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FERIA DE CASTELLÓN

El toreo de Bernadó se impone a la demagogia cordobesista

La plaza, abarrotada, la llenó El Cordobés, y nadie más que él. A su público no le importa quiénes pueden ser los otros toreros. El Cordobés se basta, aún hoy, a los diecisiete años de su alternativa, para centrar todas las atenciones del mundillo taurino. Parece como si el tiempo se hubiera detenido en la fiesta.A favor el público y a favor unos excelentes toros de Ibán, que daban las máximas facilidades, El Cordobés hubiera tenido otra de sus tardes apoteósicas, de no salirle respondón uno de los compañeros del cartel. El primero de los ibanes que le correspondieron, sobre anovillado y mocho, tenía una embestida de maravilla que aprovechó el ídolo para aplicar los consabidos telonazos del desprecio, docenas de derechazos y naturales que unas veces salían aseados y otras no y, por fin, el esperado cuanto controvertido número del salto de la rana, que produjo oles, carcajadas y alboroto.

Plaza de Castellón

Segunda de feria (lunes). Cinco toros de Baltasar Ibán y uno de El Jaral de la Mira. Joaquín Bernadó: oreja y oreja. El Cordobés: dos orejas y división. Palomo Linares: dos orejas y oreja.

La causa cordobesista era consecuentes consigo misma y el cordobesismo estaba a sus anchas. Hay quien no se explica el porqué del «tirón» de este coletudo que podría alinearse mejor entre los charlores que entre los diestros; sin embargo, está bien a la vista: sus registros son los mismos que los de las novelas por entregas. El Cordobés monta el espectáculo de sí mismo sobre los bastidores de la demagogia, y si torea o destorea le da lo mismo, y a su público también.

Palomo también sigue esta línea y pierde el tiempo pues le falta gancho. Lo suyo sería más cuando tiene a su disposición tan buen género como esos ibanes de melocotón que le cayeron en suerte; pero a estas alturas de su carrera sería demasiado pedir que intentara reposar los pases.

La gente lo pasaba bien con estas cosas, entraba con facilidad en el juego de la demagogia y a cualquier otro torero le hubiera bastado ponerse un poquito histrión para conseguir el mismo o parecido efecto que El Cordobés y Palomo. Pero Joaquín Bernadó, que encabezaba la terna, no es de esos, por lo cual hay que felicitarse. Bernadó, torero a carta cabal, prefirió emprender el camino difícil y torear. Parecía que no sería un incómodo compañero de tema, de esos que plantean competencia y, por tanto, problemas. Ya se sabe cuál es la personalidad del veterano catalán, que apenas se desmelena, como ocurrió con su primer toro, al que muleteó con buenas maneras y nada más. Pero en el cuarto, inesperadamente, construyó una gran faena, desde los ayudados maestros y los naturales de frente, ejecutados con temple y garbo, hasta las manoletinas del final, pasando por los de la firma, bellísimos, y momentos de inspiración suma, como cuando ligó el pase de costadillo con el natural, y éste con el de pecho hondo.

Lo asombroso es que las buenas gentes, cordobesismo incluido, entendieron esta faena de altos vuelos y se complacieron con el arte. Tanto, que después de volcar su entusiasmo con Bernadó, al resto de la corrida no le dio importancia. Ni siquiera a El Cordobés, que pegó incontables pases al manejable sobrero lidiado en quinto lugar, sin escuchar ni un solo olé, y ni un solo aplauso. El ídolo, que evidentemente no está acostumbrado a estos reveses, perdió los nervios, corto de súbito el trasteo y entró a matar sin más miramientos. Por unos minutos debió sentirse destronado, y tal situación debe ser de lo más amarga.

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