Universidad, sociedad y Estado: el proyecto de ley orgánica de autonomía universitaria
En la larga lucha por el restablecimiento de las libertades democráticas y, paralelamente, por la modernización y secularización de la sociedad y el Estado, la universidad -en todos sus estamentos, con diferentes ideologías- ha ocupado un lugar excepcional, no sólo ya durante la etapa política anterior, sino desde el siglo XIX. Recuérdese, como ejemplos significativos, las actitudes críticas, de estudiantes y profesores, durante la restauración canovista y durante los regímenes primorriverista y franquista. La divergencia poder público y sociedad, que caracteriza gran parte de nuestra historia con temporánea, ha sido un hecho que, deforma constante, la universidad ha analizado puntualmente, coadyuvando con eficacia la toma de conciencia general del país.
Esta reflexión crítica, con los riesgos derivados de su testimonio activo, desde luego mucho más acusada que en otros cuerpos del Estado, tuvo en la etapa última una doble proyección. En primer lugar, la critica a la sociedad política en su conjunto, que, al descansar ésta en supuestos no democráticos o restrictivos, invalidaba cualquier re forma eficaz de las estructuras docentes e investigadoras. Desconectar sociedad política y universidad se entendía, con razón, como un intento baldío de institucionalizar un modelo elitista y clasista, modelo que se rechazaba y que sigue siendo conveniente rechazar. La búsqueda de un nuevo modelo era pues, global y no meramente corporativo: una reforma o cambio universitario implicaba el cambio del sistema o, al menos, el cambio de régimen político. En segundo lugar, la crítica general se ampliaba a una autocrítica del propio funcionamiento de la universidad: no sólo se denunciaba la escasa participación de profesores y alumnos en la gestión y gobierno y, por tanto, la exigencia de una autonomía funcional, sino también la convicción de que sólo entre todos -poderes públicos, sociedad, universidad- era posible sustituir la estructura y mentalidad clasista dominante por una universidad pluralista, dinámica y progresista, con acceso a ella de todas las clases sociales y no sólo de los estratos tradicionales de la burguesía, y, al mismo tiempo, funcionalizarla conforme a las exigencias de una sociedad industrial, con despegue creciente al desarrollo y enmarcada dentro de una concepción no centralista.
Constitución y universidad
La Constitución vigente, que expresa jurídicamente el cambio democrático realizado en nuestro país, en su preámbulo y en el articulado, asienta los principios rectores que deberán presidir esta relación sociedad política y universidad. El preámbulo, en efecto, proclama genéricamente que se promoverá el «progreso a la cultura» para establecer una «sociedad democrática avanzada», en donde las estructuras universitarias -de creación, de crítica y de transmisión de la cultura- obviamente tienen que cumplir un papel impotante. Así. se reconoce y protege la libertad de cátedra (artículo 20. c), e igualmente los derechos a la cultura y a la educación (artículo 27). Y es en este último artículo, complementado con el 49, en donde se encuentra una de las claves para un desarrollo de una universidad progresista, autonómica y solidaria, Así, la participación cívica en todos los centros sostenidos por la Administración, la libertad de enseñanza y de creación de centros docentes, con el respeto a los principios constitucionales y al obligado control / fiscalización por parte de los poderes públicos y, de modo expreso, «se reconoce la autonomía en las universidades, en los términos en que la ley establezca».
Aunque de manera no sistemática y sin precisión, lo que llevará a interpretaciones diversas, de modo especial en lo relativo a su desarrollo normativo (competencias Estado-comunidades autónomas), La Constitución, en síntesis, fija los dos grandes principios rectores -libertad y autonomía- que, en gran medida, configuran el. carácter liberal-progresista de nuestro texto constitucional. Estos dos conceptos básicos, complementados por la obligada fiscalización estatal, que traduce el principio de democracia avanzada, a que aspira la Constitución, y que se puede concretar jurídicamente en la idea de servicio público.
Un proyecto polémico de apertura progresista
El actual proyecto de ley que, como tal proyecto, tiene que pasar diversos trámites y tiene que recibir las correcciones necesarias, es lógico que sea un proyecto polémico. Sería muy negativo que pasase inadvertido, lo que indicaría una falta de respuesta intelectual y crítica por parte, de una institución, como la universitaria, una de cuyas funciones es precisamente la crítica. Se podría añadir más: la politización -producto de la reflexión intelectual, y no la violencia- no sólo no tiene que provocar suspicacias, sino que debe aceptarse como un dato consustancial a toda democracia pluralista. Realmente sería sorprendente que aspectos como las relaciones Estado y universidades libres, Estado y comunidades autónomas, así como la problemática general universidad y sociedad, entre otros, no estimulase a un debate amplio y reflexivo. Dos aspectos serían, así, básicos para entender el actual estado de la cuestión; el contexto y condicionamiento de esta politización y, por otra parte, los principios generales y orgánicos que estructuran y desarrollan el proyecto.
