Baroja en su jardín
Ahora que está de moda desdeñar a Azorín y Baroja, vamos a hablar bien de los dos, siquiera sea por llevar la contra. Ya está Baroja en su jardín, el mismo de Galdós. Así, el Retiro de los Austria se enriquece con los dos más grandes novelistas de los postreros años españoles.Madrid no ha sido nunca cicatero con los genios. Ahí tenemos a Cervantes sobre su monolito, precedido de don Quijote y Sancho, rodeado de olivos trasplantados. Ahí aparece Lope, en su rincón umbrío, en la más bella plaza de la villa; un poco más acá, Quevedo, trashumante, y el mismo Calderón, entre hippies y gente de trueno, él que en vida se mantuvo tan lejano de bullicios mundanales. Sin embargo, faltaba Baroja; sólo tenía a su favor, como refrendo de su bien ganada fama, una modesta calle particular, tan breve como alguno de sus cuentos. Del otro Baroja, del de La lucha por la vida, nada había, quizá porque los arrabales de Madrid, las calles pintorescas borradas para siempre por la nueva Gran Vía, pasaron a mejor vida, tan buena que de ella nadie vuelve, por mucho que se diga.
Valle Inclán o Azorín sí que estaban en Madrid, el uno paseando, el otro en su balcón, cara al río, pero el autor de La sensualidad pervertida, perseguido por el clero en su tiempo y aun hoy por autores seglares dedicados al sexo en demasía, contemplaba pasar sus días en esa especie de vago anonimato que en España envuelve la memoria de los muertos modestos. Ahora ya está en pie aquel trío famoso: Valle, Azorín, Baroja, en bronce y a la altura de los suyos. Afortunadamente, sus pedestales no alcanzan las dimensiones del misil sobre el que Cánovas parece a punto de lanzarse en pos de la galaxia del Senado. Tampoco hablan a un pueblo de patricios, esclavos y demás personal, como ese Castelar que ordena el tráfico allá en la Castellana. Bastante más modestos, los tres se limitan a mirar, pasear o meditar, a la altura del hombre, tal como en vida fueron.
De Baroja se han dicho muchas cosas y se repiten todavía, como de su vecino don Benito: que no sabe escribir, por ejemplo. Curiosa novedad, según la cual los que peor juntan palabras son los que más cosas dicen. Pero, si bien en toda época hay quien suscita tal tipo de análisis sobrecogedores, el tiempo de Baroja era bastante distinto del actual, tanto que hasta los escritores solían elogiar a sus rivales escritores. Ya entonces, la cuestión del estilo era añeja, por no decir tediosa, a fuerza de aquilatar conceptos, cuando no prejuicios, que nunca faltan en el mundo de los vivos. Es verdad que Baroja no callaba, allá en su casa esquina a Capellanes, donde Azorín, su amigo, le retrata. Allí, en una sala de gutapercha negra, cerca de una consola y un escritorio isabelino, se veía con don Serafín, aficionado al violoncelo, ingeniero notable, que, no se sabe por qué razón urbanística, se propuso cierta vez quedarse a solas en la Puerta del Sol, cosa que consiguió con gran dificultad, seguramente porque entonces nadie tenía miedo a salir de noche. También andaban por la casa doña Carmen, alta y fina, atenta y animosa; Carmencita y Ricardo, el de La nao capitana, aguafuerte de mares históricos.
La amistad entre Baroja y Azorín, según el de Monóvar, se mantuvo siempre sincera y apacible, por encima de vientos y avatares. Siempre hubo entre los dos afecto y respeto. Baroja -escribe- era sencillo, franco y sin afectación. Para los adversarios tenía pluma acre, total, definitiva y un especial convencimiento que le restaba enemigos propios del caso. «El secreto de Baroja», añade, «es su estilo. No se ha dado en ningún gran escritor español. Los que sistemáticamente y premeditadamente se colocan -en el terreno literario- frente a Baroja, no harán dejación de su prejuicio. ¿Cómo escribe Baroja? Todos los grandes escritores se forman en un ambiente propio en que se mueven. Con arreglo a ese ambiente hay que juzgar su estilo. La prosa de Baroja es clara, sencilla, sobria. La pureza no tiene nada que hacer con ella. Baroja está cerca de las cosas. Su pureza reside en ese contacto con lo concreto. La propiedad, por consiguiente, es natural en él. El tiempo es la esencia del estilo. Lo tienen algunos de nuestros escritores clásicos, singularmente Cervantes, en esa maravilla de prólogo a Persiles y Segismunda.»
Así hablaba Azorín de Baroja, enemigos los dos de Galdós y, a la larga, tan vecinos y amigos como ahora en su jardín común. Los dos eran jóvenes y, por tanto, hostiles a la anterior generación, de igual modo que los viejos se obstinaban en mantener a salvo sus guarnecidas posiciones. Así debe de ser, habida cuenta de que los nuevos un día sufrirán la misma acometida que sus antecesores. «Los viejos», concluye Azorín, «ya de vuelta de casi todas las cosas, saben separar lo sustancial, que siempre es tradición, de los perifollos innovadores que suelen ser cosa de un día. »
Así debía ver el mundo en torno a su amigo Baroja, en su casa postrera, cerca del Buen Retiro, preludio del otro retiro eterno donde ahora reposa. Así debía contemplar a los demás, en su tertulia asidua, más allá de quimeras y pasiones. Allí vivía, espejo de sí mismo, retrato fiel, ejemplo y paradigma para tantos jóvenes. Así debía pasear con los brazos atrás, con sus ochenta libros a la espalda, a vueltas con sus meditaciones. Honrado a media voz, prohibido y censurado, nunca dispuesto a claudicar como escritor y hombre, eligió, no el camino del exilio, sino éste más cercano entre los pinos, que concluye ante las tapias del cementerio civil donde reposa.
Aquel Baroja inquieto y burgués de principios de siglo, a medias entre Balzac y Dostoyevski, testigo de un siglo de España, anarquista y romántico, nos mira ahora desde su pedestal no sumiso, ni viejo, sino vivo, casi altivo y atento, como deben de ser los inmortales. Reconocido ahora, incluso en los colegios, donde su obra sembraba silencios cuando no tempestades, debe pensar que el tiempo, que todo lo arregla, incluso llegue a remediar un día el corazón dividido de tantos españoles. Quien allá por los noventa conocía Los males de la patria, a buen seguro que habrá de meditar sobre males actuales. Junto a la cuesta de Moyano, emporio del saber popular y hace años mercado de placer humilde, vecino a un observatorio inútil ya, bajo un cielo de Madrid inescrutable, Pío Baroja, vasco en esta villa, médico, panadero, poeta, memoria de su propia memoria, se alza por fin, bufanda al viento, abrigo abierto a medias, al amparo de su boina implacable.
Según parece, la idea del monumento fue cosa del anterior gobierno de la corte. Un nuevo ayuntamiento hizo suya la idea y así, entre el uno y el otro, lo tenemos. Resulta curioso que en esta España dividida, Baroja, revulsivo inquietante en su tiempo, haya sido capaz de hacer la paz, siquiera sea en bronce, a tanta guerra civil de competencias e intereses, de poner y quitar, de alzar y derribar hombres vivos y novelistas muertos.
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