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Maldición, el bazo ataca de nuevo

Esta vez, no; esta vez se sabía desde un primer momento que el espectáculo no podía ofrecer novedad alguna. Hubo quien le recomendó que no lo hiciera. Otros se lo pidieron por su propio bien. Se entiende que por el bien de ellos, pues el bazo mejoraba con la escritura. Voces autorizadas confesaron que este intento póstumo no tendría sentido ni la lozana frescura del primer escrito, tan sorprendente para quienes pensaban que un diputado-ministro era necesariamente analfabeto.Y, sin embargo, allí estaban de nuevo todos los personajes del sainete, camino de la tragedia. Los mismos de siempre repetidos en los espejos de las cabinas de lujo del condenado transatlántico a la deriva, con las luces fugaces de sus ojos de buey bailando al compás errático de las olas de la mar. Las aguas encrespadas de todos los acontecimientos, que se sucedían con brutalidad y sin respiro posible, porque hasta los fogoneros echaban lumbre por los ojos, irritados por el insomnio de mil madrugadas perdidas contra el infortunio y la desolación.

Los mismos personajes repetidos, casi un año más viejos, todos en sus puestos de combate, y la esperanza depositada en la bodega del paquebote, allá por debajo de la línea de flotación. La travesía, hasta entonces, había resultado mejor de lo que preveían los más pesimistas, pero ahora que las fuerzas del viento bailaban otra vez entre el siete y el ocho, algunos empezaron a perder de vista el horizonte, y entre ellos, el propio diputado-ministro, que empezó a fecundar el infinito en busca de algún asidero más firme que la derrota del buque y la suya propia. «Otra vez, no, por favor. La primera vez te salió bien por la sorpresa, pero ahora, que estamos todos al cabo de la calle, no profundices más en las heridas del liderazgo maltrecho.»

Con el paso del Ecuador se celebraba todos los años el primer baile de máscaras, que esta vez coincidía con los carnavales, si bien la sonrisa estereotipada de las máscaras de cartón piedra no servía para ocultar la evidencia. La verdad es que en esta ocasión los tickets para la mascarada se vendieron más caros y la afluencia de público fue sensiblemente menor. El comandante en jefe no estaba para bailes en estas fechas y la tormenta de finales de enero había despejado las incógnitas que otrora hicieron tan concurrido aquel camarote.

Mentiría si dijese que no hubo gestos espectaculares, actitudes honestas, entregas sin desmayos y flores en primavera. Los más generosos llegaron hasta el camarote una y otra vez, salvando riesgos incontables y, en ocasiones, a costa de muchas dignidades heridas por la insolencia y el desprecio. El diputado Galinga -Jacinto Galinga Vázquez, para los desmemoriados- aguantó a pie firme algunos momentos difíciles, tarareando la vieja canción Más cornadas da el hambre; pero, todo hay que decirlo en los momentos de mayor desvarío hubo compases en los que la melodía no se correspondía con la letra. En el perchero del guardarropa flotante el diputado-ministro había colgado, al comenzar la travesía, un porcentaje de soberbia considerable, gran parte de su vanidad y un cuarto menguante de la ambición que todavía le empujaba con la fuerza del viento. No lo digas, le gritaban; no lo confieses, lloraban desgarrados los chilindros, los abedules y los narcisos en flor, como si con el silencio pudiese ocultarse el huracán y apagarse la tormenta. El sabía, sin embargo, de antemano que aguantaría aquella nueva tarascada, y su única preocupación, cuando las olas barrían la cubierta, era preguntarse por la siguiente, preguntarse a sí mismo cuánto valor y energía, cuánta ambición, podría quedar almacenada para una nueva embestida, llegase cuando llegase.

Durante los primeros quince días de aquel crucero infinito estuvo bajando peldaños y escalones, uno a uno, con la vista puesta en el fondo del pozo interminable, mirando sin cesar el gota a gota y dispuesto a cambiar en cualquier minuto toda su fama y prestigio por un pedazo de sangre y cinco estrellas dibujadas con nitidez en la galaxia de su aventura particular. Maldijo su suerte y su destino el diputado-ministro, coa expresiones impropias de un caballero de su condición y estirpe. Las enfermeras huían aterrorizadas al conjuro de los exabruptos y entonaban cánticos salvíficos para purificar el ambiente. Inútil cantinela. El corre-corre por los pasillos era esta vez más profesional y ordenado. Los teléfonos sonaban con igual cadencia, pero a un ritmo más pausado. Las noticias no lo eran, porque no lograban romper la barrera de la notoriedad, y un discreto silencio enmudeció a las agencias de noticias federales de todas las comunidades autónomas en su batalla campal contra el título VIII de la Constitución. Al bazo no se podía llegar por el referéndum.

En esta ocasión no se presentaron tampoco los embajadores acreditados en el trópico, ni los alcaldes pendientes de superar la atonía financiera de los municipios, ni los congresistas que vigilaban las armas en vísperas de la nueva legislatura. Los diputados-ministros cumplieron sin excesos y los amigos se volcaron (in un intento desesperado por cubrir los vacíos oficiales y ahuyentar la melancolía y el mal sabor (le boca que deja siempre la canción del olvido.

