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La cultura, traicionada

¿Es verdadera la cultura cuando repite una y otra vez las mismas cosas? ¿Cuando no cambia ni inventa? ¿Cabe algo peor?Si el intelectual renuncia a pensar por su cuenta y delega en lo unánimemente admitido, si el artista se niega a romper límites y a escandalizar, si el filósofo se refugia en los saberes por los saberes y de ahí no pasa, puede acontecer, de hecho acontece, que la cultura se momifique. Que ofrezca en cartón piedra lo que debiera ser piedra de verdad.

Nadie que pretenda crear cultura debe buscar el aplauso ni el asentimiento multitudinarios. El verdadero creador es aquel sujeto que, de forma inesperada, se sale por la tangente o, lo que es lo mismo, por la excentricidad, por lo que está fuera del centro. No hay auténtico innovador que, de una forma o de otra, no se nos aparezca como el inevitable, el antipático, el incómodo aguafiestas de la tranquilidad colectiva. Por eso, de un modo constante, ha de esperar cierto tiempo a que sus decires, o sus haceres, sean admitidos por la comunidad. Y aún más tiempo para que sean incorporados al haber de esa misma comunidad. Para que se transformen en cultura.

En el fondo, hay aquí una dimensión moral difícil y hasta heroica. Al público se le está mostrando algo para lo que todavía no tiene la sensibilidad dispuesta, o algo para lo que todavía no tiene las entendederas ahormadas. Esta labor previa de adecuación entre lo que el individuo -escritor, pintor, etcétera- presenta y los órganos receptivos de la gente para deglutirlo y convertirlo en carne propia, constituye un deber ético. El creador adivina que su esfuerzo va a ser rechazado y, sin embargo, persiste en él, lo acentúa, recarga las tintas, tercamente, obstinadamente, con mansa furia, ciega y desesperanzada. Esta actitud, que conduce casi siempre a la soledad, no pretende compensaciones ni agasajos. Busca solamente comprensión, esto es, apertura del alma de los demás a unos paisajes mentales distintos a los de siempre y, sin duda, enriquecedores de las panorámicas de siempre. El creador de cultura se realiza tanto en lo que hace cuanto en el esfuerzo por subrayar eso que hace.

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Pero el escritor y el poeta sólo disponen de su pluma y de su inspiración para llevar a cabo esa batalla. Una batalla que ya supone, sin más, un realce de la vida espiritual comunitaria. Que un grupo nacional, el que sea, disponga de gente preparada o, simplemente, de personas con el arrojo suficiente para realizar ese esfuerzo, ese oscuro esfuerzo, ya anuncia seriamente la presencia de una cultura. ¿Por qué? Pues porque, cuando eso se realiza, se están actualizando determinados valores supremos que son, en definitiva, el sedimento válido de una u otra concepción de la existencia. O, lo que es lo mismo: de la cultura viva.

Pero a la cultura puede traicionársela, puede tapársela no sólo por atonía renovadora, sino además por la negación de los supuestos sobre los que la cultura funciona. Obsérvese que cuando se produce una verdadera revolución cultural ello no quiere decir que el movimiento sísmico eche abajo las conquistas espirituales hasta aquel instante reconocidas. Lo que quiere decir es que la innovación brusca -y probablemente no hay otra manera de innovación en el ámbito de la actividad del espíritu- va a instalarse sobre los fundamentos de lo ya admitido. No sobre sus escombros. Aunque, de entrada, parezca lo contrario. O, lo que es igual: en la cultura hay líneas de fractura que, en el fondo, a lo que sirven es a la continuidad. La cultura concluye por ser la misma. Es la misma, pero de otra manera. Y en esto se esconde, seguramente, su grandeza. En ese impulso hacia arriba que ha de cumplirse incluso en los momentos en los que parece que el camino va hacia abajo. La cultura es un proceso integrador que se consigue por estratificación, como ciertas capas geológicas. Esas capas resistentes que están en la base de la hermosa abundancia del paisaje de superficie.

