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Glosas del centenario: el madrileñismo de Azaña

Aparentemente, pocas vidas como la de Azaña, tan cuajadas en el Madrid que ya es definitivo ayer: en la mañana muy mediada del no madrugador, a, la oficina del Ministerio, típica oficina de armario y tresillo; a la tarde, despacioso paseo desde la calle de Hermosilla al Ateneo, con parada y saludo a los árboles del Ministerio de la Guerra, con parada también, si es otoño, en el puesto de castañas asadas del Banco de España. De la tertulia del Ateneo a la tertulia del café, pasando por esa plaza de Santa Ana que todavía hemos conocido ruidosa de pájaros locos. Repleto de calderilla el bolsillo para las turbas de mendigos. En la mañana de los domingos, repaso a los libros de la cuesta de Moyano. Más a pie que en tranvía, visita a los viejos barrios. Ya ministro y perdido el anonimato, intentará en vano volver al paseo y a la tertulia, pero sí invitará en Lhardy.Este madrileño neto atacará continuamente todos y cada uno de los tópicos del casticismo madrileñista y será injusto con Galdós y con el mismo Arniches. El larguísimo ensayo titulado Madrid, que empieza en 1920 y que le lleva diez años, es suma de críticas acerbas. Quizá lo más significativo es su ruptura con el teatro, si tenemos en cuenta que el sueño de todo escritor de esa época es llegar a la escena; esa ruptura es, especialmente, ruptura con el teatro de Benavente, ruptura a la que contribuye no poco su estimación por Pérez de Ayala como crítico teatral. En el fondo de esta antología de repudios hay una inmensa nostalgia de sus años de París, años de última juventud, nostalgia que llega hasta la misma música de los templos. Al establecer la diferencia da en el clavo de lo que explica tantas cosas, desde el tardío teatro de ópera hasta esa caricatura del burgués europeo que es el «empleado»: «Madrid es corte y no capital», no tiene subsuelo de ciudad antigua, pasa del palacio al barrio bajo. Irá Azaña al Real cuando estén los ballets rusos de Diaghilev. Verá, con razón, cómo la pequeñez de sueños de esa burguesía de empleados se encama en la zarzuela grande, continuamente estigmatizada, y será injusto, por omisión, al no distinguirla de la pequeña pero real perfección de lo mejor del género chico. El secretario y luego presidente del Ateneo no ahorra críticas cercanas al vejamen: «El Ateneo», escribe, «tiene un prestigio que ya es muy superior a su utilidad, y había que buscar el modo de que volviera a ser útil y cesara de cultivar la histeria, la irresponsabilidad, la falsa preparación y el remedo del parlamentarismo. Acerca de mis relaciones con el Ateneo se han dicho algunas tonterías. Desde que los sucesos políticos me han sacado bruscamente a la notoriedad, algunas personas han sentido la tentación de inventarme una biografía. Entre otras cosas, dicen que yo me he "formado" en el Ateneo. Disparate. El Ateneo es incapaz de "formar" a nadie, pero sí de deformar y de destruir toda disciplina mental.» Cuando Madrid se ensancha, cuando aspira a «gran ciudad», Azaña es rabioso testigo de la americanización de la Gran Vía y de esa presidencia del mal gusto que ostenta en la calle de Alcalá el horroroso Ministerio de Educación.