Entre todas las cartas, ninguna como aquella de las flores. Entre todas las flores, ninguna como aquellas de Belinda. En las sonrisas, Piedi; en la constancia, Corsiga, y en el dolor, calmantes de Nolotil. El derby de los efectos no tuvo, sin embargo, vencedores ni vencidos, porque cada quien echó el resto en sus virtudes, hasta el punto que el diputado Galinga no pudo hacer distingos ni otorgar encomiendas, aunque, en su orgullo infinito, llegó a pensar una vez más, y así se lo confesó a su amigo y colega José Pablo, que de aquella nueva aventura saldría fortalecido, y su personalidad, enriquecida. Luego de decirlo se sonrió con timidez para quitarle trascendencia a su propia vanidad.

Los errores de las voces anónimas que le aconsejaban prudencia fueron dos: uno, pensar que esta segunda historia del bazo en alto seria tan emotiva e intimista como la primera; otro, creer que el relato se centraría en los personajes de la novela, cuando Galinga Vázquez sabía, por su experiencia política, que nunca segundas partes fueron buenas. Desde la altura del transatlántico cabía otra perspectiva más remota y lejana que miraba a los entresijos de poder y se olvidaba de las personas que circulaban atropelladamente por cubierta.

A estas alturas de la navegación, el diputado-ministro sabía algo más sobre las borracheras que origina la graduación alcohólica del poder, las distancias y soledades que se generan en los combates de su aproximación y el vacío que se abre entre quienes lo disfrutan y los que lo padecen.

El modelo de borrachera más próximo en la distancia pasada fue el de Laureano, que llegó a pensar, en un momento dado, que el poder era todo de él y para siempre. Y en verdad que muchos cayeron en aquella ficción y le adoraron con especias del sureste asiático para obtener los favores y prebendas que de otra suerte hubiesen resultado inalcanzables.

Entre los primeros síntomas de la heterodoxia hematológica y este segundo crucero habían muerto algunas esperanzas y muchas horas de tedio por la marginación y el desencanto. Así fue como Galinga Vázquez había despertado al mundo vivo y real de las limitaciones, las suyas y las de quienes le acompañaron en este sonambulismo de extrañas impotencias. En un primer momento, no pudo ni tan siquiera enlazar con la experiencia pasada, tan lejana y distante, tan pobre en matices y en colores. Sabía ahora más de sí mismo y de quienes luchaban por encontrar acomodo en este país que se resistía a nuevos ensueños y especulaciones. El día de autos -el 15 J-, quisieron cambiar el vicio mundo de las realidades y ahora estaba empezando a resultar que ni sabían ni podían. Las pequeñas pasiones del poder y de la intriga

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Joaquín Garrigues Walker es ministro adjunto a la Presidencia y diputado de UCD por Murcia.

Maldición, el bazo ataca de nuevo

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hacían doloroso cada avance imaginario y más utópica la esperanza de lograrlo. Enfermedades tropicales de difícil diagnóstico empezaron a minar los primeros impulsos, y los errores de estrategia les movían a cambiar precipitadamente las tácticas. El tiempo no acababa de pasar y sin embargo corría enloquecidamente al desespero mientras remaban con furia para remontar la corriente. Ahora que el poder era de todos, resultaba tan poco dúctil y maleable que no acertaban a entenderse entre ellos mismos. Mas no adelantemos los acontecimientos.

Los primeros apuntes de embriaguez fueron inequívocos. Con los vómitos y mareos tan característicos de estas situaciones, despertaba en los afectados un ansia infinita de intervenir en los detalles más superfluos y decidir sobre la vida y milagros de próximos y ajenos. Desde el puente de mando parecía que el universomundo no tenía otro remedio que someterse a los veredictos de aquella causa tan justa y tan nítidamente perfilada por los mandarines y sus acólitos. Unos y otros creían dirigir todas las operaciones de avance y retroceso sin que nadie pudiese escaparse a sus mandatos y sentencias. En un primer momento era difícil distinguir a los que sí de los que no, a los que detentaban una parcela sustancial, de aquellos otros que transitaban ajenos al combate. El Ministro de Alimentación lo expresó mejor que nadie: los que mandan, los que no mandan y lo saben, los que no mandan y no lo saben. Todos revueltos y confusos en busca del mismo objetivo: la conquista M poder. Sólo dos lo consiguieron en grado suficiente para confundir el vaivén del transatlántico con su íntima sensación de que flotaban en una atmósfera enrarecida por el opio del poder. El viaje del paquebote era como su propio «viaje» por galaxias ignotas para el resto de los mortales. Bien poco importaba que allá, en la Tierra, sus moradores viviesen ajenos a su aventura, ya que el poder, como se sabe, es personal e intransferible, y su gozo, infinito, mientras dura.

