Los Caro Baroja, junto al fuego
En la tarde del año nuevo visitamos a los Caro Baroja en su casona de Itzea. Llovía en Vera de forma insistente y espesa. Pío Caro nos aseguré al llegar que, en la tierra vasca, la lluvia no moja apenas a la gente, porque forma parte habitual del entorno invernizo. La casa está bellamente iluminada con los suelos de anchos tablones relucientes, la plata bruñida, los cristales límpidos. Nos sentamos en círculo junto a la chimenea, en la que ardían astillas de enorme dimensión, ramas abiertas en sentido longitudinal, de celulosa seca y crepitante. Las llamas brotaban, palpitando en el hogar con sus formas y colores cambiantes. Julio se sentó en un sitial de la barandilla que se extiende a ambos lados de la campana. Josefina se puso en el otro extremo. Y así empezaron, al calor del fuego, nuestras horas redondas de conversación.Desde que apenas quedan chimeneas de leña, se ha roto uno de los eslabones decisivos que servía de base a las tertulias de antaño. Los asistentes se arracimaban en torno a la caldeada atracción que ejercen los troncos que arden. Julien Green explicaba que existen en la naturaleza tres espectáculos que cautivan el interés del hombre en ininterrumpida fascinación, sin que se canse en contemplarlos. Uno es el ver caer la nieve. Otro es contemplar cómo rompen las olas. El tercero es mirar al fuego de la chimenea. Según Caro Baroja, hay un médico etnólogo que atribuye a los genes esta sugestión pirómana que hipnotiza nuestra mirada. Durante miles de años, el hombre se enfrentaba con el espectáculo del fuego doméstico en cavernas con reverencia y con temor.
Julio lleva puestos unos calcetines de lana blanca, de pastor antiguo, y unos borceguíes de cuero de andarín montañero. Pío lleva chapela y chandail verde. La etxeko-andre viste con elegante sobriedad. Los tres viven solos con los hijos del matrimonio Pío-Josefina, en esta inmensa casa en la que se acumulan tesoros de las artes, de las letras y de la artesanía vasco-navarra. Itzea no es un museo, sino una casa viviente que corresponde a una familia que la disfruta en su funcionalidad. Nos habla Pío de su proyecto en marcha de realizar para televisión las series del Mayorazgo de Labraz. No le interesa de momento -nos dice- hacer más cine que el que pueda surgir de las obras de don Pío Baroja, que él conoce en profundidad. El último filme de Pío Caro es un documental de más de tres horas de duración titulado Guipúzkoa, que recoge en prodigiosas secuencias el pasado de ese trozo de Euskal-Herría, desde la protohistoria hasta los tiempos modernos.
Las épocas de turbulencia violenta propenden a la simplificación ideológica y a la mitificación radicalizada. La interpretación maniquea del pasado es un exponente de la pereza mental. Es más fácil clasificar a los hombres en «buenos» y en «malos» que analizar objetivamente los hechos históricos y culturales. Hablar de «tabla rasa» o de «beneficio de inventario» es emplear locuciones necias cuando de estudiar un complejo asunto se trata. Así ocurre con el problema vasco en los actuales momentos. «Yo soy español y soy vasco», nos dice Julio Caro. «Con todo lo que ambas expresiones tienen de significado y de contenido. Si alguien trata, por uno u otro lado, de hacerme incompatible conmigo mismo, yo no tengo el menor interés en escucharle.»
Así se manifiesta, sencillamente, sin retórica ni pedantería, uno de los hombres que más egregiamente ha contribuido a enriquecer la cultura de España y la cultura euskara en los últimos tiem pos. Egregio quiere decir estar fuera de la grey -del rebaño- y ser singular, relevante, solitario. Julio Caro es etnólogo, arqueólogo e historiador, además de pintor y dibujante de raro talento y delicada inspiración. Pocos co-
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nocen los entresijos de la historia de España, de Vasconia y de Navarra; las fábulas de nuestra mitología y los oscuros meandros de las razas marginadas, como él. Pocos han recorrido las tierras vasco-navarras y el solar hispano en su totalidad con más minucioso y exhaustivo entendimiento y curiosidad. Hasta las desérticas arenas del Sahara, que hoy patrulla el Polisario, han tenido en Caro Baroja el estudioso visitante que hace algunos años analizó certeramente los datos significativos de aquella cultura.
Julio Caro ha investigado con rigor científico, y paralelamente, la identidad de los vascos y el pasado esencial de España. Afirmar la personalidad de un pueblo como el vasco es una noble e ingente tarea que en ningún caso puede hacerse de modo excluyente. Las aportaciones a esa definición colectiva vienen dadas por el caudal que aportan las sucesivas generaciones; con su lenguaje; sus preocupaciones; sus hábitos y creencias; y el sistema de ideas predominantes en cada época. Quien no integre todos esos valores -sin dejar fuera ninguno- no cumplirá la función de historiador, con fidelidad y veracidad. Tampoco es posible admitir un dogmático criterio unitario para definir la idea de España. La comunidad hispana es un resultado o síntesis de aportaciones que representan una meta de llegada y no un imaginario punto de partida. Una y otra versión, la de la identidad de Euskal-Herría y la de la colectividad española deben hacerse visceralmente compatibles y no cicateramente competidoras.
¿Cómo describir esta mansión. asentada en el arranque del camino que conduce al puerto, al pie de la divisoria del Pirineo? ¿Qué son el gusto o la distinción sino conceptos convencionales frente a la autenticidad integradora? Mauriac, que era casi vasco, gascón bordelés, cultivador de viñedos y dueño de pinares, tiene un pasaje famoso en que habla de las casas familiares. de las casonas. Dice así: «Las casas viven y mueren. Hay algunas que no han vivido nunca por mucha gente que las haya habitado. Las que son de la especie viva, nada tienen que temer de la muerte los seres que la habitaron, porque cada muerte las enriqueció con su recuerdo.» Esta casa solar de los Alzate es como una gran colmena de arte en que, a través de generaciones, cada uno elaboraba su parcela de miel con el polen recogido en las flores de la vida.
Chisporroteaban los leños bajo el manto de la campaña anchurosa. Grabados, mapas, personajes decimonónicos cuelgan de las paredes del salón. Una mirilla permite vigilar la caja de la escalera sin abandonar la tertulia y el calor. «Itzea» se cierra por sus propietarios en la mitad norte en invierno y se disfruta hasta la primavera en la otra mitad que se orienta al Mediodía. Cuando salimos al aire de la noche sigue el chubasco interminable que hace sonar como río caudaloso a la regata que baja de Ibardin.
Desde el portón flanqueado por piedras heráldicas nos saluda Julio con una punta de ironía, como la que gastaba su pariente Michel de Montaigne, cuando convertía en ensayos los comentarios agudos a sus lecturas de curioso universal con las que alimentaba su espíritu.
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