Por lo que se refiere al contexto de la politización, creo que hay varios factores en juego. En primer lugar, una proyección súbita de lo que se viene denominando «desencanto» y que en los sectord universitarios está más acusado. La universidad ha pasado de cumplir una función protagonista, eje de iniciativas y de actuaciones, a una función más secundaria -desde el punto de vista político- y, en cierto modo aletargada. En algunos casos, esta nueva situación ha desviado a muchos cuadros a una participación más directa en actividades parlamentarias, de partido o de Administración; en otros sectores ha provocado un inicio de frustración o de intento de recuperar el protagonismo perdido. En segundo lugar. la politización del proyecto de ley hay que inscribirlo dentro del actual período en lo que se podría llamar alteración covuntural solapada de la práctica del consenso y que, lógicamente, afecta a las relaciones de los partidos de Gobierno y de oposición. Alteración coyuntural a la que habría que añadir dos aspectos complementarios: la coincidencia con otros proyectos estatutarios ajenos a la regulación universitaria -Estatuto de los Trabajadores y Estatuto de Centros Docentes no universitarios- y la normal incidencia del proceso constitutivo de los regímenes autonómicos con unas expectativas electorales que, en el caso catalán, acrecientan este inicial nivel de politización.
Como proyecto de contenido ideológico reformista, en donde, como se verá, pretende regir los principios de libertad, autonomía y servicio público (en definitiva, iniciar un proceso de democracia avanzada), corresponderá a todas lasfuerzas progresistas -con las enmiendas oportunas- conjugar democrática y jurídicamente la viabilidad operativa de lo que, como resultado, será la primera ley universitaria del nuevo Estado democrático.
¿Cuáles son los principios generales que informan este proyecto de ley en un desarrollo normativo? Sin carácter exhaustivo, me voy a referir a algunos de ellos.
La modernización y consiguiente racionalización de la universidad actual es una histórica exigencia motivada no sólo por el cambio democrático general, operando en el país, sino también una exigencia interna para que el funcionamiento universitario -docente e investigador- sea eficaz. No se trata, aunque es importante, que en la universidad queden plenamente garantizadas todas las libertades de modo especifico (de cátedra, investigación, estudio), recogidas en el artículo 4 del proyecto, sino, también, que junto a estas libertades, heredadas de la tradición liberal-progresista, se complementen con los nuevos derechos que tienden a configurar una «sociedad democrática avanzada» y con las ineludibles reestructuraciones .oara un funcionamiento dinámico de nuestra institución. En otras palabras: se trata de iniciar una modernización democrática profunda, abierta a sucesivas reformas, y no sólo una simple modernización tecnocrática. Pasar de un modelo elitista a un modelo progresista exige, así, modificaciones sustanciales que, entre otras, afectará a concretar nuevas políticas con respecto al acceso de más amplios sectores sociales, hoy objetivamente discriminados, lo que debe llevar a una regulación más racionalizada en las becas y tasas académicas, y al propio acceso a la universidad. Debe implicar bien una reordenación de los cuerpos docentes, el trabajo de investigación, así como una reestructuración general del funcionamiento orgánico, que relacione operativamente universidad-poderes públicos (estatales y autonómicos) y sociedad. Reforma y autonomía están, así, indisolublemente unidas. Y su eficacia dependerá no sólo de su desarrollo normativo-marco, que permita ir avanzando por un camino progresista, sino también, y de modo muy especial, por una financiación adecuada. No habrá una universidad seria si catedráticos, profesores y personal no docente siguen percibiendo unos sueldos de país subdesarrollado, si no se acrecientan las disponibilidades económicas para una investigación a largo plazo, si, en suma, el presupuesto general no se multiplica. Es, en este sentido, muy positivo que con este proyecto reformista se llame la atención de la opinión pública y de los parlamentarios para uña reflexión y debate que puede llevar a la consideración de que salir del actual impasse, es decir, pasar del gremialismo a la modernización de mocrética, sólo será posible si se aprueba paralelamente una financiación amplia y correcta.
