Lecciones de los años setenta
A finales de los años sesenta, los centros de decisión económica, y en particular los Gobiernos, estaban todavía dominados por el pensamiento keynesiano, a pesar de que esta tendencia estaba ya sometida a fuerte crítica en los medios académicos. En el mundo keynesiano existen dos males de signo opuesto, el paro y la inflación, y siempre cabe la posibilidad de hacer jugar al uno contra el otro. Cuando la economía se recalienta y aparece la inflación, el Gobierno puede atajarla frenando el crecimiento y aceptando un mayor número de parados. Cuando el paro crece basta generar un poco más de crecimiento e inflación para contenerlo. Esta elección, que se vino a llamar «el menú del desarrollo», se efectúa mediante el empleo de los dos instrumentos de política económica de que se dispone: la política monetaria y la fiscal. Ambos sirven para acelerar o frenar la economía. Además, los Gobiernos inteligentes, asesorados por buenos economistas y sus complicados modelos econométricos, pueden dosificar cuidadosamente ambas políticas (por ejemplo, acelerando con una y frenando con la otra) para conseguir que estos movimientos no sean demasiado fuertes. El Gobierno, en definitiva, es el conductor de un tranvía que, con una palanca en cada mano, trata de lanzar su vehículo a máxima velocidad sin provocar el descarrilamiento.Cuando el descarrilamiento tiene lugar se recurre a la gran cura: la política de rentas. El Gobierno convoca a empresarios y trabajadores, les señala la necesidad de sacrificarse por el bien común e impone la congelación de precios y salarlos. De esta forma, frenando los intereses egoistas de unos y de otros se consigue volver al crecimiento sin inflación ni paro.
Según su mayor o menor propensión al descarrilamiento, parecen observarse dos tipos de países. En países como Inglaterra, la existencia de poderosos sindicatos y la miopía de éstos al bien nacional hace que la economía tenga que elegir sistemáticamente entre altas tasas de paro o inflación. En países como Alemania, el menú es más exquisito, bastando pequeñas raciones de un plato para compensar los excesos del otro.
Al terminar los años setenta existe una conciencia generalizada de que, o bien el tranvía no funciona, o el conductor suele estar borracho. Ambas proposiciones constituyen la base del pensamiento neoclásico de raigambre liberal.
El tranvía no funciona porque el pensamiento keynesiano estaba equivocado al describir sus mecanismos. La dicotomía crecimiento-inflación frente a paro es incorrecta. Paro e inflación son, en realidad, consecuencia el uno del otro. Existe inflación porque los Gobiernos se empeñan en seguir políticas inflacionarias expandiendo excesivamente la oferta monetaria. Cuando estas políticas llevan al país a extremos inaceptables, por ejemplo, una fuerte inflación o una crisis de balanza de pagos, el Gobierno se ve obligado a tomar medidas que temporalmente causan paro. De está forma, el paro es consecuencia de la inflación. Antes de que se vuelva a la normalidad las autoridades se ponen nerviosas y reaccionan inflando con exceso la cantidad de dinero con el fin de proveer abundante crédito, estimular la demanda y el crecimiento económico y reducir el paro. El paro es, pues, en cierto modo, causa de la inflación.
La anterior explicación pone énfasis no sólo en lo imperfecto del funcionamiento de los mandos, sino en el hecho de que el conductor los aporrea con la brutalidad de un elefante ebrio y no con la delicadeza que suponían los keynesianos. El Gobierno, pues, reemplaza a sindicatos y empresarios egoístas en el papel de villano principal de la acción. La causa de su alcoholismo es, sin embargo, difícil de determinar y el pensamiento neoclásico tiende a escamotear el problema remitiéndolo al terreno sociológico. ¿Por qué esta sistemática tendencia a equivocarse al usar los mandos y esa incapacidad para mantener una línea de actuación durante un período prolongado de tiempo? Quizá porque los Gobiernos no ven más allá de las próximas elecciones, lo que les lleva a optar por cambios espectaculares de política que llenan titulares en la prensa y producen la impresión de unos gobernantes firmes y atentos a las necesidades del país, aunque los resultados en un período de tiempo más largo sean desastrosos. Quizá la prensa, con su preocupación por lo noticiable, lo inmediato y lo espectacular, contribuya a agravar el problema. En todo caso, estas explicaciones son insuficientes pues no justifican por qué la opinión pública se deja engañar por tales artilugios. El pensamiento neoclásico espera la llegada de un mesías que ilustrará al pueblo sobre la verdadera causa de sus males y éste se rebelará exigiendo buen gobierno. El mal humor que los sondeos de opinión denotan en el electorado de muchos países, la creciente evasión en el pago de impuestos, la desconfianza en las monedas nacionales y la huida hacia el oro y la plata, son quizá síntomas de la inminencia de su llegada. Quizá esté ya aquí. Es posible que sea Margaret Thatcher.
