Un soldado de la Policía Militar, muerto en un atentado contra el general Esquivias
El soldado de infantería José Ramírez Villar, de diecinueve años de edad, encuadrado en la compañía de Policía Militar del Cuartel General del Ejército, resultó muerto ayer en un atentado terrorista cuyo objetivo era el general de división Fernando Esquivias Franco. El suceso se produjo a las 9.30 de la mañana, cuando el general había salido de su domicilio, en la calle de Ayala, 66, y caminabahacia su coche en compañía de su ayudante, el coronel Manuel Miler. En ese momento explosionó una bomba camuflada en una motocicleta junto al soldado de escolta que les aguardaba. El soldado sufrió heridas gravísimas, que le causaron la muerte casi instantánea, y el general y su ayudante, algún rasguño sin importancia.
A primera hora de la mañana, el tramo de la calle de Ayala comprendido entre las del General Mola y Castelló ofrecía una discreta actividad: frente al número 66 y detrás de un breve muro de contención longitudinal, los obreros completaban los trabajos de acondicionamiento de la calzada; en la acera libre, precisamente la más próxima al número 66, el soldado José Ramírez, destinado en la Policía Militar, que empuñaba una metralleta, permanecía a mitad de camino entre el portal y el automóvil del Ejército de Tierra estacionado en la esquina más próxima. A intervalo! acertaría a oír el bullicio de los alumnos del colegio del Pilar, al otro lado del paredón de mampostería.Probablemente José Ramírez agotaba los minutos de espera hasta la salida del general y de su ayudante, observando sin mucho interés una motocicleta Mobilette repintada de rojo: el dueño la había atado a una farola con una cadena antirrobo dos metros más acá de una señal de aparcamiento prohibido. Tenía gracia el desparpajo del motociclista. En algún momento, José Ramírez llegó a apoyarse en la farola.
A las 9.30, el general Esquivias y su ayudante salieron a la calle. La mañana era fresca y despejada. Una vez en la acera, el general reparó inmediatamente en el soldado de escolta, e hizo un comentario al teniente coronel: «No me gusta que el soldado esté ahí; llama mucho la atención. Sería preferible que se colocara en la esquina. »
Fue entonces cuando alguien que seguía sus movimientos pulsó un botón detonador. A cuarenta metros de distancia, una estudiante creyó que había sobrevenido un temblor de tierra, al sentir un estampido que se confundía con el crujir de cristales rotos y con la fuerte vibración de todo lo que la rodeaba en el aula. En el exterior, la onda expansiva hacía desaparecer la sección trasera de la motocicleta y enviaba piezas de metralla. en todas direcciones. Una parte de los proyectiles golpeó el muro de protección; la otra se dispersó hacia la fachada del número 66. Algunos de ellos golpearon el casco del soldado, cuya masa encefálica dejó un reguero en la pared.
José Ramírez cayó al suelo; el general, su ayudante y los albañiles miraron hacia él mientras se desplomaban sobre la acera los restos de un cartel plastificado que anunciaba unas oficinas, el casquillo superior de la farola y las esquirlas de la mayoría de los cristales de las ventanas.
Cinco segundos después., el tramo de calle era una especie de vertedero de piezas de quincalla;, entre ellos, algunas tuercas, restos de muelle de amortiguador y de cadena de transmisión. Junto al cuerpo del soldado, una mancha de sangre y otra de aceite.
En las dos horas siguientes, los vecinos siguieron haciendo comentarios en el exterior. Nadie había visto a ningún fugitivo. Entre ellos prosperaba definitivamente la tesis de que el artefacto había sido activado a distancia, con lo que se descartaba la posibilidad de que tuviese acoplado un mecanismo de relojería: en este segundo caso habría estallado unos minutos antes, puesto que el general había salido de su casa con algún retraso. También se comentaba el curioso «efecto embudo» que parecía haber proyectado la metralla de un modo muy concreto, es decir, hacia arriba, «como si hubiera seguido un cráter». Ello explicaría que resultaran ilesos el general, su ayudante y todas las otras personas próximas.
Se conocieron muy pronto los datos más significativos sobre la personalidad del general Esquivias. Había nacido en Sevilla el 20 de julio de 1917. Ascendió al generalato de brigada el 26 de diciembre de 1974, y en 1978, al de división. Fue ayudante de campo del general Franco, anterior jefe del Estado. Desempeñó el mando del regimiento de Artillería de Campana numero 13, la jefatura de Artillería de la Primera Región Militar y la de Artillería de la división acorazada Brunete número 1. En la actualidad es director de Apoyo al Material en la Dirección General de Apoyo Logístico del Cuartel General del Ejército. Es también diplomado de Estado Mayor.
A las 11.20 en punto de la mañana, el general y su ayudante bajaron nuevamente a la calle de Ayala. El primero, de estatura mediana, parecía imperturbable, no daba ninguna muestra de agitación interior o de nerviosismo. Llevaba puesta la misma guerrera que dos horas antes: sólo un reguero de manchas de sangre sobre la hombrera derecha y un apósito de gasa en el pabellón auricular del mismo lado podrían relacionarse con el atentado; su ayudante, apenas mostraba una mancha de mercromina en el caballete de la nariz.
El general Esquivias dijo inmediatamente a los informadores que iba a su despacho en el ministerio, como en cualquier otra mañana. Cuando se le mencionaba su buena suerte hablaba «del pobre soldado». Caminó los metros habituales hasta su coche, que le esperaba en la calle del General Mola, ocupó el asiento trasero derecho y cedió el izquierdo a su ayudante. Cuando arrancaba respondió a una última felicitación señalando el desocupado asiento delantero derecho del automóvil, y diciendo, en voz baja: «¿Enhorabuena? El chico tenía que estar ahí. »
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