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Tribuna:TRIBUNA LIBRE
Tribuna
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La democracia no es culpable

La transición a la democracia es la característica más definitoria de estos últimos años. La democracia se ha convertido así en el Centro de toda la vida política, en el objetivo de todas las decisiones, en el altar de todos los sacrificios, en la justificación de todas las dificultades (y hasta de todos los errores) y en la panacea de todos los problemas...Y, a medida que pasa el tiempo, se percibe en grandes sectores de la vida nacional como un desencanto, como un principio de decepción, como una pérdida de entusiasmo..., que en ciertas áreas empieza a ser ya un principio de hostilidad a una democracia que no responde con hechos al atrayente colorido de sus promesas iniciales.

El tema es tan importante que lleva en su médula nada más y nada menos que nuestro propio futuro. Hay quien se alegra del posible fracaso de nuestra experiencia democrática. Pero yo no puedo alegrarme. Ni creo que el pueblo español, en su conjunto, pueda alegrarse tampoco. Me parece que está más que justificada una preocupación general por el deterioro de nuestra democracia, apenas nacida. Pero sería ceguera e insensatez alegrarse de ello. Tan insensato como cerrar los ojos a la realidad y pensar que las cosas van muy bien, y nuestro experimento democrático sigue siendo el asombro del mundo.

A quienes se alegren de que la democracia no logre fortalecerse, consolidarse y despertar cada día mayores adhesiones populares, les preguntaríamos si no son conscientes de que España necesita estabilidad y no enfrentarse a nuevas aventuras y nuevos cambios; les preguntaríamos ¿qué hay para España detrás del fracaso de la democracia? ¿Qué esperan y qué nos espera si, efectivamente, la transición acaba en fracaso?

A quienes, por el contrario, se manifiestan todavía engañosamente eufóricos con el éxito de nuestra transición democrática, aparte de recordarles el impresionante costo en vidas y en bienestar de esa transición, habría que decirles que si no son conscientes de la gravedad de los errores cometidos, de los fallos en la concepción y desarrollo de la vida democrática, del falseamiento de muchos de sus principios esenciales y de la falta de realismo para conjugar desarrollo democrático y solución de los problemas de la vida real, pueden convertirse en los más peligrosos enemigos de la democracia que defienden. Habría que decirles que o somos capaces de enderezar y afianzar el proceso democrático o todo acabará en el fracaso, y detrás del fracaso Dios sabe lo que podemos encontrar. Pero para ello hay que ser rigurosos y no superficiales, ir a las raíces y no andarse por las ramas,

Creo que lo sensato, cuando nos hallamos en los albores del cuarto año de la transición, es reflexionar sobre lo que está fallando y tratar de corregirlo. Ver cómo es posible que al terminar 1980 el saldo de la democracia sea más favorable y su respaldo popular más fuerte y entusiasta que al empezar.

Pero ello exige que seamos rabiosamente sinceros en la autocrítica y rigurosamente firmes en la aplicación de los remedios. Está en juego nada más y nada menos que el futuro de España y el destino de millones de españoles que hoy andan tristes y desalentados por las calles y ciudades de España, sin ilusión, agobiados de problemas, sin horizonte para sus hijos, para sus aspiraciones profesionales, para sus empresas, para su vida... Y que poco a poco acaban echando las culpas de su situación a la democracia. Poco a poco, el desánimo, el descontento, la preocupación y la insatisfacción del pueblo puede convertirse en un clamor que diga más o menos: «La democracia es culpable». Y ni eso es verdad, ni sería bueno que ocurriera.

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Porque no es la democracia la culpable de nuestras dificultades, sino nuestros propios errores en el uso y abuso de esa democracia. Por que democracias hay por todo el mundo, como ejemplo de que puede gobernarse sin caer en los errores ni producir los problemas con los que España se está enfrentando y que cada día son mayores.

En primer lugar, hay que ser más modestos y realistas, hay que tener conciencia de que la democracia no es más que uno de los varios posibles sistemas de gobierno. El menos malo, sí aceptamos la frase de Churchill. La democracia es algo muy importante, pero ni lo es todo, ni lo resuelve todo, ni deja de ser un instrumento al servicio de bienes superiores, como son la libertad, la convivencia, la participación, la justicia, la nación..., un instrumento que si se utiliza bien puede contribuir a que todos esos otros valores se potencien y realicen, y si se utiliza mal puede conducir a que se deterioren y se envilezcan.

No puede, como parece que por estos pagos entienden algunos, sacrificarse lo que sea con tal de salvar la democracia, porque cuando erróneamente se sacrifiquen en el altar de la democracia la libertad, la posibilidad de convivencia, la eficacia de la justicia, la fortaleza de la nación... o la pureza de los propios principios democráticos, además de todo eso, lo primero que se quema en la pira de ese altar de los sacrificios es la democracia misma, que ni es compatible con esos sacrificios ni pueden hacérsele sin volverla odiosa a los ojos del pueblo.

Y la democracia tiene que ser consciente de que no está en las palabras, ni siquiera sólo en las leyes o en las instituciones. Tiene que hacerse realidad en la vida misma. No basta que la Constitución diga que España es una democracia parlamentaria, si la vida política circula de hecho fuera del Parlamento. Ni basta que diga que es un Estado de Derecho, si en cuanto conviene se buscan mil artificios para incumplir una exigencia, incluso de rango constitucional. No basta que se proclame la libertad como uno de los derechos esenciales, si luego esa libertad es cercenada por la inseguridad o por la coacción física o moral en la vida política o en la vida social; si se convierte la Administración del poder, que dan los ingentes medios económicos nacionales, en instrumento para condicionar de mil maneras la libertad de expresión.

Y la democracia tiene sus propias reglas de juego, que no se pueden falsear sin falsear la democracia misma. Tiene que haber un Gobierno con una razonable mayoría parlamentaria estable para que pueda gobernar, y una oposición que ejerza. Sus instrumentos, que son los partidos, tienen que tener una democracia interna, tienen que empezar por respetar en su seno la libertad y la participación, y si las ahogan bajo una falsa interpretación de la llamada «disciplina de partido» (que acaba siendo la dictadura de unos cuantos), están esterilizando en su propio seno la vitalidad de esa democracia a la que tienen que servir.

Por último, siendo la democracia un sistema de gobierno, tiene que servir para gobernar y resolver los problemas concretos de la vida de la gente, del pueblo llano: como trabajadores, como empresarios, como padres de familia, como profesionales... No puede gastarse la fuerza de la democracia sólo en el juego parlamentario, en los equilibrios políticos de poder a todos los niveles. Hay que reservar la mayor parte de esa fuerza para resolver la crisis económica, los problemas del empleo, de la enseñanza o de la vivienda, de la agricultura o de la industria. Hay que aumentar el nivel de bienestar, defender la seguridad de los ciudadanos y hacer posible que tengan trabajo y puedan vivir y mejorar de posición. Hay que resolver, y resolver con eficacia y rapidez, los mil asuntos que cada día plantean los ciudadanos a la Administración, en sus distintos niveles, y que ahora no se resuelven o se resuelven mal. Si un sistema de gobierno no resuelve los problemas de los hombres y la sociedad que gobierna, no puede esperar entusiasmo, sino desilusión, no encontrará aceptación, sino rechazo. Y cualquier día el pueblo puede pronunciar una sentencia que no por errónea sería menos grave: «La democracia es culpable».

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