoriza.Una mesa larga había sido preparada, con cámaras de televisión y todo, en la sala de juntas donde se habría de celebrar lo que iba a ser, al parecer, «un acto íntimo». Hubo algo de revuelo cuando tras Buñuel, Alcoriza y el rector, se cerró a la prensa la puerta del primer despacho de la universidad, y cuando oscuramente oímos que habría que celebrar la entrega de medallas allí mismo y en privado. Es decir, sin nosotros. Pasó otra media hora en el hall de los retratos, donde posan todos los que han sido rectores de la Complutense, en medio de cierta inquietud, y al fin, en ausencia de los demás directores de cine españoles que han trabajando en México, y que han sido invitados a esta Semana de la Crítica de Cine de Madrid, organizada por la Unión de Escritores Cinematográficos y el aula de cine de la Complutense, pasada ya la una de la tarde, se celebró la entrega de las medallas.
El señor Vian hizo un breve discurso en que agradecía a Luis Buñuel su presencia allí, y lo dio, entre abrazos, la medalla conmemorativa: de un lado, reproducción del busto del cardenal Cisneros, de otro, el esquema del patio de la antigua universidad... Luego, Luis Alcoriza, emocionado respondió al rector que «este abrazo no se nos da a nosotros. Este abrazo va más allá de las personas: es un importante gesto de reconocimiento a los exiliados españoles». Y justo cuando se estaban apagando los grandes focos de la tele, cuando ya las sonrisas que presagian las copas y el final del acto aparecían en todas las caras -esa sonrisa sartriana de Buñuel, esos dientes vitales contenidos por hilos de plata, que deben ser la señal de su ferocidad legendaria- llegó el resto de los invitados.
Naturalmente el acto recomenzó y se repartieron las demás medallas entre caras sorprendidas, saludos cumplidos. Luis Buñuel no protestó ni un momento. Se portó. Y cuando, ya al final, una fotógrafa se le disculpó, «perdone, maestro que le hayamos hecho tantas fotos», dijo que «no, si son cosas mías, como hago una vida tan solitaria, en cuanto veo más de cuatro personas... Además, que empezais con los fla-fla-fla ... ». Todo cordialidad, tomó vino tinto en la copa que celebraba el acto, y estuvo charlando con Juan Oró -que llevaba en la mano su fieltro negro de sobrino de Al Capone- y con Alcoriza, y con las personalidades del rectorado, «recuerda maestro nos encontramos en México, en casa de...», o «usted no se acordará de mí, pero coincidimos en el festival de cine de ... ». Completamente paciente, distinto de esas historias de persecución, tacos y fugas que los periodistas suelen contar sobre este personaje de, al parecer, temibles malas pulgas, Luis Buñuel, e surrealista, el delirante, el maestro había aceptado con una amplía sonrisa el reconocimiento de la primera universidad española a primero de los directores de cine nacidos en este país. Ese reconocimiento que se va a completar solemnemente -el rector lo dijo- cuando se le invista doctor honoris causa, en enero próximo.
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