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Tribuna:
Tribuna
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Un paraguas rojo o la producción de la escasez

Según nos contaron en su momento los cronistas de EL PAIS, los nombres cimeros de la literatura actual en lengua castellana no estuvieron presentes en junio de 1979 en su primer congreso, en Canarias. Poco después, Antonio Gala denunciaba, también en este periódico, la ausencia en la última reunión del Pen Club Internacional de los grandes escritores del momento. En julio del pasado año, y en el Simposio Internacional de Burgos, las únicas defecciones registrables fueron las de los creadores consagrados, que contrastaron con el entusiasmo participador de los expertos y científicos de la cultura, en bastantes casos de notoriedad mucho más extensa y asentada que la de sus sucesivos colegas de la literatura, la música y las artes plásticas.Esta generalizada práctica de la ausencia puede interpretarse desde dos perspectivas distintas: psicología y sociología. Desde la primera, lo que el destinatario recibe como desdén se transforma, por obra y gracia de la especificidad de la creación y de sus exigencias-servidumbres, en fecunda soledad, explicable rareza. Es decir, la sólita ideología de la ,genialidad creadora.

Desde la segunda, se trata justamente, de estudiar la génesis de esa ideología como expresión de las determinaciones estructurales y de la función social del comportamiento creador. El grupo Economía de la Cultura, del citado Simposio de Burgos, de la mano de Raymonde Moulin, se ocupó del tema, y voy a tomar pie literal en sus debates para esta reflexión.

Nace el artista

El renacimiento italiano es el paladín de la « liberalización » de las artes a las que hace de abjurar de su condición de oficios, a la vez que empuja al artista a abandonar su piel de artesano para elevar el trabajo del arquitecto, del escultor, del pintor, a la categoría de actividades creadoras. A partir de esta conversión, y a caballo de una clase -la aristocracia- y de una representación social -el valor de lo singular- comienza a imponerse una doble imagen: la de la obra artístico-cultural como algo único e insustituible y la del artista como ser dotado de algo también único, el carisma o, en palabras de hoy, la genialidad.

La primera revolución industrial del siglo XVIII y la aparición de objetos en serie refuerza aún más la voluntad singularizadora de la actividad artístico-cultural y es causa de que ésta reivindique una nueva dimensión: la gratuidad. Al proyecto utilitarista que preside la primera industrialización y gobierna la emergencia de la burguesía urbana, el artista, el creador, oponen el arte por el arte, su finalidad sin fin.

Ahora bien, económicamente no útil y socialmente gratuito, no quiere decir sin valor de cambio. Al contrario. El producto artístico-cultural, por su condición de bien limitado y estéril, por su naturaleza de mercancía, escasa e inconsumible en su disfrute, se incorpora al paradigma de la inversión especulativa. A la que debe añadirse su carácter perecedero que intensifica su cualidad originaria de objeto escaso per se y la prepara para su transformación en materia socialmente valorable. Porque la misteriosa pulsión Interior hacia la apropiación individual de los bienes simbólicos de que nos hablan los socioanalistas, o las teorías del consumo ostentoso de Veblen y de la distinción simbólica de Bourdieu, sea cual sea su capacidad explicativa -por lo demás, muy tautológica y exigua-, sólo funcionan desde el doble supuesto (económico), de que esos bienes sean particularmente escasos, y (sociológico) de que esa extrema escasez se autoconstituya a través de un complejo y ritualizado proceso de legitimación social en artísticamente válida. De esa validez nacerán tanto su valor económico último como sus diferentes rendimientos psicosociales, llámense virtualidad distintiva, consumibilidad ostentatoria o productividad simbólica.

Ambos constituyentes, el económico y el sociológico, intervienen en el proceso en proporciones distintas y según modalidades diversas, de acuerdo con las diferentes épocas y sectores artístico-culturales de que se trate. Es obvio, por ejemplo, que el principio económico de escasez no puede funcionar de la misma forma en los ámbitos de la pintura o de la escultura, en los que el creador vende, una vez y para siempre, su original, que en los de la literatura o la fotografía, donde su retribución depende, sustancialmente, del número de reproducciones del mismo. Como tampoco puede tener igual comportamiento la escasez en las obras de alta cultura que en los productos de la cultura popular. En las primeras se trata, como señala agudamente Jean Cuisenier, de una escasez histórica, producida desde y por la historia mientras que en la segunda hay que hablar, más bien, de una escasez residual.

