Los funcionarios y su corazoncito
«Pero hombre, vamos a ver: ¿por qué diablos no quieres ser funcionario? ¿Qué te han hecho a tí los funcionarios, si se puede saber? Además, ¿no somos todos ya funcionarios de un modo u otro? Te pongas como te pongas, acabarás siendo tan funcionario como el que más, de modo que será mejor que te vayas resignando. ¿Te acuerdas de fulano, que se comía al mundo en las asambleas del PNN hace unos años? Sí, ese, el de la bufanda roja y negra. Pues sacó la plaza el otro día en las, oposiciones de adjunto. Nada, hombre, desengáñate y no seas cabezón. Mira, te traigo el BOE porque sale una convocatoria que a lo mejor te interesa ... » A los bien intencionados amigos que se m e suelen acercar con este tipo de discurso edificante, ya no sé muy bien qué decirles. Les repito lo de siempre: que yo no veo por qué necesidad de la cosa un señor aficionado a la filosofía (o a la geografía, o al griego, o a las matemáticas) y capaz de ayudar a otros en el cultivo de estas materias tiene que convertirse en escriba mantenido y organizado por el emperador; que lo de que todos somos más o menos funcionarios es tan cierto (y del mismo modo) como lo de que todos estamos un poco locos, lo cual no es, óbice para que uno trate de conservar la mayor dosis de cordura posible; que la mentalidad intrínseca del funcionariado (más allá de peculiaridades psicológicas individuales), su espíritu de cuerpo jerárquico y piramidal, su corazoncito vertical y escalonado, su carácter «probo» y «celoso», su veto a todo lo que rueda fuera de su correa de trasmisión o no se doblega a su meritoriaje burocrático, su afán de enquistarse en el cuerpo público y vivir entubado a él para siempre jamás, todo esto me parece adecuadamente compatible con los ministerios, la Iglesia, el Ejército, el municipio, el sindicato, la familia y el servicio de bomberos, pero no con el conocimiento crítico y no-repetitivo, ni con la creación artística o científica en ninguna de las formas que pudieran, hoy particular y humildemente, interesarme. Ya sé que en esto también me lleva la contraria Hegel, y que para dejar de ser feliz, pero con conciencia, hay que convertirse en servidor de lo universal y necesario, porque si no el espíritu objetivo le coje a uno ojeriza; pero ya estoy acostumbrado a que el rector de Berlín y el abajo firmante discrepen de cuando en cuando en cuestiones de táctica, cuando no incluso de estrategia. De modo que sigo sin suscribirme al BOE, y que Hermes, niño y ladrón, me siga valiendo como hasta ahora.«Muy bien, no quieres ser funcionario. Y, entonces, ¿qué cuernos quieres ser?» Hombre, puestos a soñar, uno lo que quisiera es que hubiera ateneos, academias, dialogueros o como fuera que se llamasen, donde reunirse la gente a escuchar a quienes les apeteciese escuchar y a enseñarse unos a otros, donde quienes tuvieran algún conocimiento o supieran explicar con gracia por qué carecen en absoluto de ninguno pudieran ser atendidos por curiosos, escépticos y fanáticos. Ya sé que esto es imposible, ya: es utópico, como dicen quienes han olvidado que la utopía se reclamó precisamente de la posibilidad. Según los antropólogos parece que ciertos salvajes gozan de instituciones como la por mi soñada, lo cual demuestra su atraso y lo rudimentario de su civilización: ¡los pobres viven en sueños, en lugar de habitar la dura lex, sed lex como ustedes y como yo! Volvamos, pues, al posibilismo, que es lo nuestro. Los PNN de los últimos años de la dictadura parecíamos tener las cosas bastante claras: una vez acabada la carrera, realizado el examen final de licenciatura (al que podrían haberse añadido, si se organizaba la cosa convenientemente, un par de años de práctica docente remunerada), cualquiera debería estar oficialmente en disposición de prestar sus servicios como profesor universitario; los habría buenos y malos, como en cualquier otra profesión, y podía esperarse que algunos mejorasen con el tiempo o que otros, como la mayoría de nuestros maestros, se fuesen estropeando cada vez más: son cosas que pasan. Las universidades, regidas paritariamente por profesores, alumnos y personal no docente, contratarían a las personas idóneas según planes de trabajo autónomamente establecidos y no de forma vitalicia, sino en tanto tales servicios fueran considerados útiles y fecundos; naturalmente, los profesores más jóvenes tendrían en un comienzo más problemas para encontrar puesto que los ya acreditados, exactamente como los profesionales jóvenes de cualquier otra profesión. Por supuesto, las personas incapaces de realizar ningún trabajo teórico mínimamente aceptable en un plazo más o menos largo o empeñadas en repetir obstinadamente el que hicieron cuando tomaban biberón, acabarían por dejar de interesar a sus contratantes, como ocurre con los incompetentes en la mayoría de los oficios. La piedra de toque de las reivindicaciones de los PNN en aquella feliz época era el contrato laboral, garantía de que nuestro estatuto iba a ser independiente del funcionariato, pero iba a gozar de las ventajas de protección social de que disfrutan los otros trabajadores asalariados. Ideal modesto, perfectible y quizá no demasiado exaltante, pero en todo caso preferible a la alternativa vigente.
