Porros de fresa y limón
Eduardo Haro Ibars, al que alguna noche encuentro en El Sol, al que antes encontraba en el bar La Hemeroteca, o en sus artículos de Triunfo, me envía un discurso de la Orquesta Mondragón, que es la que mola, con letras escritas por él. Me ha gustado sobre todo Porros de fresa y limón.«Van azules por el parque / vestidas de plástico y encaje pasan despacio y en el quiosco compran porros de fresa y limón.» La traslación helado de fresa / porro, implícita en la canción, no es sólo una licencia poética, sino una licencia sociológica que dibuja la transición de nuestras adolescentes desde la inocencia lenguaraz de una moral de fresa y limón a la transgresión menor, imaginativa y habitué del porro, que permite ver más cosas en las cosas y mirar el mundo sin aureola bíblica de pecado original, un mundo genesíaco anterior al Génesis. «Sus novios las esperan en un apartamento / esnifan vitaminas y preparan su momento / y cuándo están juntos se colocan en un cielo / calor de cama estrecha y color de caramelo.» La palabra novio es ya connotativa, irónica, puesto que novio viene de novicio y estos novísimos no son ya nuevos en nada. La prosperidad franquista de los sesenta se lo dio todo desde niños. Pero se mantiene todavía un equilibrio del terror erótico con la familia, de modo que el novio / amante de fresa, limón y porro, puede acabar -y acaba- de marido. Es el discreto encanto de la burguesía. Tienen ya apartamento, según la copla, y no se lo hacen de vespa como antaño, o de revolcón contra la tapia del cementerio, como trasantaño. Esnifan vitaminas, porque lo que ha descubierto esta juventud es lo mismo que descubrió el clásico, pero a la viceversa: todo con exceso.
Exceso / transgresión. Sade, Baudelaire, Bataille. Han descubierto que, con exceso, todo flipa, hasta el pegamín de los sellos de Correos, que a lo mejor tienen por el anverso al Padre Damián, apóstol inútil de estos leprosos cuya lepra no es sino un lírico acné juvenil. Sellos y cocacola para colocarse, y a pasar de todo. Hay un cielo color de caramelo, porque su erotismo sigue siendo sádicoanal, infantil, como en Carroll y la Historia del ojo. Pero los nuevos niños terribles dejan a Cocteau en un maestrillo de las Escuelas Pías. No les salva ni El Libro Rojo del Cole.
«Vuelven azules por las calles / con rosas de plástico y encaje / pasan despacio y en su casa / cuentan trolas de fresa y limón.» La ruptura generacional, más que ruptura, se ha quedado en un zurcido de mentiras filiales, trolas de fresa y limón, entre nuestra media- clase- media. Los padres hacen como que se creen lo que los hijos cuentan sin creerse sus propias mentiras, que es la primera obligación del buen mentiroso. Hay ahora mismo en muchas familias un equilibrio ecológico que es ya, más bien, meramente cronológico: si la niña está en casa a las diez, es que ha salvado el peligroso lago de la tarde. La moral familiar la marca el reloj de pared, árbol de las horas; árbol del Bien y del Mal en el Paraíso doméstico plazos y skay. Lo que importa es que la sopa concentrada permanezca unida. De ese sopipollo moral vamos viviendo.
«Podridas y dormidas en cucharas de plata / preparan sus máscaras y en sueños de hojalata / inventan paraísos de seda y añil / sus cabezas oscilan entre octubre y abril. » Hay en estos últimos cuatro versos como un Modernismo golfo, como un Simbolismo pasado por el punk, como un Rubén / Verlaine pasado por Malasaña. Ya Valle metía entre las princesas rubenianas alguna meretriz gorda del Prado que hacía esperpento de la sonatina. Aquel Valle dandy, este Haro ácrata, acanallan la poesía para hacer el poema y su crítica al mismo tiempo. Más o menos lo cheli, que decíamos ayer. Desde el helado flipante de fresa / frambuesa al porro adolescente que se confunde con el humo de los sueños primeros, la ruptura de dos o tres generaciones cuya única dialéctica con los padres terribles es la mentira. Una mentira de fresa y limón.
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