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Los jesuitas

La excelente revista Hiperión, tras tratar en sus dos primeros números, monográficos en su mayor parte ambos, de Los viajes y, en la doble acepción de los pecados capitales tercero y quinto, de La carne, ha dedicado el por ahora último a Los jesuitas. Decir que voy a tomar este número como pretexto no sería justo, como se verá en seguida; pero como ocasión, sí. En la revista no escriben más que jóvenes (o relativamente jóvenes) escritores pero, en este caso, quien abre el número, con un muy agudo y bien escrito artículo, al que luego me referiré, es Juan García Hortelano.Con los jesuitas tiende a ocurrir, en estos tiempos de secularización, como con la parábola del gran inquisidor: ya no interesan por sí mismos, sino simbólicamente. Y así como en la creación de Dostoiewsky, y a su trasluz, se ve el totalitario- protector Estado moderno de la seguridad (social), del mismo modo los ignacianos de hoy son los leninistas (Sádaba), los hermanos legos, el lumpen (el mismo Sádaba), el san Ignacio del siglo XX, «san VIadimir Illitch » (Pablo Azcoyen), el perinde ac cadaver, la disciplina comunista, y la Compañía, el partido. También Fernando Savater actualiza, si bien en otra dirección, los arquetipos jesuíticos del divino impaciente y el discreto hipócrita, y resulta divertido ver asociados a san Francisco Javier y a don José María Pemán con el (semi) jesuita maIgre lui Pascal, por un lado, y a Descartes, alumno de los jesuitas, a Gracián, autor de El discreto, con el P. Escobar, por otro. Rodríguez de la Flor estudia la función de la imaginación (de imágenes) y de la memoria en los Ejercicios espirituales. El Diario de unos Ejercicios, por José Antonio Gabriel y Galán, muestra, creo, una degradación de su práctica que los acerca a los ejercicios (o como se llamen) del Opus Dei para la formación -más bien anulaciónde la voluntad. Y desde el punto de vista de la sensibilidad, otro tanto pienso que ocurre con el fragmento de novela de Alvaro del Amo titulado Dos vocaciones.

Este ultimo trabajo nos introduce en un aspecto del tema, ajeno no ya sólo a la secularización política del jesuitismo, sino también a su pedagogía de la voluntad, que me interesa particularmente. Es el de lo que Juan García Hortelano llama la educación sentimental, nuestra educación sentimental, quiero decir, la de casi todos los españoles de alguna edad, salvo los discípulos de la Institución Libre de Enseñanza, la escuela moderna y muy pocas escuelas más (entre las que no cuento, naturalmente, las del Movimiento, inanes desde este punto de vista, y desde otros). El «Cielo palurdo» escolapio, del que habla García Hortelano, era, según veo -leyendo su artículo- casi el mismo remilgado Cielo jesuítico nuestro: sólo una diferencia de grado, de buen gusto burgués (lo que la burguesía entiende por «buen gusto») los separaba: quizá también una mayor propensión a los que Marañón llamó «estados intersexuales». Y, de acuerdo con la doctrina dominicana de continuidad entre la ascética y la mística, su zafia «ascética» calasancia era prima hermana pobre de nuestra acaramelada «mística»jesuítica. El, en su tiempo, famoso padre Laburu vulgarizó el modelo jesuítico haciéndolo accesible a la pequeña burguesía y, por otra parte, la cursilería ejecutiva del Opus Dei no es más que un subproducto, malamente intentado poner al día, de la Compañía de Jesús. Sí, quienes semijesuitas nosotros mismos, como sus alumnos internos durante años, congregantes y hasta prefectos de las congregaciones de San Estanislao de Kostka primero, de san Luis Gonzaga un poco después, hemos dejado atrás la para entonces venida-a menos ratio studiorum, la pedagogía moral de la voluntad y del carácter y el rígido sentido de la disciplina y la obediencia, seguimos, con todo, desprendiendo «un cierto aroma perturbador» (Ramón Ayerra), practicando una espiritualidad morbosa y perennemente tentada, como la de san Luis Gonzaga (pariente, y no por azar, de Giulia Gonzaga, la discípula del intimista protestante Juan de Valdés), una máxima pureza, lindante siempre con la máxima perversión, un «sentimiento refinado de la culpa», un gusto por el «juego nunca inocente», una «sed insaciable y oscura» por el «placer vuelto del revés», por la «devoción» definitiva-mente perdida y vana, estéticamente cultivada, y por el delicado refinamiento de una «crisis de fe» (Alvaro del Amo).

Lo que nuestros maestros se propusieron activamente enseñarnos, lo hemos olvidado. Lo que nos mostraron en sí mismos, porque lo encarnaban, eso permanece. Desde Descartes hasta Joyce o, para venir a nosotros, desde Gracián hasta Dámaso Alonso, José Antonio Muñoz Rojas, yo mismo y otros después, somos muchos los mediojesuitas. Si la moral protestante del trabajo ha sido calvinista y puritana, la católico-moderna ha sido la Jesuítica de la contabilidad de la culpa y del tiempo, la del «negocio» de la salvación y la de este modo de ser dividido entre el voluntarismo y el sentimentalismo, entre la superortodoxia del cuarto voto y la delicuescencia de la «falta de voluntad» y el dejarse arrastrar, como nos prevenían, por las «malas compañías».

¿Estoy escribiendo contra los jesuitas? No, no estoy escribiendo contra una parte de mí mismo. La verdad es que, en contraste con las demás órdenes religiosas, fijadas, en lo esencial, al espíritu de la época en -que surgieron, los jesuitas han sabido cambiar con los tiempos, adaptarse a ellos y sítuarse, como según algunos de nuestros escritores de Hiperión dicen de sus marxistas herederos, igualmente activistas y militantes, «en la dirección de la historia». Es importante resumir que los discípulos de los jesuitas nos dividimos en dos clases: los aleccionados en la indeleble lección de la militancia -ésta o la otra, cualquier militancia-, y los educados sobre todo, para bien o para mal, en su sensibilidad.

Por eso mismo y aunque a primera vista pudiera parecer paradójico, en la querella entre la ortodoxia y la disidencia, no todos los jesuitas y, desde luego, no todos sus discípulos se han puesto del lado de la primera. «El disidente», escribe finamente Javier Sádaba, poniéndose en el punto de vista del ortodoxo, «no es malo; es peor, es alguien que no ha entendido.» Pues blien, algunos de nosotros elegimos no entender. Políticamente, desde luego. Religiosamente, también. Hans Küng ha sido, en la Gregoriana, discípulo de los jesuitas. Y sin que yo los llame por eso heterodoxos, jesuitas son quienes encabezaron el escrito de los teólogos españoles en su favor, publicado por EL PAÍS. Las cosas, en general, las de los jesuitas y susalumnos, en particular, son más complicadas de lo que nos enseña nuestra laicizada filosofía. Por ello, este artículo no se conforma con ser la reseña de un buen número de una buena revista. Pretende asumir el anverso y el reverso de lo que muchos de nosotros, querámoslo o no, somos. Y por eso pido a la dirección del diario que se publique en estas páginas y no en las de Libros.

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