Esta cultura hieratizada, esta cultura en monótona esclerosis iterativa y al tiempo vanamente negadora, puede caer en el más pérfido de los engaños. ¿Cuál? Fingir una receptividad moral que no se siente. Burlarse de los postulados de la ética y convertir la comunicación del ser humano en mero trato, en chalaneo. Lo que debiera ser un abrirse del corazón y de la inteligencia hacia los demás se transforma en el juego retórico de unas cuantas metáforas soliviantadas, que a nada conducen. ¿A nada? Sí, a nada. Porque nada es la aquiescencia por inercia. Nada son las resonancias por ignorancia.

Pienso al escribir esto en los torrentes de prosas inflamadas y de poemas gesticulantes que se vertieron, por ejemplo, cuando la guerra del Vietnam. Por supuesto que aquella guerra era nauseabunda y merecedora de los máximos denuestos. Vaya esto por delante. Un pueblo era aplastado, machacado, triturado a ciencia y conciencia -a más ciencia que conciencia- Desde luego. Yo recuerdo los versos apocalípticos de ciertos poetas contra el invasor. Lo del invasor resultaba innegable. Y muy atroz. Con todo, los versos no se quedaban atrás. Pues, en general, y salvo raras excepciones, eran sumamente malos.

Pero, en fin, la causa resultaba justa y uno pasaba por alto los ripios, los lugares comunes y la pobreza estilística. El poeta, el que fuere, semejaba actuar de buena fe, con denodado espíritu reivindicativo, y eso bastaba. El logro ético -cuando no había «compromiso» programado suplía la ausencia de logro lírico. Y, evidentemente, con ello la cultura no ganaba demasiado, pero tampoco perdía mucho, Si allí no había valores estéticos había, al menos, valores morales.

Mas han llegado otras invasiones y, en consecuencia, otros invasores. Ahí está Afganistán. Yo no entro ahora ni salgo en el significado geopolítico de esta operación de los rusos, por otra parte condenada explícitamente por el Partido Comunista español y por el italiano. No me meto, ni dejo de meterme, en ideologías de ningún signo. Digo y afirmo sencillamente que lo que acontece en aquel país es, sin más, una indecencia. De la que se salva el pueblo afgano. De la que se salvan sus guerrilleros, que están ofreciendo al mundo un modelo de bravura y de apego a su tierra absolutamente admirables. Ya sé de la ferocidad de esos guerrilleros, no menor, sin duda, que la de las fuerzas represoras. Ya sé de su fanatismo, de su intransigencia, de lo que se quiera. Pero el hecho desnudo es que esos hombres, mal pertrechados, hambrientos, dispersos e indisciplinados, están luchando oscura y heroicamente contra una de las máximas potencias de la época. La rebelión afgana, «la más pobre del mundo», según un conocedor como Jacques Renard, salva más valores culturales que cualquier grupo de doctrinarios. Esos hombres que oponen a los carros de combate «viejas escopetas», y para los que «alimentarse es un problema», están sirviendo a una idea absolutamente respetable. Más respetable que los poderes fácticos de todo el orbe tecnológico.

Ahora bien, y que yo sepa, ningún literato, ningún poeta, ha alzado su voz para condenar la matanza y el amordazamiento de ese pueblo. Ni literatura sarcástica, ni versos grandilocuentes. Silencio, ¿por qué? Pues simplemente porque indignarse a ojos vistas por la invasión de Afganistán no es rentable. No interesa. ¿Dónde está la sensibilidad de los poetas? ¿O es que esa sensibilidad sólo se pone: en marcha si eso conviene a los fines particulares del vate? ¿O es que se confunde la ética y la cultura -conjunta realización de valores- con la política para convertirla en un sucedáneo? Mala cosa es esta. Muy mala. De ahí a la muerte del espíritu no hay más que un paso. El paso de la momificación. De la cultura sin moral, mero recuerdo, triste repetición, vergonzante farsa, y no actividad libre, imprevisible, dueña de sí, sorprendente y ex-céntrica. En una palabra, lo contrario del silencio de los poetas «comprometidos».

Lo contrario de la cultura como servidora generosa de la vida. De toda vida.

Domingo García-Sabell presidente de la Real Academia Gallega de las Letras y profesor de la facultad de Medicina de Santiago de Compostela, ex senador real, es una de las máximas personalidades de la cultura gallega y española.

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