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Reflexiones para la derecha

Embajador de España

Todo el mundo sabe que la derecha española existe, que anda por ahí, que se mueve y se agita, que hasta proclama sus cóleras y sus disconformidades y convoca colosales concentraciones. Pero, en cambio, es muy difícil dar con su cuerpo real, encontrarla bajo sus propias banderas. Tiene voz. Mejor sería decir voces. Potentes muchas de ellas, con órganos de expresión, que llegan a los últimos rincones del país También se multiplican los partidos, las organizaciones, los líderes, los grupos, las banderías. Unas y otras -las voces y las agrupaciones- carecen por ahora de vertebración, de capacidad de entendimiento, de la valoración debida a su alcance en potencia. ¿Qué le acontece, pues, a la derecha española?

Más de uno, con frase estereotipada para el consumo dialéctico, adelantará la respuesta diciéndonos que padece crisis de identidad. El diagnóstico parece exacto, pero no basta. A todos, especialmente a las gentes y a los partidos que se suponen preocupados por la consolidación de la democracia, debería haberles interesado ayudar a la derecha a encontrar su propio espacio en la confusa situación española. Sería uno de los medios más inteligentes para evitar que un creciente complejo de eliminación y desalojo coloque a muchas de las fuerzas tradicionales en la vía de los sueños de la conspiración y de las vueltas atrás.

Pero casi nadie, comenzando por el partido del Gobierno, se diría preocupado por entrar en esa operación. Que UCD adopte esta postura tiene una aparente hasta el instante la clave de sus éxitos. La ambigüedad -congénita o buscada- le ha proporcionado sus mejores cosechas de votantes, suministradas por el aturdimiento y la desorientación derechistas. Sería insensato imaginar que Adolfo Suárez y sus cuadros políticos fueran a prescindir, conscientemente, de unas masas de maniobra que hasta el momento vienen sometiéndose a un tolerante, aunque inquieto, conformismo.

Sin embargo, es probable que si continúa el desgaste del conglomerado centrista -en tanto no sepa afrontar seriamente el terrorismo, contener el desmoronamiento económico, conquistar un mínimo de confianza ante el futuro...- las actitudes de la derecha, aun de la más ponderada y cautelosa, vayan radicalizándose sin aleatorias suturas. La gran prueba va a presentarse cuando los desbarajustes autonómicos -no reducidos tan sólo a los ámbitos vascongado y catalán- pongan en entredicho hasta la misma viabilidad constitucional, con su cortejo de peligros e interrogantes.

Pero antes de que llegue esa hora -para nadie deseable- a la derecha debe haberle sonado la suya de auténtica reflexión. La derecha suele encontrar sus razones en la invocación de las grandes substantividades históricas. La exhibición de las maduraciones de cada instante, resultado de las experiencias y azares de los tiempos, son su legitimación más inmediata. Con ello parece querer decirnos: no todo lo acontecido hasta hoy ha supuesto un cúmulo de desastres e injusticias. La prueba es la altura conquistada por los hombres en su caminar civilizado. Los sentimientos del puro derechista visceral se arropan en la historia, como si él fuera el indiscutible y excluyente heredero de sus designios.

Existe un romanticismo político capaz de entregarse, en análogas proporciones, a las galopadas hacia un quimérico futuro o a las delectaciones añorantes de un soñado pretérito. Por más vueltas que se le dé, ambas disposiciones suelen desembocar en radicalismos utópicos o en aciagas e inútiles aventuras. Nuestras izquierdas no han solido ser modelos de comprensiva moderación. Sus tentaciones de romper la baraja ante el pretexto más mínimo se inscriben en la agenda de sus hábitos. Su fetichismo revolucionario, a prueba de desastres y reveses, no facilita el desarme de los reaccionarismos menos transigentes. La mayoría de los dirigentes de la izquierda española, con las excepciones de espíritus responsables y lúcidos, no consigue arrancar de sus perspectivas los espejismos de las empresas insurreccionales y las idealizaciones de las trampas y desaguisados de los «frentes populares», ya tan marchitos y desflecados.

La reacción del derechismo menos imaginativo, pero creyente en sus renacimientos de Ave Fénix, suele replicar a las amenazas frentepopulistas levantando las consignas y gallardetes de un acumulativo Frente Nacional. La experiencia ya nos ha descorrido las incógnitas de a dónde puede conducir la irreflexiva carga de potencialidad beligerante de dos grandes bloques antagónicos, ansiosos de jugar sus bazas atenidos, cada uno por su lado, a sus propias y codiciosas reglas de conducta política.

La derecha celtíbera tiene que aprender, de una vez por todas, a practicar una dialéctica menos apoyada en los antis, las negaciones y los lamentos. La España de estos días, por lo mismo que vive envuelta en desasosiegos y calamidades, espera una voz de ilusión. Creo que el mayor reproche que se puede hacer a los hombres de UCD es el de haber malbaratado el inmenso depósito de esperanzas que los españoles -de unas y otras ideas- confiaron en sus manos. Pienso que mucha de la culpa de ese desmantelamiento de las ensoñaciones y las confianzas nacionales tiene su origen en la impertérrita improvisación con la que se ha trabajado. Ante muchas de las graves decisiones que se han tomado, uno tiene la impresión de que al comenzar su tratamiento se carecía de la noción aproximada de dónde pudiera estar la desembocadura.

Este riesgo de impremeditación, cuyas evidencias a la vista están, es el que aureola no pocas de las palabras y los gestos de casi todos los líderes derechistas que se agitan por estos pagos. El recurso emocional es el más inmediato que se ofrece. La invocación de unas grandes verdades, ocultas muchas veces -eso es cierto- por los manoseos interesados, no constituye por sí sola un programa político ni un plan de acción pública.

Que nadie se enfurruñe ni lo tome por la mala parte. Las derechas están perdiendo la ocasión de recoger y encauzar la gran vendimia de voluntades que el descontento y la decepción de las masas españolas están acercando a sus cuarteles. Se trata de un movimiento espontáneo, de un reflujo inconsciente de exasperaciones y escepticismos que muy poco tiene que ver con las prédicas y los señuelos manejados por los jefes de la derecha. Por el momento, el desarrollo y progresión de las fuerzas conservadoras -que de ellas se trata- se debe casi con exclusividad a las fallas y errores de la política gubernamental. La aparición de un auténtico líder conservador, capaz -sin demagogias ni consignas acartonadas- de reclamar, con conceptos de hoy, la atención debida al cuerpo entero nacional, y a la cobertura colectiva, podría suponer el vaciamiento acelerado de las urnas de UCD. La sociedad española -justo y doloroso es reconocerlo- se siente desguarnecida, desamparada. La misión de los partidos conservadores tradicionales ha sido, con prioridades inequívocas, la de cubrir el espacio de la seguridad comunitaria. La sociedad -no hay que darle vueltas- quiere sentirse protegida. Pero proteger no suele consistir en el embarque para dudosas aventuras. La imaginación de la derecha se encuentra en el trance de un desafío concluyente. Si su intuición y clarividencia no atinan en la comprensión de la actual circunstancia y su oportuno tratamiento, ya tiene la derecha que irse resignando al abandono de sus posiciones de valimiento y poder.

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