Y ahora, Cataluña
Los catalanes hemos elegido nuestro segundo Parlamento autónomo. El voto emitido ha supuesto un arrollador empuje del nacionalismo catalán. Nacionalismo de centro, de corte socialdemócrata, en la formación que dirige Jordi Pujol, con sus 43 diputados y 253.000 votos de ganancia, y nacionalismo liberal de izquierdas en la histórica Esquerra que capitanea Heribert Barrera, con sus catorce diputados y sus 163.000 votos de más. En total, 57 diputados nacionalistas entre 135; probablemente insuficientes para elegir por si solos un presidente de la Generalidad, pero fundamentales, en todo caso, en la futura Asamblea.La UCD-CC ha perdido, en un año, 287.000 votos, más de la mitad de los que obtuvo en la última elección, y logrado tan sólo dieciocho escaños. El PSC perdió 283.000 y obtiene únicamente 33. El PSUC se mantiene casi idéntico. El andalucismo logra 70.000 votos y consigue dos escaños. La UCD-CC no tiene fuerza suficiente, por sí sola, para apoyar a Pujol y sacarle presidente. Los diputados de ideología izquierdista suman en el Parlamento 74 escaños, si contamos entre ellos los catorce de Esquerra Republicana. Y los de centro derecha son 61. Tales son los datos esenciales del comicio de Cataluña.
Empezó inmediatamente, al conocerse los datos, la gran manipulación de las cifras para lo que existen reposteros consumados que preparan los gatos como si fueran liebres. He leído, hasta ahora, los siguientes pintorescos juicios de urgencia: «Triunfo de la derecha en Cataluña», «Los catalanes eligen un Gobierno de centro derecha para la Generalidad», «Pravda subraya el triunfo gubernamental en las elecciones catalanas», «Asistimos a una jornada histórica: un gran partido centrista-reformista en Cataluña acaba de nacer; se llamará CiU-CC.» «No hubo ningún retroceso en el voto centrista, como se ha dicho por ahí.» ¿Para qué seguir? No se pueden cambiar, rápidamente, los hábitos de cierta clase dirigente, acostumbrada a falsear perennemente la realidad. Luego, al enfrentarse con los hechos, vienen las sorpresas, la desazón, las críticas y los rumores. No es pensable que en los países de la Europa occidental democrática existan, hoy día, ni partidos importantes ni Gobiernos de signo alguno que traten de esconder los resultados electorales de cualquier clase, que, por otra parte, son de dominio público. Ahí están las cifras, y huelgan los comentarios. No es el nuestro un país de analfabetos políticos a los que se les puede persuadir que lo blanco es negro y que las derrotas son victorias o, lo que es peor, que los triunfos del prójimo son, en realidad, éxitos propios porque representaban la misma opción para el elector.
En Cataluña se ha producido un fenómeno paralelo al de las elecciones vascas de hace dos semanas, que analizó José María de Areilza de manera magistral. El nacionalismo avanza en ambos territorios con las diferencias conocidas. Y lo hace por los dos flancos; por el centro derecha y por la izquierda. Los partidos de signo estatal retroceden en mayor o menor medida. El socialismo y el partido del Gobierno, en términos más espectaculares. La vida política de las dos primeras comunidades autónomas establecidas se va a desarrollar, por consiguiente, en un ambiente específico de carácter vasco y catalán. Ambos estatutos de autonomía responden plenamente a un anhelo fuertemente sentido, que conecta con las tendencias mayoritarias de opinión y con la identidad cultural e histórica de ambos pueblos. En el País Vasco se añade la dolorosa circunstancia de la violencia, problema irresuelto, que, afortunadamente, no existe en Cataluña.
