Perspectivas de una crisis
La crisis económica mundial entra en el séptimo año de su proceso. Se desencadenó en ocasión de una guerra localizada entre Israel y Egipto, fundamentalmente. Pero su génesis venía de muy atrás, de los años en que el desarrollo industrial espectacular de Occidente se apoyaba en la hipótesis de una energía barata e ilimitada procedente de los crudos petrolíferos y, más concretamente, de los originarios del Próximo Oriente. Aquella brusca subida de los precios de 1974 hizo tambalearse la entera estructura del mundo tecnológicamente más evolucionado. El estremecimiento sirvió de aviso; de revisión de los conceptos adquiridos; de la advertencia, de cuánta era la fragilidad de las economías de la Europa democrática y de Estados Unidos, pendientes del cordón umbilical de las flotas del petróleo que transportan desde el golfo Pérsico la supervivencia de esos pueblos en sus niveles actuales de renta y de consumo.Luego se empezaron a analizar en profundidad los elementos del conflicto. Se descubrió, de una parte, la erosión continuada del dólar, la moneda de pago de esa mercancía, de la que existen flotando en diversas modalidades, en los actuales momentos, hasta 900.000 o un millón de «billones» dé dólares (entendiendo aquí el «billón» como mil millones). Cifra astronómica, que repartida en diversas etiquetas -«petrodólares», «eurodólares», «deudas» de otro nombre; balanzas de pagos desfavorables-, representa un factor importante de la inflación y, en general, del desorden monetario mundial. La era de Bretton Woods feneció hace ya bastantes años. La ausencia de respaldo monetario o comercial de esta enorme masa de dinero es un problema irresuelto que se halla en el eje de la cuestión. Estados Unidos representaba en los años de Bretton Woods alrededor del 70% del PNB del mundo entero. Hoy apenas llega al 24%. La economía se ha hecho multipolar, y el mercado monetario habrá de reflejar algún día esa nuevarealidad.
Otros aspectos han venido a completar el inmenso y difícil mosaico. Por ejemplo: no hay realmente carencia de petróleo bruto para las necesidades del consumo hasta el año 2000. En los últimos veinte años han ido subiendo producción y consumo al ritmo de un 5% anual. Nada -salvo los precios- impediría que ese ritmo se mantuviera hasta fin de siglo. El promedio diario de consumo -exceptuado el bloque del Este- era de 42 millones de barriles cotidianos en 1959, y hoy es de 64. Campos en explotación no faltan. Yacimientos considerables están en trance de comercializar su producción. Prospecciones prometedoras y, en parte, silenciadas, aparecen de tiempo en tiempo. Hay petróleo suficiente hasta el milenio próximo.
Lo que no hay es seguridad en el precio, ni en el suministro. Los precios han vuelto a subir, de golpe y espectacularmente, en un 33%, en torno a la indecisa conferencia de Caracas de los trece países de la OPEP. Es una dinámica alcista, que se apoya en la elasticidad, todavía muy amplia, del mercado comprador. Hay quien sostiene, con buenas razones, que el precio hubiera subido de todas maneras, incluso sin guerra del «Kippur» y al margen de que sus dos principales contendientes -Egipto e Israel- hayan firmado la paz de Camp David. Es decir, que lo más pernicioso han sido los tirones repentinos -y sorprelsivos- de 1974 y 1980, con su tremenda repercusión en balanzas de pagos y en alzas interiores de los precios de consumo y de la inflación. Y la OCDE tiene, al parecer, en estudio un plan en el que se llegaría a establecer un «cartel» de los principales países consumidores, con un aumento periódico anual del 10% del precio del petróleo para que su repercusión fuera absorbida de forma metódica por los miembros de la OCDE, evitando las brutales transferencias de los pagos exteriores.
Porque esa es otra. Aquí hay, por vez primera en la historia, unos beneficiarios directos de la crisis mundial. Mientras los pueblos consumidores atraviesan dificultades crecientes -y los menos desarrollados las tendrán en grado mayúsculo-, decenas de miles de millones de dólares engrosan cada año las arcas de los poderosos dueños del petróleo bruto, que en buena medida no son precisamente naciones democráticas, sino feudos de poder personal, dinástico o estamentario. ¿No es realmente sorprendente que una ola universal de pobreza -porque también han llegado los síntomas de la crisis de la energía a las naciones del Comecon y a la China Popular- favorezca y enriquezca gigantescamente a unos pocos grupos humanos? La OPEP se defiende de esa acusación de ser un «club de ricos». Bien sabemos que una gran parte de esos dólares -100.000 millones, según la OPEP- se emplea en adquirir productos y mercancías en los países industriales más desarrollados; pero ¿cómo ignorar que de cuando en cuando también algunos de ellos ostentan lujosamente su hartazgo dinerario? No me olvido de las multinacionales del petróleo, asimismo espectaculares beneficiarias del alza de sus productos. Pero no se olvidó de ellas tampoco el presidente Carter ni el Congreso norteamericano al aprobar el proyecto del «windfall-tax», destinado a gravar duramente -hasta un 75%- los beneficios extraordinarios obtenidos en esta grave coyuntura.
Quedan otros aspectos que no es posible olvidar en esta breve perspectiva general. Por ejemplo, las energías sustitutivas. Por ejemplo, la repercusión internacional de la crisis. Por ejemplo, el cómo y el cuándo se saldrá de esta crisis.