Los acontecimientos de los años setenta han contribuido a fortalecer la posición de los autores neoclásicos. En lugar de las alternancias: inflación alta e inflación baja, y sus correspondencias: paro bajo y paro alto, que deberían surgir de la aplicación de las políticas keynesianas, sólo aparece claro un fenómeno: inflación, inflación y más inflación. Vertiginosas tasas de inflación coinciden con fuertes incrementos en la circulación de dinero y, aunque el rigor estadístico nos obliga a abstenernos de señalar cuál es la causa y cuál el efecto, la opinión mayoritaria coincide en calificar al primer fenómeno como efecto inexorable del segundo. La rápida creación de dinero aparece en las economías nacionales, donde unas veces obedece a decisiones deliberadas, otras a déficit del sector público y otras es el mero resultado de la acumulación de reservas internacionales. Aparece también en la economía mundial donde es consecuencia de los aluviones de dólares que han corrido por el mundo en distintos momentos de la década y han sido amasijados y multiplicados en forma de eurodólares, petrodólares, asiadólares y otras variantes.
Países como Alemania o Suiza muestran el camino a seguir. Aislándose de la vorágine internacional mediante una moneda fluctuante. y controlando cuidadosamente el crecimiento de los agregados monetarios, se consigue no tener inflación. El problema es que en el mundo en que vivimos esta decisión es verdaderamente heroica, pues exige una divisa en constante proceso de apreciación con el daño que esto implica para los sectores exportadores. Finalmente, la experiencia de los años setenta arroja serias dudas sobre la posibilidad de vencer el paro a base de políticas inflacionarias. Es frecuente observar que son los países como Italia o el Reino Unido, que más han abusado de la inflación, los que se encuentran hoy enfrentados con un problema de paro más agudo.
Pero las experiencias de la década no se agotan aquí. Todo economista sabe que en el mundo existen dos cosas: la oferta y la demanda. Keynesianos y neoclásicos, pensando todavía en la gran depresión de los años treinta, se venían preocupando por un solo aspecto, la demanda. Las alternativas de política económica consistían en estimular, o controlar ésta, mientras que la preocupación por la oferta era propia de los países subdesarrollados, no de las grandes economías de Occidente. El primer toque de atención lo proporciona la, en su tiempo famosa y hoy ya olvidada, crisis de la anchoveta peruana, en 1973; la lección magistral que no hemos tenido ocasión de olvidar la suministró la OPEP.
Los economistas no han sido capaces de ofrecer soluciones geniales a los problemas energéticos. No obstante, los, tratados elementales sobre la materia contienen algunos principios útiles. El más importante es que si se quiere reducir el consumo y estimular la producción de energía hay que tener precios altos. La OCDE se lamentaba recientemente de que este principio todavía no había sido asimilado, a pesar de las lecciones de 1974. Todavía un alto funcionario del Departamento de Energía norteamericano se quedaba sin respuesta que ofrecer, cuando un locutor de televisión le preguntaba por qué los europeos despilfarraban menos gasolina que los americanos, y se veía obligado a emitir una serie de incoherencias relativas a las costumbres atávicas y las diferencias de filosofía vital entre los moradores de ambos continentes. (La respuesta no puede ser más obvia para quienes hayan visitado gasolineras, y comparado precios, a ambos lados del Atlántico.) Todavía se habla de racionamientos, de matriculas pares e Impares y de campañas de concientización de un público que ha sido machacado durante seis años con advertencias sobre el tema.
