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Galbraith y el recurso de la emigración

Es difícil mantenerse al día en la lectura del brillante y prolifero John Kenneth Galbraith. Economista para escritores, Galbraith no pretende que su disciplina sea una ciencia exacta; escritor que escribe economía, conoce las exigencias de la imaginación y del argumento para contrarrestar una pretensión profética basada en estadísticas que ha hecho de la economía, en efecto, the dismal science, esa ciencia lúgubre a la que se refiere Carlyle.En los dos libros que lleva publicados este año, Galbraith demuestra de nuevo su particular inteligencia para hacer de la economía una preocupación humana, convincente, liberada del corsé de hierro de la facticidad comprobable y expuesta, como toda empresa de la imaginación, a escapar de la reconfortante tiranía de la prueba. Uno de estos libros (1) es de particular interés para los países en vías de desarrollo y sobre todo para México, por lo que allí dice Galbraith sobre el problema más arduo de las relaciones mexicano-estadounidenses, el de los trabajadores migratorios.

El secretario de Relaciones Exteriores mexicano, Jorge Castañeda, ha definido con gran claridad el tema tal y como lo concibe México. Si no interpreto mal al secretario Castañeda, el aspecto más conflictivo, el de los trabajadores que ellos llaman «ilegales» y nosotros llamamos «Indocumentados», puede reducirse a cuatro puntos.

El primero sería el problema mexicano: la aceptación de que, por lo que hace a la solución a largo plazo, el problema de los trabajadores migratorios es un problema mexicano, cuya solución efectiva y más importante sería la posibilidad de ofrecerle empleo en México al excedente de mano de obra.

El segundo sería el problema norteamericano: Estados Unidos posee, soberanía plena para emitir la legislación migratoria aplicable en el área donde ocurre el fenómeno de la migración.

Pero a partir de estas dos evidencias, necesarias y palmarias, entramos al círculo de las responsabilidades compartidas, es decir, a la proyección internacional del problema. El punto tercero sería que México no pueda tomar medidas represivas para impedir el movimiento de sus ciudadanos dentro y fuera de su territorio. Este principio constitucional mexicano encuentra plena equivalencia en el derecho internacional y en la declaración de derechos humanos de la ONU.

Y el cuarto punto consistiría en admitir que los trabajadores mexicanos que emigran a Estados Unidos son precisamente eso, trabajadores, y no criminales. Sus derechos humanos no pueden ser conculcados; no pueden ser objeto -como lo son frecuentemente- de extorsión, vejaciones, persecuciones, discriminaciones raciales y, aun, asesinatos. Pero tampoco deben ser afectados en los derechos laborales básicos que adquieren al ser contratados por patronos norteamericanos.

La pobreza, argumenta Galbraith, tiende a imponer un equilibrio propio y a invitar el acomodo resignado de quienes, una y otra vez y a lo largo de muchos siglos, se han topado contra un muro de frustraciones; el acomodo aparece así como la alternativa a la frustración. La diferencia entre las distintas comunidades de la pobreza no es, dice Galbraith, sino la diferencia entre el número de sus ciudadanos que aceptan el acomodo y los que lo rechazan, sea dentro de la comunidad o rompiendo sus lazos con ella.

Esto significa que el factor migratorio juega un papel fundamental en toda política contra el equilibrio de la pobreza, junto con el factor industrial: el paso de la tierra a la fábrica. La historia del remedio que consiste en rechazar el acomodo de la pobreza emigrando del país pobre al país rico es una historia, señala Galbraith. multirreiterativa.

Es la historia de la emigración de los montañeses de Escocia a Inglaterra y de los irlandeses a Canadá y Estados Unidos. En todos los casos, los que emigraron mejoraron su posición. Pero también mejoraron, enormemente, la situación económica de Estados Unidos y de los otros países a los cuales emigraron.