Las energías alternativas se hallaban latentes y todavía en estado potencial, en buena parte, por su alto costo de producción, que embargaba su competitividad. La energía solar, la geotérmica, la bio-massica, la que procede de las arenas y los esquistos bituminosos, la que se obtiene de procesos sintéticos del carbón, la de yacim.ientos petrolíferos remotos por su ubicación geográfica o situados a grandes profundidades en los suelos submarinos; la de los yacimientos carboníferos pobres, hasta ahora, abandonados; todo esto está reviviendo con los precios del barril, oscilando entre veinticuatro y cincuenta dólares, y con perspectivas de nuevas subidas importantes. Una larga serie de fuentes de energía serán ahora rentables y se desarrollarán en forma,gradual para sustituir el monopolio hegemónico del petróleo, al que llamaba hace poco un comentarista francés el «rey del mundo moderno». Ese «rey» va a ser, poco a poco, destronado, porque se han comprobado los riesgos que impone su tiranía. No es sólo la sustitución, sino la reducción del consumo petrolífero, a través del ahorro, sobre todo, lo que se plantea como primera medida de largo alcance. Todos los pueblos desarrollados predican con el ejemplo, en la materia, empezando por Estados Unidos. Junto a esa drástica baja en la demanda de petróleo que se intenta conseguir en los próximos años, sube de punto la opción nuclear, gravemente perturbada a raíz del accidente de Harrisburg. Entre nuestros vecinos europeos, han sido Francia y Gran Bretaña los que llevan la delantera en este programa. Francia trata de llegar hasta 1987 inaugurando una nueva central nuclear cada trimestre. Gran Bretaña se propone alcanzar en 1992 un porcentaje del 40% de su energía eléctrica procedente de centrales nucleares. La Unión Soviética y los países de economía centralizada del Este también se comprometen de un modo decisivo en favor de la energía del átomo, planificando multiplicar por diez, en diez años, los kilovatios de origen nuclear.
Las consecuencias internacionales de esta crisis son difíciles de prever. Si los dueños del petróleo y las multinacionales petrolíferas acaban siendo los ricos de un mundo empobrecido, sentirán la tentación de arrasarlo todo, en una redada final de comprar empresas, patrimonios, inmuebles, bancos, tierras, flotas y explotaciones agrícolas. Ya empezó ese inevitable proceso en más de una nación, y de forma insolentemente provocativa. La generalizada sensación de que hay una repentina aparición de multibillonarios, mientras una gran parte de la humanidad tirita de frío y, en muchos casos, de hambre, es un peligro mundial que hará subir las tensiones populares al grado máximo por la vía de las revoluciones que podrían desembocar en una tercera guerra mundial.
Estados Unidos, en año electoral presidencial, no tomará grandes decisiones, salvo aquellas a que le obliguen los acontecimientos exteriores o las agresiones ajenas. Pero a fines de 1980, despejada la incógnita de su nuevo líder, su política exterior será, en todo caso, más rotunda, más dura y más intransigente. Es difícil predecir el rumbo de la URSS, dado el muy probable relevo de los dirigentes actuales, por motivos de salud, y su gradual sustitución por otros jefes políticos. Es un enigma, que una vez resuelto, traerá, asimismo, considerables repercusiones y consecuencias.
¿Cuándo puede terminar esta crisis? No antes de que haya sido posible sujetar la inflación en todas sus modalidades técnicas: «stagflation»: inflación «globalizada» y demás términos del nuevo vocabulario económico, y se logre despertar otra vez el ritmo del crecimiento anual del PNB, única forma de generar empleo en el modelo occidental económico. Hará falta frenar el consumo de petróleo; digerir su alza gradualmente, procurando que no se produzca a trompicones repentinos; dar tiempo a que entren en juego las energías de sustitución, empezando por el aumento del carbón, cuya explotación masiva puede ser la más rápida y la de más inmediatos efectos. Todo ello, salvo accidente bélico, representa verosímilmente un plazo de varios años, cinco, o quizá diez. Es decir, la década de los ochenta, a la que la dama de hierro que rige el Gobierno británico ha llamado la «década peligrosa».
Nos espera, pues, un largo, difícil e incómodo camino. Hace falta llamar a la colaboración y a la responsabilidad de todos. No se puede afirmar, sin faltar gravemente a la verdad, que existen soluciones mágicas o rápidas para estas complejas situaciones. La inteligencia crítica moderna consiste en plantear las hipótesis posibles que sirvan de explicación a los hechos. Y deducir de esa interpretación probable un programa a seguir. No hay respuestas lineales ni respuestas rígidas. Hay fuerzas en acción, encontradas y numerosas, en el campo de la situación económica y social de cada país, y es preciso analizar con cautela la radiografía cambiante para aplicar el rumbo más conveniente al interés general. La demagogia sobra. La retórica, también. La confianza, sin embargo, se necesita. La transparencia en informar a la opinión sobre estas materias es indispensable en un régimen democrático. El bolsillo atañe a todos, sin excepción. Ya sé que la perspectiva de la crisis incita al humor y a las burlas, a las que tan dados somos los españoles. Yo no creo que Carlyle tenía razón cuando llamó lúgubre a la ciencia económica. Ninguna ciencia lo es. Pero recuerdo que De Gaulle repetía que en los asuntos graves hay que resistir a la tentación de la ironía. Lo que viene es serio, y es preciso encararlo con serenidad, pero con los ojos abiertos.
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