Azaña es madrileño y madrileñista en los rincones y en las afueras. Barrios como el del Retiro le conducen hasta el museo y hasta el Ritz, en cuyos salones, lo más granado de la parva burguesía liberal acude a los conciertos de la Sociedad Nacional de Música, en la que caciquea bien su amigo Adolfo Salazar. De siempre quiere al simpático palacete de la Presidencia del Consejo, y una vez allí, lo cuida por dentro y por fuera. «La Presidencia, terminadas ya las obras de restauración y decorado que he dirigido personalmente, ha quedado muy elegante y bien puesta. He traído tapices de El Pardo, muebles y arañas de La Granja y Riofrío y algunos cuadros. Además, he hecho construir otros y fabricar alfombras copiada3 de las antiguas. Ahora ya se puede recibir allí sin sonrojarse. ¡Cómo lo tenían todo! Ahora ha gustado mucho. El que mejor encuentra que el Estado se instale con decoro es Largo Caballero.» Valor de rincón exento tiene el jardín del Ministerio de la Guerra y la prosa de Azaña se hace muy lírica al escribir el acta de defunción del gran cedro: «Un' árbol magnífico, enorme, el más viejo y hermoso del jardín, se ha caído dejando las raíces al aire. Pesaba mucho, y quizá el terreno, en declive, ha fallado. Lo siento mucho. Este árbol era un antiguo amigo. Desde hace más de treinta años, siempre que pasaba por esa acera, y raro será el día que no haya pasado, le dirigía una mirada de contento. Era semejante a los cedros del Museo del Prado y poco menos viejo. Me alegraba ver una obra tan hermosa. Derrumbarse ¿será un presagio?» Paseante por el otoño de la Moncloa se ve, de presidente, como conservador y restaurador del palacio de La Zarzuela, de la Quinta del Pardo, de todo lo que prepara la vista caminando hacia las cumbres del Guadarrama. Cuando los Reyes de España dieron su primera recepción en el paseo central del Campo del Moro yo les dije, mientras se alababa el sitio, que el paseo era así gracias a Azaña, que amenazó con dimitir ante el proyecto de meter por allí una línea de tranvía.

En nuestra juventud de los años treinta se puso en solfa y en chiste el gran proyecto de enlaces ferroviarios de Indalecio Prieto, el llamado «tubo de la risa». El franquismo heredó la idea y la realizó mal porque tuvo buen cuidado de poner al margen a Secundino Zuazo, el gran arquitecto; el que ya veía entonces la necesidad de elegir entre ostentación/desastre y urbanización «humanista». Yo siento mucho que no se conozcan las memorias escritas de Zuazo, que tuvo amagos y luego triste realidad de infarto cada vez que se traicionaban irreparablemente los proyectos iniciales para los ministerios. Está bien el hacer justicia a Indalecio Prieto, pero vale la pena detenerse un poco. En primer lugar, era buen acierto el situar a un socialista en Obras Públicas, porque siempre sería buen motor en la lucha contra el paro, el tremendo peroblema de entonces y de ahora, e inseparablemente, porque estaba obligado a luchar contra la especulación sobre el suelo. Azaña, rebelde al madrileñismo de la calle de Alcalá, quiere abrir horizontes, y como presidente, es el que estimula a Prieto. La cita merece la pena: «Hoy hemos inaugurado el nuevo trozo del paseo de la Castellana. Es muy hermoso. Se ha hecho todo en cuarenta días; obra que llevaba años enredada en la pobreza proyectista y en la nulidad verbalista de ayuntamientos y gobiernos. Al mismo tiempo se ha inaugurado oficialmente la construcción de los dos ministerios (Gobernación y Obras Públicas). Procuro que esta obra se lleve con celeridad, dándole alas a Prieto y a fin de que las cosas queden en tal estado que no pueda detenerse ni rectificarse el plan de conjunto, que será muy bueno. Sacaremos a Madrid del "patio" de la Cibeles y del corredor de la calle de Alcalá.»

Cuando en el otoño de 1931 ve el destrozo de la Moncloa y se irrita con los planes del Negrín secretario de la Junta de Obras en la Ciudad Universitaria -al hacer historia cada palo debe aguantar su vela- Azaña escribe: «De aquí a medio siglo, Madrid se habrá quedado sin nada de lo bueno que tiene. Por suerte, yo no lo veré. »_Sí, no lo ha visto, y lo hecho supera en barbarie a lo que su tristeza pudo imaginar. Azaña, una y otra vez, funciona como alcalde subsidiario, luchando por cicatrizar las heridas de la ciudad y por que no se abran otras. Su insobornable buen gusto se anticipaba a muchas cosas hablando de una «ciudad a la medida del hombre c. Zuazo, el Zuazo que construye entonces la estupenda «casa de las flores», en el barrio de Argüelles, contaba con detalle todo eso. «Ciudad a la medida del hombre», una utopía liberal más, que él pudo encamar un poco y que luego se hizo imposible por la especulación, el mal gusto de la «nueva riqueza», la baja moral profesional de ciertos arquitectos y la indiferencia. Cuando Pío Baroja se queja amargamente de que el español es rutinario en las ideas pero destructor de las cosas, está haciendo el retrato de lo que Azaña criticó y soñó.

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