El "arco de crisis": sentimientos e inquietudes de Europa occidental
«Vengo de donde no se puede hablar y me encuentro en un mundo en el que puede decirse todo sin que lo que se diga sirva para nada. » La frase, emitida hace meses por Aleksandr Solyenitsin durante una conferencia en América, es perfectamente aplicable al mosaico político-militar que prevalece, a escala planetaria, tras la aventura iniciada por Moscú en Afganistán en diciembre de 1979. Fija con trazo riguroso los contornos dialécticos del actual «arco de crisis», según la denominación que aplica al asunto la lexicografía de la prudente -y confusa- diplomacia europea.En las últimas dos semanas he leído con detenimiento cuanto al respecto se ha publicado en la gran prensa de Occidente lo que recogen los extractos de la prensa soviética o sovietizada que circulan con profusión por los países democráticos, y he mantenido conversaciones con algunos personajes de primer plano, o con funcionarios de alto rango próximos a ellos, de las comunidades de los nueve y de la OTAN. Y he llegado a conclusiones que intentaré resumir en este y en futuros artículos.
La cuestión que en primer término se plantea en las cancillerías del Viejo Mundo es si realmente, estamos asistiendo a un declinar irreversible de la potencia americana.
Toda respuesta concreta, se me dice en medios responsables, puede resultar precipitada. Es evidente, parece que piensa el canciller Helmut Schmidt -y así lo habría dicho en una de las entrevistas que quince días atrás mantuvo con el primer ministro belga, señor Martens, de carácter íntimo-, que la incapacidad y las vacilaciones de Jimmy Carter constituyen importante -y deplorable- factor del presente estado de cosas. No lo es menos, subrayan mis informadores, la circunstancia de que Estados Unidos se halla en plena campaña presidencial y que, aunque el morador de la Casa Blanca se esfuerce -hasta ahora con éxito- por persuadir a sus conciudadanos de que actúa como jefe del principal Estado democrático de nuestro tiempo, sus actitudes y sus decisiones tienden, antes que a otra finalidad, a satisfacer exigencias electorales de estirpe subalterna. Pero es todavía pronto, se considera generalmente, para alimentar serias dudas en el sentido de que la gran nación norteamericana no logre encontrar, en sus propios alma y cuerpo, los recursos imprescindibles para responder a los desafíos que confronta.
Se perciben tonalidades preocupantes en el furor antiamericano que se extiende por buena parte del mundo. Desde el fin de la segunda guerra mundial, la animosidad contra Estados Unidos -los grandes y, por desgracia, con frecuencia poco atinados vencedores- ha ido en crescendo. El conflicto de Vietnam, el folletón del Watergate y los errores del presidente Carter han acentuado la hostilidad de sus adversarios naturales y el escepticismo o la desconfianza de los aliados y los protegidos de un Washington que, poco seguro de los propios criterios, ha sido y sigue siendo, sin embargo, alérgico a los razonamientos y a las reacciones ajenas.
Veinte años atrás, las manifestaciones antiyanquis eran, esencialmente, de inspiración comunista. Ahora influyen en ellas con tal fuerza otros elementos -el racial, el nacionalista y, aspecto acaso el más grave, el religioso-, que, pese a que el comunismo de modelo soviético resulte el principal beneficiario, no está suficientemente diáfano que sea el organizador, al menos directo.
Lo que diferencia al antiamericanismo de 1979 y de lo que va de 1980 del que le habla precedido es que antes se expresaba contra una nación deliberada, o quizá de manera más exacta, involuntariamente hegemónica. Hoy se trata de un país en pérdida -relativa- de vigor castrense y con tendencias alarmantes al aislacionismo.
Hace quince o veinte años era de buen tono referirse a Estados Unidos como un país al borde del fascismo. Cualesquiera que sean las inculpaciones que puedan seguirse haciéndole, lo infundado de aquella está, en la actualidad, suficientemente probado.
En los albores de la década de los ochenta, el mundo se desequilibra porque América, por impulsos religioso-políticos de su presidente, ha eludido parte de las responsabilidades que la incumben. En estos instantes han marcado, por causas políticas internas, un viraje tal vez peligrosamente brusco.
En los años cincuenta del siglo que termina, la potencia americana y la soviética -pilares asociados y rivales de los acuerdos de Yalta- no tenían el mismo volumen. La primera sobrepasaba ampliamente a la segunda. La correlación tiene hoy un carácter sensiblemente inverso, se me afirma en centros autorizados de la Alianza Atlántica. La URSS es más fuerte que nunca. Estados Unidos se ha debilitado.
Sin duda, creen sus aliados europeos, el poder económico y militar de los americanos no buscaba predominios implacables. Simplemente, con arriesgada ingenuidad, un imposible ecumenismo de la democracia a imagen y semejanza de la propia.
Las humillaciones que encaja un pueblo que se encuentra de súbito ante situaciones difícilmente soportables -como la de los rehenes de Teherán- son susceptibles, al considerarse tratado con ingratitud, de reacciones imprevisibles.
Cuanto queda esbozado es materia de disimulado pero profundo desasosiego en Europa occidental. En la República Federal de Alemania sobre todo; pero, también, en una Francia cuyos problemas nacionales determinan la política exterior, en la Italia particularmente desestabilizada, en las potencias menores del Benelux y de la región escandinava y hasta en la Gran Bretaña de la «dama de hierro», señora Tatcher.
En todas las capitales del Oeste europeo, en las Comunidades de Bruselas y también en los medios civiles de la OTAN se efectúan esfuerzos, frecuentemente estériles y casi siempre ambiguos, para mantener, no obstante, el «golpe de Kabul», el mito de la famosa «detente», con el afán de que, en la próxima conferencia de Madrid sobre Seguridad y Cooperación, se convierta en realidad operante. Moscú quiere dar la impresión de que, con el giro que parecen tomar los acontecimientos en Afganistán, persigue el mismo objetivo.
Hay, sin duda, peligro soviético, me dice un miembro destacado de la misión oestegermana ante el Consejo Permanente de la Alianza Atlántica, Pero, añade en seguida, existen la incógnita y el riesgo de lo que un Washington resentido y despechado pueda acometer, en una hora de exasperación, por impulsos de un jefe político supremo inexperto y versátil.
De ahí que las viejas naciones de la madre Europa se hayan visto obligadas, en la última decena de febrero, a hacer comprender a mister Cyrus Vance que, en lo que respecta a Afganistán, a Irán y a los Juegos Olímpicos de Moscú, no están dispuestas a asociarse a las operaciones, de marcado signo electoral, de Jimmy Carter. Aunque al hacerlo hayan tenido los gestos exquisitos y empleado el tono cortés que la diplomacia clásica exige.
Sin que sea del todo seguro que el mensaje, insinuado más bien que concretamente definido, se haya entendido con exactitud al otro lado del Atlántico.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.