Votar, ¿pero a quién?
Casi todo el mundo está de acuerdo. Pasado mañana, en Cataluña, tenemos que votar. Parece que, si no lo hacemos, arrostraremos la culpa de todos los terribles desastres que se presienten, amenazadores, en el sombrío horizonte. De idéntica manera a la frase de Jaspers -«no hemos hecho nada para impedir el crimen, luego somos culpables»-, seremos nosotros responsables de la tormenta si no acudimos a las urnas a depositar nuestro voto.En el fondo, faltos de atractivo y de imaginación, con más dinero que ideas, muchos de quienes solicitan con cierto apremio nuestro voto nos están pidiendo no ya que les votemos a ellos, sino que lo hagamos en contra de algo. Eso es típicamente español. Aquí los aplausos van siempre en contra de alguien. Y aquí también se destroza a aquellos pocos que pretenden ser neutrales; es preciso dar un sentido equívoco a la neutralidad, despojarla de su inocencia, hacerla culpable; si se actúa de una manera desapasionada, será por alguna razón bastarda. Es la misma tentación, la peor de las tentaciones, que sufría el arzobispo de Canterbury en la obra de T. S. Elliot: hacer lo que se debe hacer, pero hacerlo por las malas razones.
La frontera en política tiene, a mi entender, unos límites más importantes aún que los meramente ideológicos, y son, ni más ni menos, los que separan la decencia de la indecencia, la honradez de la corrupción. Y algunos tenemos en cuenta, al emitir nuestro voto, tanto más a las personas que a las teorías. Muchos candidatos al Parlamento de Cataluña, en sus anuncios en los periódicos, en sus carteles publicitarios, en sus voces en la radio, en sus apariciones en la televisión o en sus comparecencias en los mítines, nos guiñan un ojo o nos dan un golpecito con el codo intentando crear una complicidad. No se trata ya de aquellos políticos que nos intentan seducir susurrándonos: «Ven conmigo, verás lo bien que lo pasarás», ni de ser felices yendo a comer perdices, sino de decirnos con rudeza que si ganan los otros tendremos una mala perdiz para echarnos a la boca.
Realmente, ¿es todo ello tan simple? ¿Son así las cosas? ¿No será ese un análisis primario o partidista? Un drama es el conflicto entre derechos contradictorios; cuando los buenos están todos en un lado y los malos en otro, no existe situación dramática sino melodramática. Y en una situación desesperada es mejor, aunque sea más difícil, pensar que desesperarse.
Convertir unas elecciones al Parlamento de Cataluña en las elecciones del miedo; intentar presentarlas como dos bandos en pugna para imponer su «modelo de sociedad», me parece una peligrosa simplificación. Las sociedades democráticas son abiertas, cambiantes, dinámicas. Sólo si se cierran en sí mismas, si se arterioesclerotizan, cambia el modelo de sociedad a través de una revolución. Una votación democrática puede cambiar personas, rectificar orientaciones, corregir matices, eliminar corrupciones -o aumentarlas-, me jorar -o empeorar- la política económica, hacer mil cosas más; lo que no puede es cambiar el «modelo de sociedad» que allí, en la Constitución, está muy claro.
Por eso, tras el desencanto, introducir el miedo en unas elecciones, llevar a ellas un espíritu bélico y un deseo de revancha es una salvajada. Presumir de haber echado de determinada empresa a un líder sindical es una majadería imperdonable. Y presentar como nuevos a quienes lo único que tienen nuevo es el color blanco de unas camisas que llevan todavía la marca de la tintorería es una estupidez insultante que presupone que somos tontos o estamos mal informados.
¿Votar? Sí, seguramente. Parece lógico votar. Una elección es, a fin de cuentas, una radiografía. Pero un liberal como yo admite que alguieran no quiera votar o quiera no votar. Y comprende también que no votar es una forma de emitir un voto que se apreciará en la pantalla si la radiografía está bien hecha. ¿No era Albert Camus quien decía que protestaría hasta el fin con todo su silencio?
Votar, sí. Seguramente las naciones que no soportan sus males ni los remedios para hacerlos desaparecer son naciones condenadas a extinguirse.
Votar, sí. Seguramente. Pero a una ilusión no puede oponérsele el miedo, ni a una esperanza el desencanto. Ante una causa no vale la contra-causa, sino otra causa más atractiva.
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