La preocupación por la oferta ha permitido sacar a la luz algunos otros problemas de interés. Las economías occidentales necesitan incrementar constantemente sus niveles de productividad. Esto es necesario, en primer lugar, porque sus ciudadanos siguen aspirando a niveles de vida más elevados. En segundo lugar, porque cada vez es más difícil sentarse cómodamente a gozar de las posiciones adquiridas. Existen hoy bastantes países en auténticas vías de desarrollo. Pensemos, por ejemplo, en el núcleo de Oriente Lejano, que incluye Taiwan, Corea, Hong-Kong y Singapur. Mantenerse en condiciones de competitividad frente a estos países, a los actuales niveles salariales, exige fuertes inversiones en renovación de equipos, en técnicas de gestión y en investigación y desarrollo. Por supuesto, esta necesidad de crecimiento puede rechazarse, y de hecho se rechaza frecuentemente, aludiendo al insaciable materialismo de nuestra civilización occidental. Sin embargo, estas críticas rara vez se plantean si nuestras sociedades estuvieran dispuestas a revertir a los niveles de vida de, por ejemplo, Corea.
Frente a estas necesidades resalta el hecho de que las economías occidentales penalizan frecuentemente el esfuerzo, tanto del inversor como del trabajador. Figuras como la doble imposición de las rentas del capital y las escalas progresivas del impuesto
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sobre la renta constituyen un claro desincentivo al trabajo y al ahorro. Unidas a altas tasas de inflación, los efectos nocivos se agudizan, ya que frecuentemente se gravan beneficios e incrementos salariales que son pura consecuencia del fenómeno inflacionario. En el mundo de la inflación-recesión ésta era una característica deseable, ya que, en cierto modo, el sistema Fiscal devolvía durante los momentos de caída de los precios lo que detraía cuando éstos subían. En un mundo de inflación continua y acelerante, esta característica es mucho mas pernicioso y empieza a preocupar en muchos países. como lo muestra la «revuelta fiscal.» latente en Escandinavia o Estados Unidos.
Con frecuencia, el ordenamiento jurídico penaliza al ahorrador. En muchos casos existe la limitación, legal o institucional, de los tipos de interés que pueden obtenerse colocando ahorros en instituciones de depósito. Al quedar estos tipos por debajo de la tasa de inflación, el ahorrador experimenta una confiscación de parte de su capital. Las antiguas doctrinas económicas no veían con malos ojos este proceso. Se hablaba del ahorro forzoso que imponía la inflación, de la inflación como método de estimular el ahorro (a través de esta vía forzosa) y de que los bajos tipos de interés estimulaban la inversión. La experiencia reciente muestra que el ahorrador a quien se confisca su capital reacciona no ahorrando, que nuestras economías padecen de falta de ahorro y de inversión y que la financiación a largo plazo es prácticamente imposible en algunos de nuestros países. ¿Puede extrañarnos esto?
A finales de los setenta, el publico dé Occidente está mucho más sensibilizado a los temas de inversión, ahorro, productividad y eficacia. No obstante, debe reconocerse que muchas de las instituciones criticadas, y en particular los sistemas fiscales progresivos, tuvieron su origen en un bien intencionado deseo de obtener una distribución más igualitaria de la renta. Durante la última década estas instituciones han sido sometidas a una crítica feroz en base al principio de eficacia que claramente ignoraban. Los principios de eficacia y de equidad siempre se encuentran en un proceso de cierta tensión dialéctica. Los años setenta finalizan con el claro predominio del primero. Es probable, y deseable, que du rante los ochenta el principio de equidad reaparezca en la escena. Pero su reaparición deberá estar basada en una argumentación más sólida y en instituciones más eficaces. Los economistas, los Gobiernos y el público hemos aprendido mucho durante la década que finaliza. Es posible que estas lecciones nos sirvan para formular políticas más ilustradas y coherentes en la próxima. El tiempo dirá.
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