Pero lo decisivo es cómo el proceso de validación artística reelabora esa dimensión económica adaptándola a las pautas sociales dominantes y potenciando con ello su capacidad de posible objeto valioso. Ese proceso tiene como supuestos esenciales la existencia de: a) unos criterios evaluativos-, b) unas instancias y unos agentes específicos encargados de su ejercicio; c) un consensus, diferenciado y dúctil, que es el resultado de su práctica. Los criterios -autenticidad y originalidad- corresponden al arquetipo vigente d esde el Renacimiento, que considera la creación como la obra personal y única de un sólo creador. Partiendo de ellos, un sutil y complejo entramado de instituciones y expertos (academias, museos, editores, galerías, colecciones, revistas, historiadores del arte y de la literatura, conservadores, bibliotecarios, críticos, agentes literarios, marchantes, etcétera) opera sobre esa materia prima que es la escasez, maximizando sus posibilidades de conversión artística.

Así, en pintura, por ejemplo, la distinción entre escasez relativa y absoluta, traducida en términos artísticos, lleva a valorar diferenciadamente no sólo la obra original de su copia, sino la versión creadora originaria de las réplicas posteriores hechas por el mismo pintor, y el cuadro ejecutado enteramente por el maestro, de los realizados por su taller, o las obras iniciales -cuando todavía no era del todo «él»- a las obras de plenitud, hasta,llegar, en este imbatible decurso monopolístico, hasta el caso límite de escasez absoluta de la oferta: la obra maestra. Cuando el 15 de noviembre de 1961, en la subasta de Parke-Bernet, en Nueva York, el Metropolitan Museum paga 2.300.000 dólares por el cuadro de Rembrandt «Aristóteles contemplando el busto de Homero», ejemplificaparadigmáticarnente, desde la perspectiva del sujeto pasivo, este comportamiento. Pero al mismo tiempo consolida su función agente, de instancia legitimadora, y, sobre todo, fortalece y confirma el proceso global en su conjunto.

De la misma manera, para que esos objetos de la cotidianidad popular, presente y sobre todo pasada (que a partir de principios del siglo XIX comienzan a considerarse como posibles obras de arte) queden redimidos de su condición utilitaria primera y accedan a la gratuidad, y para que transiten, desde la arqueología y la etnografía, al reino de la cultura artística es necesario que dispongan de una estructura legítimamente propia, que traduzca los criterios de validación artística general a su ámbito específico. Y vemos aparecer exposiciones, museos (en Francia, el Museo de Etnografía, el Museo del Hombre, el Museo Nacional de Artes y Tradiciones Populares), colecciones, cátedras universitarias, revistas especializadas, etcétera, y en su derredor, expertos que establecen las pautas estéticas de lo popular, fijan los baremos jerárquicos y se configuran como decididores inapelables.

La fotografía y lo único

Pero, tal vez, sea el campo de la fotografía, a través de los avatares múltiples de la interactiva determinación de lo económico y lo ,social, donde pueda analizarse con mayor acuidad el proceso de su autoconstitución como ámbito artístico. La consagración artística del producto fotográfico tiene que superar dos grandes obstáculos: su contaminación de lo industrial y el carácter manual y seriado de todas sus operaciones. Y para superarlos vemos cómo surgen también aquí los mecanismos constitutivos de lo cultural-creativo que hemos visto actuar en los otros. Y así, la fotografía, que aparece, tímida y marginalmente, en exposiciones de carácter artístico general y que se cuela al principio, un tanto subrepticiamente, en los museos -la primera presencia en el Museo de Arte Moderno de Nueva York es de 1977-, acaba disponiendo de sus propias Ferias-exposición (como la Fotokina en Alemania), de sus espacios propios en los grandes museos, de sus premios (Pulitzer, Niepce, David Octavius Hill, etcétera), sus galerías, sus revistas, sus ventas públicas, sus genios, sus expertos, sus historiadores, sus críticos, sus profesores, sus coleccionistas, sus negociantes.

Con todo, lo más sorprendente es la voluntad, cumplida, de introducir el principio de la escasez -y hasta el de la unicidad- en una práctica que parece, por definición, abocada a lo múltiple. -Vid. Pierre Bourdieu: «La fotografía, arte medio »- Me refiero a que junto al circuito comercial de los derechos de reproducción de las fotografías, asistimos a la temprana creación de otro mercado que, tomando pie en los usos del grabado, reivindica las series de copias, firmadas o no firmadas, en número limitado, e, incluso, forzando la analogía con las artes plásticas, constituye la copia única en su referencia cenital. Se reintroduce, pues, la escasez configurándola como principio rector tanto de la alta fotografía como en la fotografía popular, cuyos ejemplos hoy más vigorosos son el comercio de albums de familia en USA y el de tarjetas postales en todos los países desarrollados.

