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Carnaval sin antifaz

Ahora que andamos en plena recuperación de patrimonios, fiestas y palacios, nombres de calles, ruinas y artesanías, parece que le ha llegado el turno al carnaval. Hoy que, a pesar de los esfuerzos de las correspondientes corporaciones, verbenas y procesiones languidecen, se trata de resucitarlo, sin antifaces ni caretas, rostro al aire, con especial cuidado policial, algo así como el quiero y no puedo de otros más vivos, desaforados y anónimos. Más que a la tradición se apunta a desfiles y cortejos en los que el público, atento a luminarias, serpentinas y globos de colores, se contenta acechando de lejos la inaccesible belleza de la carne. Inventarse un disfraz, mudar de traje, pero no de rostro, tiene más de concurso que de fiesta, más de escenografía que de juego o pasión, siempre más respetables. El arte de vestir o transformarse, siquiera sea sólo en apariencia, de olvidarse por unas horas de sí mismo, cambiando el propio yo en lo que acaso quisimos ser, más allá de lo que fingimos o añoramos, fue tentación eterna para el hombre y hasta el muy puritano Carlos III, olvidando sexo y pasión en el azar inocente de la caza, fomentaba los bailes de mascaras, a pesar de que él personalmente tachara de inmoral toda clase de danza.Hay un cuadro de Paret en el Museo del Prado, donde músicos, máscaras, saludos, ademanes parecen detenidos, como fijados en el tiempo, a la espera del fotógrafo oficial, dispuestos a reanudar el baile una vez disparado el relámpago fugaz de la máquina. En él aparecen dominós, arlequines, turcos barbudos y veladas hetairas. Una vez el retrato realizado, la orquesta, en la tribuna que centra el lienzo, reanudará sus aires y la pasión desdeñada por el rey acabará encendiéndose como las ocho lámparas que iluminan desde el techo la sala. Seguramente tal pasión era más viva en las capitales que en el campo, por aquello de que el aire de la ciudad hace al hombre más vivo y menos sano. El caso es que mientras allá en los pueblos mozos y mozas danzaban al son de espadas o bastones, ante santos de palo, bien apartados los unos de los otros, sin llegar a tocarse ni las manos, en las capitales -en círculos, teatros o domicilios particulares- se imitaban los compases de la moda en boga, aun a riesgo de desatar las furias, cuando no los dardos inquisitoriales. La cosa llegó a tanto que en pleno siglo XVIII fueron prohibidos todos aquellos que con pretexto del carnaval ofendían la majestad divina.

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Mas sucedió como en el caso de los toros: ya un nuevo tiempo llamaba a la puerta; otros protagonistas despertaban y fue preciso reconsiderar tal desafío, ganando por la mano a los humildes. Así nada menos que el conde de Aranda introdujo los bailes públicos de máscaras con tal éxito, a pesar de los precios, que más de 3.000 personas asistían cada noche, seguramente porque en tiempos de crisis, como ahora, la gente siente el azogue de la carne, cuando no el frenesí de lo superfluo. Tal frenesí no tardó en alcanzar calle y suburbios, en una mezcla de agrio afán de olvidar, romper las cárceles del alma y dar suelta, siquiera a lo largo de una noche, a la venal servidumbre de los cuerpos.

A un tiempo lejos y cerca de Paret, sin un protagonista único, pero con perspectiva diferente, blancas mujeres, negros diablos, viejos borrachos y niños sorprendidos bailan tiempo después de la mano de Goya en el Entierro de la sardina, bajo un rostro entre cómplice y sarcástico. Lo que ya por entonces representaba el carnaval (un modo de sentir la libertad cada cual a su modo, según su propio gusto o fantasía) murió a manos de Fernando VII, temeroso de reconocer a aquellos que tras haberle deseado tanto acabaron ante el verdugo cotidiano. La nueva etapa constitucional volvió a resucitarlo, y mal que bien aguantó hasta 1936. Las batallas de flores acabaron un día en guerra de trincheras y las escenas que Ricardo Baroja y Solana retrataron fueron borradas de las afueras de Madrid y de la tierra cálida erizada de capeas y procesiones. Hoy se quiere resucitar todo ello en esa especie de búsqueda del tiempo perdido donde cabe todo: fiestas de santos y corridas goyescas, pero en Madrid los tenderos de la plaza Mayor no quieren al carnaval bajo sus soportales. Les basta, al parecer, con el que cada verano montan flamencos y turistas que comen, beben y compran postales. El carnaval deberá asomarse al balcón de las Vistillas, hasta el que no llega ya la brisa de un río memoria de praderas propicias y de encuentros galantes. El horizonte es una gran meseta de tejados que bordea e inunda las viejas tapias de la Casa de Campo. Se borraron las fiestas junto al río, de rumor de las últimas máscaras, de los postreros truenos, de los fantasmas rotos, turbias murgas y siniestros panderos. Goya duerme su sueño sin cabeza a la espera de un falso rostro capaz de devolverle al mundo de los vivos. Cayetana, sin, pies, se estremece y suspira, escuchando los lejanos rumores de la fiesta. Aun coja y todo, de buena gana acudiría, pero el tiempo, que no perdona, también le impide alzarse sin antifaz del polvo. Ni ella ni el carnaval serán capaces de resucitar vigilados por los cien ojos de la noche, de la moral y el orden, a la sombra de las recién dictadas disposiciones municipales.

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