Ninguna otra pasión del espíritu o de la carne le aventaja en orgasmos, ningún otro vicio trasciende como el poder al mundo de las esencias. Se marca en la piel como los besos de María Jiménez, y como sus canciones, acaba en la oscuridad más absoluta cuando uno ha llegado a creérselo del todo y llega el fin de la agonía.

Esa pasión no se apaga con la soledad. Muy por el contrario, se abona ese precio de buen grado, pues en los otros oficios y pasacalles la soledad también es condición del ser humano y aquí te saludan como si fueses alguien y, te juro por tus muertos, que te acabas creyendo que eres alguien aun cuando tú bien sepas...

Luego, un día, la mar se encrespa cuando menos te lo esperas y te dicen a gritos hasta las piedras del desierto que el viaje ha terminado, que el billete era de ida, que... Entonces, sólo entonces, empiezas a darte cuenta de que todo aquel aparato que era tuyo se te va de las manos, y en un instante otros, que ya me dirás la diferencia, se suben al puente de mando con la misma ilusión y el mismo énfasis, sin temor a la soledad que llevan dentro y en la estúpida creencia de que han conquistado el poder.

Un día cualquiera, cuando son más mayores, descubren que el caballo galopa sin atención a las bridas, que el modelo de sociedad no lo cambias a golpe de leyes y decretos y que el modelo de Estado lo transformas con sangre, sudor y lágrimas...

Todo esto lo puedes ver desde el puente de mando si te fijas bien y no has perdido del todo la serenidad y el control de tu propio destino. Porque, entérate de una vez si quieres: puedes perder el bazo, la cabeza, el riñón o una pierna, si aciertas a no perder la compostura y ese último olfato que te dice que, cuando el imán funciona, la rosa de los vientos apunta siempre al Norte. Luego, todo lo demás te lo sirven gratis en una copa de cristal de color ámbar, que parece champán.

No hay pesimismo en mis palabras. La película no se paga con dinero, y si no la has vivido, no sabes de la guerra la mitad. El que se baja quiere volver por cualquier vía de las que autoriza la Constitución, y algunos, a los extremos, contra esa ley suprema. Quien no ha hecho ese crucero no sabe de qué va ni entiende que hasta la muerte es un precio razonable por conseguir una plaza de turista navegando al viento del destierro. Si te dicen otra cosa, ya sabes que mienten, por mucho que repitan palabras de poesía: « Me voy, me voy, me voy pero me quedo, desierto y sin arena».

Transige y negocia, no te rindas, rechaza el veneno de la pureza de tus ideales, renuncia a los amigos, traiciónalos y hasta mata si te quieren bajar del puente. No te engañes con el liberal Trudeau, que ha vuelto de milagro. En la inmensa mayoría de los casos es un viaje sin retorno, porque los dioses te hacen pagar con creces las horas que pasaste dictando reglamentos. Implora porque te dejen seguir, humíllate, renuncia al orgullo que ponga en juego tu continuidad, calumnia, miente, llora y hasta di la verdad, si con ella puedes seguir bailando. la rumba del poder.

Finge que no estás loco, pero hazte el loco si crees que así puedes engañarles, ponte enfermo de cuando en cuando, y no te repongas del todo para que no te teman, flagélate por las noches, enseña tus heridas y vergüenzas, pero no sueltes amarras. Agárrate con fuerza mientras te despedazan, porque quienes lo hacen se cambiarían sin dudarlo por gozar de los manjares que tú comes y soñar las grandezas que te adornan. Y luego, si te sueltas, muérete poco a poco, y en silencio, para no levantar sospechas. Son consejos de amigo.

Ni una sola referencia personal, ni un solo detalle intimista, salvo las flores, hizo en esta ocasión el diputado-ministro. Lo vio con claridad, todavía desde el puente de mando, cuando las luces del camarote se apagaron aquella última noche del crucero con las imágenes de la serie filmada De aquí a la eternidad. No era mal titular tampoco para acabar esta serie. Mientras, los teléfonos del centro emisor se bloqueaban con las llamadas anónimas denunciando la inmoralidad de las imágenes de sexo y violencia. El diputado-ministro tuvo que explicar una y mil veces a sus electores que aquellas escenas no habían ocurrido nunca en España. Eran sólo producto de la barbarie capitalista norteamericana.

Cuando el diputado Galinga cerró los ojos y escuchó el toque de queda, se preguntó a sí mismo a qué distancia en millas marinas estaría la eternidad. El poder era sólo un primer paso hacia ella. El segundo crucero había terminado.

Post-scriptum: una referencia parece obligada a mis amigos Betina y Rafael, quienes al leer con rubor y vergüenza ajena las galeradas de este original me recomiendan la lectura del polaco Henrik Sienkiewicz, cuando pone en boca de Petronio su consejo a un jefe de Estado llamado Nerón: «Asesina, pero no escribas versos; envenena, pero no bailes, incendia, pero no toques la cítara.» Tomo nota.

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