Este problema básico de la financiación estatal incide en un tema sobre el que la opinión estudiantil está fuertemente sensibilizada. Me refiero al problema de las tasas académicas; concretando, en la interpretación del artículo 23 del proyecto. Dicho artículo no habla de la implantación, aquí y ahora, de unas tasas que cubran los costos reales de la enseñanza, sino de una «conciencia», informada, en todo caso, por el Consejo General de Universidades. Aun así, creo que el problema -e incluso la redacción- no está, a mi juicio, bien enfocado. La norma podría, en base a los propios suplestos ideológicos del proyecto, modificarse así: la gratuidad y la política de becas, como principios generales, complementándose con el racional aumento creciente de tasas, teniendo en cuenta las condiciones económicas del estudiante. Suprimir las tasas o no gradualizar su incremento, abandonando una política de becas amplia, sólo seguirá favoreciendo a unos estratos sociales bien determinados. El tema de una eventual selectividad y condiciones de acceso es también uno de los problemas corporativos muy sensibilizados en el ámbito estudiantil. El derecho al acceso y a su permanencia en la universidad, como derecho liberal, tiene que concretarse de alguna manera con algunas contrapartidas que afecten al control de los poderes públicos sobre el estudio y su rendimiento. Derecho liberal y derecho social no pueden deslindarse si se acepta el principio de una universidad progresista. Tanto en los países socialistas como en los occidentales, más acusado en unos que en otros, este control social-estatal es muy patente. Dado el, carácter de transición de nuestra sociedad política, la vía tiene que ser forzosamente ecléctica e indicativa. La actividad de los redactores del proyecto -en sus artículos 31 y siguientes- discurre así por este camino: serán, en efecto, las Cortes Generales las que, «por motivos de interés público, podrán autorizar al Gobierno para establecer un número máximo de estudiantes que puedan cursar una carrera determinada en todo el territorío nacional» (articulo 32-2). Y paralelamente se remite a las propias universidades, «para asegurar la calidad de la educación universitaria», la facultad de establecer las pruebas para su ingreso, respetando así el principio de autonomía.
La segunda idea clave del proyecto reside en la consideración de la universidad como servicio público referido a los intereses generales de toda la comunidad nacional. El modelo liberal-individualista, con las connotaciones de clasismo acentuado que caracteriza a la universidad tradicional, se ve así actualizado por un principio de interés social general, nacional y solidario. La corrección individualista -centralista se concreta operativamente en dos frentes de naturaleza polémica y con contenido político obvio. Por una parte, la relación Estado y universiddes privadas o libres, y por otra parte, la relación Estado con las comunidades autónomas.
Dos supuestos previos y constitucionales enmarcan esta concepción, derivada de la aplicación de la universidad entendida como servicio público de toda la comunidad: uno, la libertad de creación de centros universitarios; dos, la fiscalización estatal sobre los mismos, compensado por las transferencias legales a las comunidades autónomas y a las relaciones económicas tanto con respecto a las universidades transferidas como a las universidades libres.
Por lo que se refiere a estas últimas -que remite del viejo problema secular Estado-Iglesia preferentemente-, el proyecto establece una normativa derivada del principio enunciado antes de la universidad como servicio público nacional; es decir, aceptando la libertad de creación de centros universitarios, se exigirán unos requisitos específicos que garanticen su idoneidad. Y, dentro de esta concepción, dos notas son explícitamente importantes: una, que su reconocimiento habrá de hacerse por ley, con lo cual la garantia queda asegurada (artículo 14), y, por otra parte, «el reconocimiento oficial de una universidad privada no implicará la concesión de subvenciones económicas con cargo a los Presupuestos Generales del Estado» (artículo 14-2). El respeto a la Constitución -libertad de creación de centros docentes- y la asunción del principio secularizado del centro estatal y de no favorecer centros que normalmente van dirigidos a sectores sociales elevados quedan así correctamente normativizados.
El principio social de servicio público se aplica también al problema, más complejo, de las comunidades autónomas. Las universidades públicas serían así de dos tipos: universidades públicas estatales y universidades públicas de las comunidades autónomas. El Estado conserva la titularidad de las actuales universidades públicas, pero con la posibilidad de transferirlas a las comunidades autónomas competentes, con las limitaciones del control estatal referidas, fundamentalmente, a garantizar eficacia y homogeneidad (organización y régimen de profesorado). Pero, al mismo tiempo, respetando el principio autonómico, las «comunidades autónomas que hayan asumido estatutaria mente competencias en materia de universidades podrían crear universidades, asumiendo íntegramente su financiación, por disposición normativa con fuerza de ley emanada de su órgano correspondiente» (artículo 11-1).
Conclusión
Es evidente que este proyecto de ley -sujeto, por tanto, en cuanto simple proyecto, a modificaciones y enmiendas- tiene un carácter de transición, es decir, de respuesta indicativa global a una exigencia de modernización democrática y racionalización funcional: proyecto-marco que permite iniciar una salida de profundización gradualizada en la meta establecida en la Constitución de instaurar en nuestro país una «sociedad democrática avanzada». Será el actual Gobierno y Gobiernos sucesivos los que tendrán, que ampliar las bases democráticas de esta reforma universitaria, asumiendo críticas y exigencias progresistas que se vayan produciendo. Jurídicamente, el proyecto se inscribe dentro del principio general de servicio público referido a toda la comunidad, desarrollando tanto la autonomía académica como la autonomía regional-nacional.
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