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Tribuna:SPLEEN DE MADRID
Tribuna
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Salvemos la familia

Salvemos la familia, pero ¿de qué tenemos que salvarla? En principio, de sí misma, claro. François Mauriac, Nobel, católico y sentimental, me lo dijo un día, desayunando en su jardín, para el Paris-Match:-La familia es una cárcel de barrotes humanos.

Y no era un rojo, don François. Íñigo Cavero, que tampoco es rojo, pero no es precisamente Mauriac, qué le vamos a hacer, ha decidido que la familia se salva sometiéndola a una prueba de dos años, a partir del matrimonio. A los dos años, uno se reengancha o se licencia, o sea que se divorcia, según la ley que, al parecer, se está gestando. Hacer el amor matrimonial viene a ser, así, algo como hacer la mili. Cuando mis tiempos, la mili duraba unos dos años. No sé ahora, porque ni siquiera soy objetor de conciencia, ni está muy claro que yo tenga conciencia, dada la heterodoxia y la frivolidad ideológica que me atribuye la agencia Tass de noticias moscovitas. Se le está criticando mucho al señor Cavero su proyecto de divorcio/ matrimonio a plazo fijo de dos años, en cómodas mensualidades de débito conyugal, e incluso aquí mi señorito, Juan Luis Cebrián, lo ha hecho públicamente, pero yo me voy a permitir llevarle la contraria (para eso me paga, para que le lleve la contraria, y no así el ministro De la Cierva, que paga a veintitantos asesores -hoy me lo recuerda y denuncia un lector- para que le den la razón). Me parece que el señor Cavero ha aplicado al matrimonio unos esquemas militares de nuestros tiempos, cuando la mili era tan larga, sólo que el Ejército, a mi ver, es institución con mucho más porvenir que el matrimonio. Pero hay que entrar en la alcoba nupcial como se entra en el cuartel. Con espíritu de disciplina y dispuesto a comerse lo que haya.

Por otra parte, el plazo de dos años me parece sabiamente calculado. Un año para conocerse y otro año para odiarse, exterminarse mutuamente o acabar de pagar el minipímer.

Del mismo modo que tengo escrito que la inspiración dura dos folios (y por eso el artículo es el género literario perfecto), digo ahora que el amor/odio dura dos años, y no los quinientos metros que me parece le concedía Jardiel, pues yo he probado a correr quinientos metros lisos con mi señora y al final, aparte de estar cansadísimos, seguíamos sin ponernos de acuerdo sobre el color de la moqueta. Un año para amarse y otro para exterminarse.

El hogar/dulce hogar es una dulzura que se va poblando inopinadamente de instrumentos de muerte, armas blancas, máquinas de tortura, planchas pesadísimas de pico letal, cuchillería de la lista de boda en El Corte Inglés, cuchillo de cocina de desescamar el besugo o a la santa esposa, tabla de la plancha y palcolor hipnótico que deja a la víctima en trance pasivo de hacerle una cala en la cabeza con el hacha leñadora de persuadir a Trotsky. No hay mal que cien años dure, en el matrimonio, salvo el matrimonio mismo, que andan muchas parejas centenarias por las residencias de ancianos Francisco Franco, que lo dejó todo atado y bien atado, sobre todo el matrimonio. La pareja que haya pasado la prueba de los dos años que les da el señor Cavero, como en un concurso de Íñigo, sin hacerse recíprocamente la operación de apendicitis con las tijeras de la costura o sin incluir al lechero matinal en el sagrado vínculo (por parte de ella, de él o de ambos), debe ser bendecida definitivamente por Cavero, por don Marcelo González y por Tarancón como pareja indisoluble hasta que la muerte o el lechero los separe.

Claro que don Ricardo de la Cierva, antes citado, tiene, como más intelectual, otra solución, que es la que da explicando su propio matrimonio:

-Nos llevamos muy bien porque ella es apolínea y yo dionisíaco.

No es que el matrimonio esté en crisis, sino que, claro, se casan un apolíneo con una apolínea y pan con pan, comida de frígidos. O a la viceversa. Hay que hacerse primero un análisis de sangre para saber si uno es apolíneo o qué, y elegir pareja contraria. Salvemos la familia, pero no necesariamente la nuestra.

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