La migración resuelve el problema de los que se van y de los que se quedan. Galbraith propone como ejemplo supremo el de Suecia. En el siglo XIX, Suecia, unida entonces a Noruega, era uno de los países más pobres de Europa. El 90% de su población era rural; vivía en una prisión: la del equilibrio de la pobreza. Entre 1861 y 1910, más de un millón de suecos emigraron a Estados Unidos. Junto con la emigración concomitante a la industria local, esto rompió el acomodo de la pobreza en Suecia. La miserable Suecia rural se convirtió en la próspera Suecia rural. Esto no habría sucedido, insiste Galbraith, si la población del campo sueco hubiese permanecido, perpetuando el esquema secular, allí. Todos, con el tiempo, salieron ganando.

Galbraith nos recuerda que entre 1846 y 1936, 52 millones de personas emigraron de Europa. Treinta y dos millones viajaron a Estados Unidos; números bastante inferiores a otras partes del mundo: Argentina, en la misma época, recibió a 6,4 millones; Canadá, a 5,2 millones; Brasil, a 4,4 millones, y Australia, a 2,9 millones. Este movimiento contribuyó poderosamente a la prosperidad de los países que recibieron a los emigrantes y a la de los países de su origen, al grado de que hoy éstos reciben a su vez a los trabajadores migratorios de la Europa meridional -el sur de Italia, las zonas rurales de España, Portugal, Yugoslavia y Turquía- que no sólo resuelven problemas fundamentales de la economía de la Europa central y nórdica, sino que, una vez más, resuelven los de sus naciones de origen.

Los trabajadores extranjeros en la República Federal de Alemania representan el 9,1 % de la fuerza de trabajo; el 9,3% de la misma, en Francia, y el 24%, en Suiza. Sin ellos, escribe Galbraith, la construcción se detendría, los turistas no serían atendidos, las fábricas sufrirían y los pacientes de los hospitales, seguramente, morirían de inanición o, lo que es peor, de suciedad. Por si fuera poco, la afluencia laboral migratoria ha permitido a la Europa industrializada mantener tanto precios estables como un empleo relativamente alto para sus trabajadores nativos: el trabajador extranjero cubre las áreas de escasez de empleo local, sin revelarlo y desatar así una demanda inflacionaria de empleos.

La expulsión de todos los trabajadores indocumentados de Estados Unidos no sería, argumenta Galbraith, menos desastrosa. Las frutas y las verduras de Florida, Texas y California no serían cosechadas. Los precios de la alimentación ascenderían espectacularmente. Igual que en las ciudades europeas, múltiples servicios en las ciudades norteamericanas no serían posibles sin los trabajadores indocumentados. Señala Galbraith: «Los mexicanos desean venir a Estados Unidos; son necesitados; contribuyen visiblemente a nuestro bienestar.»

¿Por qué, entonces, la resistencia, a nivel público y privado, contra este movimiento normal en economías de mercado como son las de Europa occidental, Estados Unidos y México? Primero, naturalmente, porque el chovinismo y la xenofobia nunca se dan por vencidos en presencia de lo otro, lo extraño, sin percatarse de la rapidez con que la aculturación ocurre: los italianos, los irlandeses y los judíos que emigraron a Estados Unidos ya no obedecen a la distribución fatal de papeles hollywoodenses: gangster, policía y prestamista. Galbraith no se refiere, en el caso concreto de los trabajadores mexicanos, a una situación muy especial: la resistencia a la aculturación, la conciencia de que la lengua y la cultura propias no han sido dejadas atrás, en la otra orilla del mar, sino que están presentes, asequibles y desafiantes, en el sentido de un reto a la capacidad del melting pot para vivir con una civilización plural, y no uniforme, en su seno.

La segunda objección es de carácter económico y obedece, según Galbraith, a la creencia popular de que el empleo disponible es una cantidad fija. La mejor prueba en contrario la ofrece la Alemania Federal: su economía, sin el trabajo importado, sería mucho menor cuantitativamente, así como su ingreso per capita. Pero la objección más profunda sería la del país de donde emigran los trabajadores, pues éstos, reitera Galbraith, son evidentemente los elementos más activos, audaces, inconformes y motivados de sus lugares de origen: ellos se han atrevido a romper el equilibrio de la pobreza. Vale decir: su fatalidad.

(1) John Kenneth Galbraith: The nature of mass poverty. Harvard University Press; 1979; 150 páginas.

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