Ahora bien, en una sociedad como la nuestra que predica el «todos» y que vive bajo el doble signo de la copiosidad y de la masa, es difícil seguir consagrando directamente la escasez. De aquí, la contradicción entre la vocación social de un tiempo y los presupuestos económico-sociales de lo artístico que ha ido generando, en el campo de la creación cultural, respuestas cuyos dos núcleos capitales han sido: a) la reconducción entitativa de lo único en lo múltiplemente escaso, con la recuperación esencial de lo escaso mediante su sustitutiva degradación en una nada también única; y b) la traslación de la escasez desde la obra al autor.

En el primero se sustituye el monopolio de lo heredado, propio del arte antiguo, por el monopolio de la invención, que, como cualidad intrínseca del Creador, no tiene por qué enclaustrarse en un producto único o en un número limitado de ellos, sino que puede amparar cualquier objeto, puede alcanzarlos a todos. Basta con que operen, adecuadamente, los habituales mecanismos sociales de la consagra

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José Vidal Beneyto, sociólogo, escritor y profesor de universidad, es presidente del Comité Internacional de Comunicación y Cultura.

Un paraguas rojo o la producción de la escasez

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ción artística (galerías, museos, revistas, críticos, etcétera), para que el objeto más multiplicado o más insignificante, más nada se convierta en obra de arte.

El antiarte de los sesenta, como antes el dadaísmo, organizan el holocausto de la obra como plataforma necesaria de la -apoteosis del autor y, con ello, se sitúan en el cogollo mismo de la problemática más estrictamente actual: aquel en el que la singularidad de la obra, el carácter único del objeto, se desplaza a su autor. El proceso de validación artístico-cultural asume este desplazamiento y sus managers compensan la accesibilidad de los productos, que se necesita que puedan. llegar a todos, con la inaccesibilidad de sus creadores, a los que casi nadie debe poder acercarse. Este cambio en la orientación de la escasez exige una férrea y sutilísima administración de las comparecencias del artista y de sus modalidades, que reclaman un pormenorizado análisis, ya que son hoy el soporte y vehículo de la vigencia social de lo artístico y de lo creador. Moulins nos recuerda el comportamiento del Stedelift Museum, de Amsterdam, comprando la presencia, durante una hora diaria, a lo largo de un mes, del artista alemán Henk Jurrians. No para exponer sus cuadros, simplemente una hora de su vida.

Por lo demás, la actualizada manipulación de las pautas de legitimación artística no tiene por qué ser el resultado de una programada gestión comercial, sino que puede derivar, y de hecho, en algún caso, deriva -sin menoscabo obligado de la función creadora- de una profunda y espontánea connivencia entre el artista y los mecanismos sociales de su -consagración como tal. En nuestra contemporaneidad, Salvador Dalí y Juan Goytisolo -salvos los años, las intenciones y los modos- son dos excelentes ilustraciones de esta capacidad. Su culminación, sin embargo, sí que requiere la eficacia organizativa del circuito comercial.

La transgresión salvadora

Sin ella se le pierde el rastro al negocio y sólo queda en escena la inservible autoteofanía. Mi abuelo Alejandro se instaló en la genialidad en sus pletóricos ochenta. Todas las tardes se iba al Huerto del Estret, que había plantado veinte años antes. Y yo era su acompañante predilecto. «Pepito emportat el paraigues roig que, avui, no plou», me prevenía. Y nos íbamos. Al pasar frente al Casino de la Agricultura, se paraba, abría el paraguas contra el cielo abrumadoramente azul, lo empuñaba como un bastón de mariscal y erguido, seguro, sin volver la cabeza me mascullaba por lo bajo: « ¡Que se foten, que se foten! ¡Som unics, Pepito! ¡Unics!».

Si Marcel Duchamp hubiese estado a mano, el paraguas hoy se expondría en la Kuristhalle, de Colonia. Su ausencia hizo que mi tío Jesús acabase olvidándolo en el hotel de Davos-Platz, donde Thomas Mann hacía deambular a Lukacs-Naphta. Digo, el destino y el azar.

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