La Constitución había previsto unos cauces singulares para los estatutos vasco, catalán y gallego, cuya implantación en diversas fechas había tenido lugar durante la vigencia de la Segunda República. Consecuencia de esa norma fue la rápida actualización de los proyectos en la Comisión Constitucional. Su trámite no fue sencillo. Desde un comienzo surgieron obstáculos, unos visibles, ocultos los otros. Brotó de nuevo la vieja dialéctica plasmada en las palabras «otorgamiento» y «concesiones». Las autonomías no eran, en la mente de esas gentes, unos derechos que venían del fondo histórico de nuestro pasado, sino unos graciosos privilegios que podía, o no, otorgar la política central. Todavía no se ha escrito, por discreción comprensible, la historia interna de cómo se llegó a los acuerdos finales, logrados en discusiones diriciles, para «arrancar» el máximo y «retener» lo más posible, de uno y otro lado de la mesa niegociadora. Se comprobó entonces el recelo profundo que existía en torno a la vidriosa cuestión, y se adivinaba ya que el «frenazo» no se haría esperar y que el pretexto podría ser el proyecto del Estatuto gallego, las limitaciones en las leyes orgánicas complementarias de la autonomía, el giro espectacular dado en el tema procedimental de la vía más adecuada para el Estatuto andaluz. Todo ello dentro de un clima de complicidad confidencial con frases de valor entendido, como esta: «Si seguimos haciendo concesiones a vascos y catalanes, "esto" se nos va de las manos. »
¿Qué es lo que se nos va de las manos? Un concepto arcaico, rígido, obsoleto del Estado español, incompatible con la mentalidad cambiante y progresista de gran parte de nuestra opinión pública. Aquí se están tomando las causas por los efectos y los medios por los fines. Las autonomías son un instrumento político del sisteína democrático para tratar de resolver un grave y secular problema histórico. No son un capricho intelectual inventado en un cenáculo para deleite narcisista de unos pocos, sino el cauce que se propone para integrar el empuje de un hondo movimiento arraigado en la masa popular. Representan un intento tardío, pero todavía posible, de resolver una enconada y difícil cuestión. El País Vasco y Cataluña son, además, las dos comunidades que se hallan a la cabeza del desarrollo tecnológico y de la producción industrial española. Tienen, asimismo, una larga tradición democrática en la historia,de sus Gobiernos locales. Vascos y catalanes creen en lo que defienden y saben del valor que supone esa convicción en la vida pública. No quieren ser juguetes de electoralismos a escala estatal, que en último término sacrificarían sus intereses, que conocen mal o no conocen en absoluto, y que se suponen además fácilmente congelables con la tradicional alternativa de la zanahoria o del palo bismarckianos. No sé si la maquinaria administrativa del Estado se ha percatado de la situa
(Pasa a página 19)
(Viene de página 18)
ción real que existe en esas dos comunidades. Pienso que no. Sobre todo, leyendo de cuando en cuando las declaraciones solemnes que en determinadas ocasiones realizan funcionarios subalternos sobre los temas más delicados, dan la sensación de que no han leído todavía los resultados electorales en el País Vasco y en Cataluña.
Y a propósito: ¿por qué en vez de que se nos describa como si se tratara de lejanos jefes de tribus indias a las personalidades que han salido elegidas por cientos de miles de votos en Vasconia y en Cataluña no aparecen en vivo ellos mismos ante las pantallas de la televisión estatal? ¿Sería muy dificil obtener de la condescendencia omnipotente televisiva que esos hombres que representan los cuatro o cinco primeros partidos del País Vasco y de Cataluña, y que se llaman Garaikoetxea, Monzón, Txiqui Benegas y Bandrés, en un caso, y Pujol, Reventós, Gutiérrez Cañellas y Heribert Barrera, en otro, explicaran tranquilamente a los ciudadanos españoles su programa, sus aspiraciones, sus puntos de vista sobre los Gobiernos autonómicos que hayan de salir de los respectivos Parlamentos? ¿No pagamos entre todos el alto costo de nuestra empresa estatal de Prado del Rey?
No hay, o al menos no se ha definido con claridad, un proyecto de Estado cuyas líneas maestras hayan sido expuestas a la opinión sobre este importante aspecto de nuestra convivencia. Vivimos en la improvisación, en el arreglo provisional, en la política a corto plazo, en el «ir tirando», en el «a ver si llegamos, a julio» o si se puede «participar en los mundiales». Se han fabricado autonomías provisionales a voleo, se han querido evitar pronunciamientos definitivos. Los bruscos acelerones se han alternado con repentinos parones, con lo que la entera credibilidad del sistema se tambalea.
El problema de los nacionalismos peninsulares podrá ser asumido con eficacia y serenidad el día que el Gobierno exponga con claridad su proyecto de Estado autonómico. Mientras tanto, se actúa ante la cuestión a salto de mata, como si se tratara de fijar los precios del garbanzo o de la remolacha; es decir, con criterios coyunturales. Por ese camino el asunto puede irse envenenando gradualmente hasta acabar en la floración de los radicalismos insolidarios. Los dos últimos resultados electorales, pese a las interpretaciones pintorescas que antes recogíamos, lo confirman así. Es como si existiera en nuestros dirigentes un bloque mental que impidiera la necesaria lucidez para proponer una política que lo resuelva. Esa obnubilación inexplicable ha llevado a innecesarios callejones sin salida, mientras Andalucía, el País Vasco y Cataluña votaban, una tras otra, en cifras rotundas, inocultables en magnitud y significación. La sociedad española es dinámica, cambiante. No está arterioesclerotizada, y por ello surge, rotundo, un nacionalismo que estaba soterrado y que es necesario entender si de verdad se quiere modelar un Estado moderno estable.
Se ha escrito recientemente, con símil deportivo, que la política oficial se halla «contra las cuerdas». Creo que la imagen es incorrecta y que deberíamos decir que se encuentra empujada «contra las urnas». Pero las urnas no tienen ni color ni culpa. Son simples aparatos de registro de una tendencia dominante. La mayor sagacidad del hombre de Estado está en adivinarla y utilizar el dinamismo de esas corrientes de opinión para que se encaminen hacia los objetivos superiores del interés general.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.