Pero hete aquí que murió Franco y todos nos levantamos de la silla en la que esperábamos ver pasar ante nuestra puerta el cadáver del enemigo. Los más ilusos, entre los que siempre me cuento, supusimos que llegada era la hora del triunfo de nuestras reivindicaciones y de una reforma esencial de la condición universitaria en este país. Pero no. La reivindicación del contrato laboral desapareció de todas las banderas y todos los discursos. Ahora de lo que se trataba era de llegar a funcionario por la vía más rápida y fácil posible. Los unos dicen «ahora sí hay que hacer oposiciones, porque ya son más sencillitas y los tribunales no se atreven a la trapisonda descarada como antes» cosa, por cierto en la que suelen equivocarse. Pero, entonces ¿es que antes rechazábamos la condición de funcionarios porque nos parecía nefasto formar parte de una burocracia del conocimiento o porque veíamos difícil que nos admitieran en ella? ¿O es que ahora ya el funcionariato vitalicio se ha redimido de sus lacras gracias al acceso masivo de gente comme il faut -es decir, como nosotros los «progres»- a sus filas? Otros, aún más absurdos, rechazan las oposiciones y el funcionariato «oficial», pero aspiran a enquistarse en su status con la misma necesidad pétrea de la peor burocracia. No quieren que les exijan oposiciones, ni tesis, ni control de ningún tipo, ni cometen jamás la más mínima obrilla, pero no les molestaría que se les diera seguridad eterna en su actual función. Pero ¿acaso rechazar el funcionariato no es rechazar también el calor materno del escalafón, la tranquilizadora seguridad de la «plaza en propiedad» y admitir los riesgos de la libre contratación, con su permanente lucha por mantenerse «atractivo» dentro del actual mercado de trabajo? ¿No es esta libertad precisamente la que temen los incapaces, deseosos de echarse a dormir tras sacar plaza sempiterna, sin otra preocupación que dejarse ascender por los años y las discretas intrigas de oficina? No se puede denunciar la burocracia, apedrear todos los días de boquilla al feroz Leviatán y esperar, sin embargo, de él una canonjía, conseguida, eso sí, por presión popular...
Una auténtica y radical autonomía de las universidades y una gestión verdaderamente democrática y paritaria, máximamente nojerárquica, de ellas es algo por lo que hay que luchar y de lo que podrían venirle mejoras efectivas al muermo universitario, eso por descontado. Pero mientras el corazoncito de funcionarios nos siga latiendo a todos en el pecho, la tortilla dará vueltas, pero no se convertirá nunca en huevos revueltos, que sería lo bonito. Ahí tenemos, por último ejemplo, esos nombramientos de catedráticos extraordinarios que parece van a hacerse. Justificadísimos en la mayoría de los casos, retóricos en varios, de estricta justicia en algunos, como los de Paulino Garagorri, Manuel Sacristán o Julián Marías, por ejemplo, entre los «damnificados» por el sistema burocrático franquista de forma más directa. Puede reprocharse, eso sí, que falten varios con tantos merecimientos como los propuestos: por ejemplo, Manuel Ballesteros, una de nuestras mejores capacidades filosóficas, que no logra retornar a España por falta de un puesto docente mínimamente adecuado a su categoría. Ahora bien: ¿por qué nombrarles funcionarios por decreto? ¿No sería mejor decretar que las universidades pueden contratar al más alto nivel a las personalidades que les parezcan suficientemente contrastadas y relevantes, aun si carecen de los habituales requisitos universitarios? Pero no: todo tiene que funcionar a golpe de funcionario, sea funcionario por oposición, por aclamación o por decreto. Y que siga la función...
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